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João Hanson se sentía conmocionado.
—¡Espera, me estás confundiendo! —para él, como para todo muchacho, y también todo hombre e incluso todo anciano, resultaba difícil asimilar la forma directa en que la psicología femenina encaraba ese tipo de situación—. ¿Significa que podrías repetirlo?
—¡Vamos, João! —dijo la «sin-paciencia»—. ¿Cuál fue la parte que no entendiste?
—Chica, ¿estás hablando en serio? Es decir, ¿realmente en serio?
Ariane se encontraba visiblemente agitada ante la posibilidad de que todo eso proviniera de ella y por el modo en que João prolongaba su agitación. ¡En la mente de ella, él era quien debería haber hecho la propuesta, incluso con un ramo de flores en las manos!
—¡Mira, si no quieres, sólo dilo ya! —dijo ella, sofocada.
—¡Eh, calma! ¡No necesitas ponerte nerviosa! Yo sólo pregunté si…
—¡Nadie está nerviosa aquí! —gritó ella, bueno… extremadamente nerviosa—. ¿Sabes qué? Olvida lo que dije.
Ella caminó irritada hacia la casa. Abrió la puerta todavía escuchando al joven Hanson que suplicaba al fondo:
—¡Ariane, espera, caray! Ariane…
Y cerró la puerta con violencia mientras él decía en un susurro que sólo él podía escuchar:
—Es que sí quiero…
Y João Hanson se quedó allí, pasmado ante la puerta cerrada, más asustado que cualquier otra cosa. Asustado por los sentimientos en su interior. Asustado por las reacciones que provocaban esos sentimientos.
Asustado por las reacciones que ellos provocarían aún.