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María Hanson fue tomada por sorpresa. Estaba en su casa, planeando las clases que volvería a dar en la Escuela Real del Saber cuando terminaran los tres días de competencia del Puño de Hierro y la vida en Andreanne volviera a la normalidad. Le gustaba dar clases a los niños e incluso a los preadolescentes, pues con ellos aprendía. Aprendía a mantener la pureza, a crecer sin perder la curiosidad infantil por el mundo y a valorar las cosas simples cuya existencia el ser humano ya no percibe a lo largo de su madurez.

Estaba inmersa en sus pensamientos cuando escuchó la voz de Ariane, afuera:

—¡Maríaaa! ¡Maríaaa! ¡Marí…!

La puerta de la casa de los Hanson se abrió con rapidez.

—¿Pero qué gritería es esa, por mi Creador? —preguntó una asustada María.

—¡Ven! ¡Ven a ver a Axel!

El nombre. Ariane había pronunciado el nombre que provocaba que las piernas de María Hanson temblaran, lo que la hacía creer que aquello era amor, tal vez pasión, pero tal vez también amor, y probablemente con razón.

—¿A Axel? ¿A dónde?

—¡En la plaza! ¡Está llegando a la arena!

María se quedó pensando qué hacer. Y como no se decidía, Ariane fue hasta ella, la tomó de la mano y la sacó a rastras:

—¡Vamos allá, María! ¡Qué lenta estás hoy, caramba!

Y allá fue María, guiada por la muchacha, pensando si estaba lo bastante bonita, lo bastante bien vestida.

—¡Pero aún debo cambiarme!

—¡No, caray! Sólo vamos a verlo pasar.

María seguía a Ariane todavía sin saber si se encontraba lista para lo que sea que fueran a hacer. Y fue a lo largo del camino desde su casa hasta la plaza que la adolescente le preguntó con una inseguridad capaz de conmover a un corazón:

—María, si te hiciera una pregunta, ¿serías sincera conmigo?

—¿Algún día no lo fui?

Ariane pensó. Y pensó. Y respondió, mirando hacia abajo:

—No.

María sonrió.

—Cuéntame cuál es el problema, Ariane. ¡Soy tu amiga, y ahora también soy tu profesora! Si no confías en mí, ¿en quién lo harás?

—Y también eres mi «ídola»…

—¿Cómo? —preguntó María, totalmente confundida; y curiosa—. ¿Por qué serías mi admiradora, chica?

—¡Oye, María, tú atrapaste al príncipe! —exclamó Ariane, como si aquello fuera obvio—. ¡No existe en todo este reino… qué digo: no existe nadie en el mundo entero por encima de él!

—Ariane, ¿qué es eso? ¿Cómo hablas así de… eh… de…?

María comenzó a sonrojarse. Y Ariane comenzó a reír.

—Ay, ay, eres muy graciosa, ¿lo sabías? Yo quiero ser como tú cuando sea más grande.

El comentario hizo que María dejara de ruborizarse un poco y en su lugar agradeciera al Creador por la vida, que le otorgaba momentos como ese.

—No, tú eres graciosa, Ariane.

—No… no lo soy —dijo ella, desanimada—. Es decir, creo que a mis amigas les gusto mucho, ¿sabes? Pero sólo a ellas.

—¿Cómo? ¡Tú le gustas a todo el mundo!

—¡Ay, María! ¡Caray, no entiendes! No estoy hablando de chicas.

—Ah.

María se reprendió a sí misma por tardarse en procesar, ahora sí, algo tan obvio. ¿Qué es lo que piensan las chicas en la preadolescencia, en la adolescencia, en la juventud, en la fase adulta e incluso hoy en día en la vejez? ¡En niños o muchachos u hombres o señores de respeto y buena índole! Algunas hasta sin lo último…

—Vamos, haz la pregunta que me querías hacer.

—Ya, ya, bueno. Es que… Es decir… ¿Tú crees que soy bonita?

—¡Ariane, claro que eres bonita! ¿De dónde sacaste esa pregunta?

—No, rayos, quiero decir, no bonita del tipo «bonitilla», ¿sabes? —y aquí hizo cara de enojo—. Los bebés son «bonitillos», ¿sabes? Yo quiero decir bonita como… como la gente grande, ¿entiendes? Del estilo bonita «para los muchachos», ¿me entiendes?

María percibía mucho temor ante la respuesta. Aquella mirada abierta e insegura de Ariane no debía haber sido muy diferente de la que tuvo ante el lobo gigantesco que había devorado a su abuela.

Dejó de caminar y se agachó para quedar de frente a su pupila.

—¡Ariane, mírame! ¡Tú eres… linda! No debe existir un muchacho de tu edad que no desee estar con una niña como tú.

—¡Esa es la cosa! —la muchachita cruzó los brazos, enfurruñada—. Si eso es verdad, ¿por qué no tengo novio? ¡Caray, María, incluso hay una niña en el salón con más de uno! Es decir, no son «novios novios», ¿sabes? Pero son algo así como «amigos exclusivos», ¿sabes?

—Ah, ¿sí? —María tenía una expresión muy rara.

—Antes las personas pensaban que yo era extraña, ¿sabes? Hoy en día creo que ya no lo piensan, pero ahora yo lo pienso a veces, ¿entiendes?

—¿Y por qué serías extraña?

—¡Ay, mírate, María! Tienes un cabello lindo, un modo medio tímido que, me parece, les gusta a los hombres. ¡Hablas bien, tienes bonitas piernas! Ahora, mírame a mí: mis muslos son delgados, no soy alta y, ¡diablos!, ¡casi no tengo pechos! ¿Sabes qué es eso para una chica?

—¡Claro que lo sé, Ariane! ¡Yo soy una chica!

—¡Ah, pero no hay comparación! Después de que comenzaste a salir con el príncipe, él te dio ropa linda que sólo te hizo ver más bonita. ¡La mía es harapienta, con telas horribles! Y esa joya que te dio Axel es, bueno, chica, «la supremacía máxima del universo», ¿me entiendes? Mis aretes son de madera, pesados, como la visión del último círculo de Aramis, ¿sabes? —sí, Adriane era exagerada, ¿pero qué muchacha de su edad no lo es?—. ¡Caray, María, si usas un escote todo el mundo te volteará a ver! Si yo me pongo uno, se reirán de mí.

María se dio cuenta de que Ariane comenzaría a llorar si ella no hacía algo. Y rápido.

—Una vez le pregunté a Axel qué había visto en mí. ¿Sabes qué me respondió?

—¿Qué?

—Mi inteligencia.

—¡Ah, eso está bueno! —ella comenzó a patear el suelo—. Yo ya aprendí que a ellos les gusta decirnos eso cuando están frente a nosotras. Pero cuando llegan a la taberna, hablan de todo acerca de las mujeres menos de eso.

—Cierto. —María rio—. Pero por lo general debes tomar en serio lo que un hombre menciona como segunda opción de aquello que le llamó la atención.

—¿Y qué fue lo que te dijo?

—La mirada.

Ariane cambió la expresión malhumorada por una expresión más… sublime.

—¡Ay, qué bonito! Pero tu mirada es hermosa.

—No, esa vez no hablaba de mí.

—¿Entonces de quién?

—De lo que a João le llamó la atención de ti.

El mundo de Ariane cambió su velocidad de rotación por un momento.

—María, vete con mucha calma, ¿está bien?

—Está bien. —María reía.

Tenía ganas de apretar las mejillas de esa niña hasta arrancárselas. Pero se contuvo.

—¿Cuándo dijo eso él?

—En realidad no lo dijo. Lo escribió. ¿Y quieres saber algo? Yo no debería estar contándote esto.

María echó a andar sin mirar atrás. Ariane lanzó un grito, apretó los ojos y comenzó a dar saltitos:

—¡María Hanson! ¡Ni pienses en hacerte la tonta!

María sonrió. Hace un año había dado, y mal, el primer beso. Ahora ya jugaba a ser Cupido. La vida era capaz de cambiar muy rápido.

Ariane corrió hasta ella y comenzó a jalarle la blusa.

—¡Anda, anda, dime más! ¿Dónde escribió eso? ¿Cuándo? ¿Qué decía? ¿Por qué nunca me contaste?

—¡Eh!, ¿crees que delataría así a mi hermano? Ya te dije demasiado.

—¡No, no puedes hacerme esto! ¡Es injusto, caray! ¡Eso debería ser contra la ley!

Las dos comenzaron a reír.

—¿Te puedo dar un consejo? —preguntó María.

—Habla.

—Pregúntaselo a él.

Ariane se quedó muda. Y mira que, hablando de quien hablamos, eso es un comentario extremadamente notable.