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João Hanson y Ariane Narin estaban fuera de la casa de la muchacha.
Habían comido arroz con frijoles. Era interesante que Andreanne fuera el único reino de Ocaso donde el arroz era un producto popular. A la postre, se trataba de uno de los pocos lugares que lo producía, pues era uno de los sitios más calientes de Nueva Éter. Devoraron dulces hechos a base de moras, enviados por la señora Hanson. Y durante todo ese tiempo bebieron aguamiel sin alcohol, una mezcla popular que contenía un tanto de miel por dos de agua. En realidad los niños lo bebían con agua y los adultos, con alcohol.
—João… —dijo Ariane, recostada en el césped y mirando las estrellas. Era gracioso cómo los dos parecían una versión un poco más adolescente de Axel Branford y María Hanson, que en aquel mismo instante se encontraban en la azotea de la catedral de la Sagrada Creación.
—Dime.
—Bueno… Es que… ¡No importa!
Él la miró.
—¡Habla, pues!
Detrás de toda su complejidad femenina infantil, Ariane se sentía en verdad avergonzada.
—Es que… ¿Sabes? Quiero hablarte de algo, pero no sé cómo decirlo.
Y ella realmente no lo sabía.
—Me estás preocupando, Ariane.
—No, es que…
—Estás planeando algo, ¿eh?
—¡No, no! —dijo ella, contagiada por su propia falta de paciencia—. ¡No es nada de eso! ¡Ay, olvídalo!
João se incorporó hasta quedar sentado. Ariane hizo lo mismo. El muchacho comenzó a hablar entonces, pero…
—¿Me lo vas a decir de una vez o qué? —su voz se falseó y salió aguda como la de una niña. João apretó los puños de rabia—. ¡Ay, qué lata! —la voz volvió a la normalidad.
Ariane rio.
—¿Por qué a veces hablas agudo?
—No lo sé.
Ella percibió que se sentía apenado. Sonrió y lo besó en la cara.
—No debes preocuparte. Eres un lindo…
Él se avergonzó, sin remedio. Al menos una vez en la vida aquella voz, que insistía en alterar su timbre sin explicación, le había servido de algo. El corazón comenzó a latirle diferente, los vellos se le erizaron y tuvo miedo de sonrojarse frente a ella.
—Bueno, ¿qué me querías decir? —João seguía pensando en que aún sentía la frescura que dejó en su cara aquel beso. Y en que no se podía sonrojar.
—¡Bueno, está bien! —ella respiró hondo y murmuró, más para sí misma que para João—: ¿Quieres saberlo? ¡Lo soltaré rápido! ¿Quieres ser mi novio, João?
El extraño ritmo del corazón del muchacho no disminuyó.