28
–¿Qué hacemos aquí? —preguntó Liriel.
El lugar era un viejo galerón de ángulos irregulares, de esos sacados de las peores historias de horror que se cuentan alrededor de las fogatas. Quedaba en un sitio un poco aislado, cercano al muelle de Andreanne. Ya era de noche y eso no ayudaba a que Liriel se sintiera mejor allí. En verdad sentía una «energía» pesada y concentrada. Una energía de violencia. De crueldad. De cosas malas.
—¿Sabes? Estoy acostumbrada a invadir lugares rudos, pero este me eriza…
—Relájate. Al estar aquí se sienten cosas.
—¡Guau! Tú sí que sabes a dónde llevar a una mujer.
Entraron por el zaguán. Había muebles cubiertos con lonas totalmente empolvadas, cortinas negras gruesas en las ventanas y tablas que crujían a cada movimiento, aun con el más ligero. Suma eso al viento que susurraba entre las rendijas de ventanas que parecían cerradas y las gotas que caían del techo por la filtración del agua de lluvia, y entenderás por qué nadie entraba a ese lugar.
—¿Por qué rechinan tanto estas tablas?
—Para denunciar a los invasores. Aquí nadie ingresa sin hacer ruido.
—Yo lo haría si quisiera.
—No, sólo lo intentarías.
Ella pareció ofendida.
—Ven acá: ¿me puedes explicar qué lugar es este?
—El reformatorio. Antiguamente servía como una especie de… internado. Ellos traían aquí a los jóvenes y…
—¿Reformatorio para quién?
—Bueno… para jóvenes.
—¿De qué tipo? ¿Delincuentes? Sólo aquí en Andreanne habría estado abarrotado.
—No lo digo en ese sentido —él se detuvo, sin saber cómo expresarlo—. ¿Sabes? Fue un reformatorio… durante la cacería.
—¿La Cacería de Brujas? —preguntó ella, sorprendida.
—Sí.
—¿Y a quiénes traían aquí?
—A los hijos de las brujas muertas.
Los cabellos de Liriel se volvieron a erizar.
—Entonces era aquí a donde los cazadores traían a los huérfanos.
—Justo aquí. Esos chamacos sufrían horrores. Los obligaban a aceptar el hecho de que sus madres habían cometido brujería y a negar hasta su nombre. Debían rechazar el apellido familiar y convertirse en niños sin rostro. En muchachos sin identidad.
—¿Y los que se rehusaban?
—Allá afuera podías escuchar sus gritos. Los verdugos no sólo trabajan los días en que hay ejecución. Ellos saben cómo ser malos todos los días.
Snail la guio a un nuevo aposento. Esta vez no había lonas empolvadas. Sólo sillas viejas dispersas en el suelo frente a un estrado improvisado, con un pedestal que sostenía un libro abierto. La iluminación la proporcionaba un candelabro de tres velas que el propio Snail había encendido.
Sin embargo, Liriel sólo prestaba atención al hecho de que la voz de él traía secretos que no eran fáciles de reconocer. Ni asimilar.
—¿Es mi impresión o tú sabes qué ocurrió aquí por experiencia propia?
—Yo no tenía la edad para saber.
Él bajó la mirada. Ella lo notó y preguntó:
—Pero…
—Mi padre sí.
Liriel calló. Él también.
—¿Y por qué estamos aquí?
—Porque fue aquí donde todo comenzó.
Liriel anduvo despacio, juntando las piezas. Una rata corrió entre las tablas de madera e incluso el animal hizo crujir un poco la madera con su carrera. Muy poco, pero lo hizo.
—¿Cómo pudo comenzar todo aquí?
—Imagina que eres un muchacho cuya madre fue quemada como bruja, ¿cierto?
—Sí.
—Imagina que alguien te golpea a cada hora determinada, que alguien te pega todos los días y pone tu cara dentro de un balde con agua sucia, que alguien te obliga a dormir desnudo y lastimado en un suelo mojado, humillado al lado de decenas de otros como tú, en celdas donde no cabe ni un tercio del número que ha caído ahí por casualidad.
—Sí.
—Ahora imagina que todos los días ellos venían con una nueva idea creativa para forzarte a aceptar lo que te proponían. Imagina estar encadenado mientras te arrancan las uñas. Una a la vez. Y que te sirven comida en platos para perros. Y que te queman el cabello con velas, sólo para que experimentes el olor y sepas que es el tuyo.
—… Sí.
—Poco a poco, Liriel, te convertirías en un animal. Dejarías de ser humana, ¿entiendes?
—Y esa debía de ser sólo la primera etapa.
—Sí, esa era sólo la fase inicial. Cuando los niños perdían su identidad, llegaba la hora de que ellos les dieran una.
—¿Y cómo ocurría eso?
—Poco a poco: dividían a los muchachos en grupos. Aquellos cuyas madres habían muerto en la hoguera eran llamados «Fantasmas». Aquellos cuyas madres habían sido ahorcadas eran llamados «Sombras». Es obvio que, en condiciones normales, ningún ser humano aceptaría tal imposición por parte de los mismos opresores responsables de sus tormentos. Pero cuando uno se está volviendo un animal, se aferra a cualquier posibilidad de mantener una identidad. Y participar en un grupo donde todos se encuentran en el mismo barco, por más grotesco que parezca, es una forma de mantener una identidad.
—Me pareces demasiado culto para ser un simple carterista.
—No soy culto. Sólo aprendí… cosas. Mi padre era mucho mejor que yo.
Liriel movió la cabeza.
—Continúa.
—De ahí que hubiera también hombres que hacían… experimentos. Para reforzar ese espíritu, los grupos de jóvenes eran separados en las celdas. Ponían a propósito más Sombras en una celda y más Fantasmas en otra.
—Generaban facciones.
—Sí. ¿Imaginas qué ocurría entonces? ¡En esas celdas, quienes estaban en desventaja numérica acababan por ser exterminados por aquellos jóvenes que los superaban! ¿Entiendes lo que provocaban con las mentes de esos muchachos? ¡Si el tipo era un Fantasma y se encontraba en una celda de Sombras, entonces debía ser exterminado! ¿Y qué determinaba la pertenencia a uno u otro? ¡La forma en que su madre había sido asesinada por las propias personas que los impulsaban a actuar así!
Se hizo un silencio entre ambos, hasta que ella lo rompió:
—¿Y cómo fue que nacieron las sociedades?
—Un día estalló una guerra aquí adentro. Uno de los verdugos titubeó y uno de los grupos aprovechó para tomar las llaves y abrir las celdas. Sorprendidos, sin saber cómo contener a aquellos chamacos entrenados para matar por ellos mismos, la única solución que hallaron los verdugos que sobrevivieron consistió en abrir las celdas del otro grupo y dejar que se mataran entre sí mientras ellos corrían por ayuda.
—¿Y quién se metería en eso? ¿La Guardia Real?
—Tal vez, si hubiera sido otra época. Pero eran tiempos de guerra y nadie habría retirado a los ejércitos del campo de batalla a causa de aquellos bastardos fuera de control.
—Entonces los propios soldados le dieron la espalda a lo que ellos mismos habían creado.
—Más o menos. El hecho es que demasiados muchachos fallecieron ese día sin siquiera saber bien por qué motivo peleaban. Aquellos que sobrevivieron, los pocos que lo hicieron, salieron de allí en la noche. Y así comenzó el «reclutamiento».
—Y nacieron las sociedades secretas.
—En realidad, ellos recomenzaron en parte un culto en el que sus madres se habían detenido, aunque lo hicieron sin entrenamiento de magia. Ninguno de ellos tenía idea con qué estaba lidiando. Y la cosa se fue poniendo cada vez más peligrosa. En consecuencia, la Cacería de Brujas diezmó un problema pero creó otro en su lugar.
—¿Cuándo comenzó entonces la guerra civil?
—Ellos habían sido entrenados para odiarse. Preparados para destruirse. La primera generación e incluso la segunda participaron en ella. Pero la tercera… Los nuevos asociados no habían vivido lo mismo, no tenían el mismo odio. Ni siquiera sabían cómo había comenzado la guerra.
—Entiendo lo que dices.
—Claro que lo entiendes. ¡Eres parte de esa generación! ¡La generación que entró en la historia cuando las que comenzaron como dos sociedades secretas se habían convertido ya en sociedades criminales! Y entonces sí que comenzaron a llamar la atención del rey, pero era demasiado tarde para diezmarlas con facilidad.
—¿Y qué pretendes hacer aquí, Galford?
—¡Nosotros dos somos los únicos supervivientes, Gabbiani! ¡Los últimos de una guerra que se peleó por décadas! ¡Necesariamente debe haber algún motivo para ello! Quiero rescatar los orígenes de todo aquello. Deseo rehacer el ejército joven que alguna vez fue conformado en este lugar.
—¿Has andado bebiendo en las tabernas, negro? ¿Con qué intención pretendes hacer algo así?
—¡Quiero rescatar el espíritu de las sociedades secretas nacidas aquí! ¡Con las pruebas de selección de los más fuertes, con los rituales de iniciación, con la filosofía que envuelve al culto!
—Entonces tú quieres…
—… Recordar a los elegidos de una nueva generación, Gabbiani, cómo fue que toda esa maldita guerra comenzó.