38
Ariane se miraba de frente en el único espejo de aquella casa.
De hecho, el espejo debía encontrarse en el cuarto de su madre, pero ella se lo había traído al suyo. Era pequeño, cuadrado, justo del tamaño de un rostro. En ese momento la muchacha lo colocaba en distintos ángulos para ver mejor detalles de su propio cuerpo. Sólo llevaba un corto vestido, viejo y desgastado, que le llegaba encima de la rodilla y que ella sólo usaba para dormir.
Las expresiones de la chica eran un poco difíciles de traducir. Algunas veces parecían de satisfacción, pero la mayoría de ellas no. A veces parecían de impaciencia. Unas más, de irritación. Otras, de frustración. Jaló un poco la parte que le cubría el tronco y miró hacia abajo para verse los senos.
Fue cuando Anna Narin entró al cuarto.
—Querida, yo… —Anna se sorprendió con la posición de Ariane observando su propio cuerpo—. ¿Todo bien, mi amor?
Ariane escondió el espejo al colocar el brazo detrás, como si hubiera estado cometiendo un crimen con él.
—Sí, ¿por qué, madre?
—Por nada, querida. Sólo preguntaba.
El humor de Ariane, que de por sí no estaba nada bien, parecía empeorar a cada momento.
—¡Pues en realidad, madre, ya que preguntas, no está bien!
—¿No? —la madre se sorprendió—. ¿Por qué, hija mía?
—¡Porque no estoy de acuerdo con este asunto de que abras la puerta de mi cuarto sin tocar primero!
Anna Narin se quedó muda. Aquello era algo del todo nuevo e inesperado para ella.
—¿Cómo? —preguntó la madre.
—¡Lo que dije! Creo que necesito mi espacio.
Anna Narin tenía los ojos desorbitados ante aquel ser malhumorado y de argumentos firmes. Fue cuando Anna percibió que el embarazo de su hija estaba en el hecho de sentirse avergonzada delante de ella. Su hija, a la que ella había vestido, calzado, educado y alimentado, de repente se sentía avergonzada ante ella.
—¡Hija mía, no debes sentir vergüenza ante tu madre! ¡Soy tu amiga!
—¡No es cuestión de sentir vergüenza, madre! ¡No es eso! La cuestión es que ya no soy más aquella niña a la que bañabas cuando era pequeña. ¡Debes aceptar que ya crecí!
—Pero… pero…
—¡Ya tengo trece años! ¿Sabes qué significa eso?
—…
—¡Que si ya tengo derecho a ser iniciada en un aquelarre, madre, entonces también lo tengo a conservar mi privacidad!
Anna Narin abrió la boca y, de no haber tenido mandíbula, su quijada habría caído hasta el suelo. Estaba inmóvil, con los ojos muy abiertos, como una estatua de mármol. Empleando toda la fuerza del mundo, se recompuso, tragó saliva con dificultad, asintió lentamente una vez con la cabeza y dijo, con una sonrisa forzada:
—Pero claro que lo tienes, hija mía.
Anna Narin salió del cuarto. Ya afuera, sin saber si debería sentirse ofendida u orgullosa, la dedicada madre cruzó los brazos y comenzó a reír, sin saber tampoco cuál era el motivo de su propia risa.