27

Comenzó a anochecer en el Gran Palacio, pero la oscuridad iba mucho más allá de donde la luz de las antorchas no podía llegar. Las diversas comitivas habían sido alojadas, pero los sirvientes reales debían ir en todo momento para allá y para acá en pos de resolver problemas y exigencias que involucraban a culturas diferentes y maneras distintas de lidiar con almohadas, tamaños de cama o ruidos poco agradables para los cuartos vecinos.

El rey Anisio se hallaba en el antiguo cuarto de sus padres, sentado en una silla desde donde observaba la habitación. Por orden suya nada había sido movido en aquella cámara. Todo estaba justo como había quedado desde la última vez que sus padres habían salido aquel último día. Las sábanas polvorientas estaban fuera de lugar. Las pantuflas ocupaban el sitio de las botas. Los ropajes en el armario permanecían a la espera de que alguien los eligiera.

Era como si el mundo se hubiera detenido allí y el cuarto siguiera a la espera del retorno de sus legítimos ocupantes. Nada en ese lugar parecía que volvería a tener vida un día.

Pero la puerta se abrió.

—Hermano…

Anisio miró en dirección a la entrada. Hacía mucho tiempo que él y Axel no estaban frente a frente, sin nadie cerca. Sin dobles. Sin obligaciones sociales. Sin pronombres de tratamiento diferenciados. Sin máscaras. Sin pieles de sapos. Sin ataduras en las manos.

—Axel…

Hubo un silencio entre ellos. Ninguno de los dos sonrió.

—Yo… —intentó decir Axel.

—Tú… —continuó Anisio, observándolo con la misma expresión fría de un hombre ante una ofensa.

Axel miró hacia abajo, pensando en qué decir. Deseó que Blanca Corazón de Nieve surgiera de repente en aquel cuarto, simplemente para hallar una disculpa y abandonar la habitación.

—¿Qué piensas, Anisio?

Hubo una pausa. El rey conocía la respuesta, pero aún así preguntó:

—¿Sobre qué?

Axel apoyó el hombro en el umbral de la puerta y cruzó los brazos para demostrar su incomodidad, los ojos aún fijos en los del hermano.

—¿Crees que aún podremos… recomenzar?

—Arzallum nos necesita. El nombre Branford sigue siendo la base de…

—Sabes que no me refiero al futuro de Arzallum.

Se hizo el silencio. Anisio apartó la mirada de su hermano y pareció pensativo en medio de la mirada que recordaba una ofensa.

—Yo… no sé.

—No digo ahora, Anisio. Digo… un día.

—Tal vez. ¿Quién puede hablar sobre el destino si no es él mismo?

—El Creador.

—No creo que el Creador tenga tanto control sobre nosotros como se pensaría. En realidad, me parece que muchas veces nosotros lo sorprendemos con actitudes que Él jamás esperaría.

—¿Pero no es allí donde está nuestro libre albedrío?

—Sí… —suspiró como si aquello fuera un gran chiste—, nuestro libre albedrío, ¿no?

Axel decidió que, al menos en ese momento, no sacaría nada bueno de aquella conversación y giró para retirarse.

—Axel…

Se volvió y dijo:

—Hermano…

—¿Cuándo me vas a decir por qué? —la expresión de Anisio era gélida.

Hubo otra pausa.

—¿En verdad eso haría una diferencia?

—Lo haría. Para mí lo haría.

Axel quería una respuesta, pero no tenía idea sobre la mejor manera de expresarse. No la tenía.

Anisio, para animarlo, continuó:

—Quiero saber, hermano, por qué, después de todo lo que fue dicho, aún así te embarcaste en ese viaje. ¿Por qué fuiste a las Siete Montañas, Axel? ¿Por qué no me dejaste allá en mi triste destino, si tú mismo dijiste que…?

Axel inspiró a fondo antes de que aquella conversación siguiera cortándole el corazón.

—Era lo que el Creador esperaba de mí —él sabía que aquella no era la respuesta—. Era mi destino.

—No, fue algo más.

—¡Tú eres mi familia, Anisio!

—Pero…

—¡Era mi obligación!

—¡No intentes verme la cara de idiota! ¡Sabes muy bien que no tenías ninguna obligación! De hecho, nunca tuviste obligaciones.

La vieja conversación retornaba. Aquella vieja conversación que sólo se mencionaba en susurros y a puertas cerradas por años y años, cuando las velas del Gran Palacio estaban apagadas. Cuando los sirvientes no andaban por allí. Y cuando hasta los perros guardianes se hallaban durmiendo.

—¡Eres mi hermano, Anisio! Sólo esto sería la mayor justificación.

—No, tal vez sea una de ellas. Si me dices que fuiste hasta allá por culpa, entonces esa será otra. Pero ninguna de esas es la mayor justificación.

—No te diré lo que deseas oír, hermano.

—Lo harás.

—Siento decepcionarte, pero insisto en que no lo diré.

—No digo ahora, Axel. Digo algún día.

Axel se volvió de espaldas. Y habló por encima del hombro:

—¿No lo crees, verdad? No crees que nuestros destinos todavía estén unidos.

—¿Sinceramente? No lo sé.

Axel Branford se marchó de aquel aposento. Había un sentimiento de furia ante la situación. Un sentimiento destructivo que todavía no estaba preparado para enfrentar.

Y a Anisio Branford no pareció importarle ni un poco.