26

–¡Muy bien… señores y señoras… ahora ya saben de qué es hora…! ¡Espero!

De nuevo Ariane Narin controlaba el espectáculo con la competencia de una artista circense. João Hanson brincaba de un lado al otro, observando a su adversario a los ojos como un predador ante una presa que confía en escapar. Héctor Farmer era mayor, más grande y más fuerte. Pero en ese momento nadie diría que el muchacho se preocupaba por eso.

—¡Levanten esas manos! —gritó Ariane.

El público levantó los brazos y agitó las manos. João, con el pecho y los brazos delgados, estaba tan concentrado en andar que no escuchaba los gritos de «¡lindo!» dedicados a él, por más extraño que parezca. Caminó hasta el centro del cuadrilátero, sintiendo algunos de los saludos para motivarlo que le tocaban los hombros mientras avanzaba.

Del otro lado Héctor Farmer, con las lonjas saliendo por los bordes de la bermuda ajustada, le sonreía.

—Inspiren, inspiren… —continuaba la animada «jueza»—. Y ahora, ¡suelten el aire! —resultaba interesante ver cómo el pueblo la obedecía—. ¡Ahora para atrás! ¡Para atrás! —y todos se apartaron en círculo, para delimitar de nuevo el espacio del cuadrilátero.

Los contendientes se colocaron como boxeadores, uno frente al otro, ambos con la mano izquierda lista para golpear.

—¡Y ayúdenme! ¡Vamos, ayúdenme! ¡Cuéntenme lo que ellos harán ahora!

¡Boxe… boxe… boxing! —gritó el público, y se escuchó un ¡bam!

Las personas desviaron el rostro con muecas de dolor. João sintió como si hubiera golpeado a una pared que le devolvía la intensidad del puñetazo aplicado. Alcanzó a ver cosas brillando cerca de los ojos. No sabía decir cómo había sentido Farmer aquella ronda, y…

¡Boxe… boxe… boxing! —se escuchó un segundo ¡bam!

Ariane arrugó la frente, preocupada. João apretó los dientes para evitar morderse la lengua. O gritar de dolor. Una línea de sudor descendió despacio por su rostro.

Y el público prosiguió:

¡Boxe… boxe… boxing! —y un tercer ¡bam!

João mantuvo los dientes apretados. Las cosas que brillaban cerca de sus ojos explotaron esta vez. La mano cerrada se trabó en un acto reflejo y parecía que nunca más se volvería a abrir. Se sintió tonto. Su respiración se volvió pesada; el cuerpo, también. Una lágrima de dolor descendió por la cara de expresión cerrada. Los ojos se apretaron tanto que parecían cerrados.

Hubo entonces la primera pausa, que ocurría cada tres golpes, y los contendientes se apartaron.

—¡Eh! —volvió a ordenar Ariane—. ¡Más alto, gente! ¡Parece que les están doliendo las manos!

El grupo alrededor alzó de nuevo los brazos y comenzó a gritar:

—¡No nos importa! ¡No nos importa!

—Entonces, compañeros —volvió a decir Ariane, con su estridente voz de adolescente—. ¿Quién está adentro y quién está afuera?

João sentía arena en lugar de los huesos de las manos. Pensaba en la seria posibilidad de obtener una fractura grave en aquel combate; en la posibilidad de quebrarse los huesos; de hacer el papel de idiota delante de su grupo, principalmente de Ariane, y de permitir que un sujeto estúpido, que había insultado la honra de su hermana, saliera ileso de la ofensa, con motivos para burlarse de su familia todavía más.

Sin embargo, había un último «pero» que lo hacía meditar en aquella decisión y que estaba por encima de todos los demás: ¿cuál sería la reacción de su padre, un rústico leñador que sustentaba a aquella familia como un hombre auténtico, cuando supiera que su hijo quedó hecho un niño ante alguien que había insultado a una Hanson? El señor Hanson era un hombre rudo, muchas veces más violento de lo que la naturaleza de sus hijos necesitaba, pero João había adquirido el código de honor y la filosofía de vida de aquel leñador. Dijeran lo que dijeran, Ígor Hanson era un héroe para su hijo.

Y fue por eso, fue por eso que aun sin saber si su mano estaba fracturada, João Hanson volvió al centro del cuadrilátero y gritó entre respiraciones pesadas:

—¡Yo estoy adentro!

¡El grupo alrededor gritó hurras! ¡Aplaudió! ¡Pisó fuerte en el suelo! ¡Brincó en forma alucinada! ¡Hizo un verdadero pandemonio! Gritaron su apellido, y ahora sí escuchó incluso algunos de los gritos de «¡lindo!» que lanzaban las niñas.

Y llegó el momento en que se hizo el silencio y todas las atenciones se fijaron en Héctor Farmer. Y fue allí, ¡ah!, fue en ese momento cuando sucedió. Pues entonces João Hanson observó al fin con atención las condiciones de su oponente. Y se dio cuenta de que el muchacho del otro lado era más fuerte, más grande y mayor, pero no más resistente. Vio la mirada de Héctor Farmer, y vio allí también un reflejo de puro susto y absoluto dolor.

Y João Hanson se dio cuenta entonces de que Héctor Farmer tenía miedo. Y por más difícil que resulte admitirlo, adoró esa sensación.

Fue cuando el muchachito de catorce años se sintió en la cima del mundo.

Farmer se sujetaba el puño izquierdo con la mano derecha e intentaba esconder el dolor. Había golpeado con la mano izquierda, igual que João, pues era zurdo. Sus labios estaban apretados y agonizaba todavía más con aquel silencio general que esperaba su respuesta. Había pasado bien por el primer golpe. Había sentido el segundo. Pero el tercero… el último puñetazo le había acertado de lleno en el dedo anular, lo bastante de lleno como para sentir que el dedo palpitaba y se trababa hacia atrás. Si recibía un golpe así de nuevo en esa mano, quién sabe lo que podría suceder.

Pero bueno, si ya fuiste un chamaco y tuviste que pasar por alguna prueba de masculinidad ante un grupo de otros chamacos, sabes que él no podía dar otra respuesta que no fuera:

—Estoy adentro… —dijo, con una voz bastante más desanimada que la de João.

El público gritó, de nuevo satisfecho.

—¡Está bien, gente! ¡Que siga la ronda, compañeros! —gritó Ariane.

El público se posicionó. Y los adversarios también.

Fue cuando Farmer se extrañó al percibir que João Hanson cambiaba la posición para golpear, preparando esta vez la mano derecha.

—¡Eh, no puedes cambiar la mano del golpe! —gritó Farmer.

—Jueza… —dijo João, sin quitar los ojos de su oponente.

—Sí puede… —dijo Ariane—. Es poco común, pero un competidor de boxing puede cambiar de mano para golpear si quiere. Me lo dijo el propio Axel. Es que la mayoría sólo puede golpear con la mano buena.

Y fue entonces, y sólo entonces, cuando Farmer entendió lo que estaba pasando. Los ojos se le abrieron. Las cejas se levantaron. La boca se abrió. La expresión se trabó.

Y Héctor Farmer se acordó al fin de que João Hanson no era zurdo.

¡Boxe… boxe… boxing! —y ¡bam!

¡El dedo anular de Farmer dio un crujido! La mano del muchacho se dobló.

João Hanson, sudado y excitado con toda aquella situación, era pura vibración.

¡Boxe… boxe… boxing! —un segundo ¡bam! ¡Esta vez el dedo de Farmer hizo un crac! El muchacho cayó de rodillas, sujetándose la mano, y las lágrimas comenzaron a brotar. Ariane, estupefacta, animó al coro para contar el knockout:

—¡Uno, dos, tres! ¡Dos hasta seis! ¡Uno, dos, tres! ¡Dos hasta cinco! ¡Uno, dos tres! ¡Dos hasta cuatro! —contaba el público al unísono.

João permaneció allí, de pie, brincando de un lado al otro. Los dientes aún apretados. La mirada todavía fija. Los pensamientos compenetrados.

—¡Uno, dos, tres! ¡Dos hasta dos! ¡Uno, dos, tres! ¡Dos hasta uno!

El grupo de Farmer gritaba y gritaba y gritaba para que él se levantara, pero todos sabían que era demasiado tarde.

—¡Uno… dos… tres! —y el público invadió el cuadrilátero y comenzó a levantar a João Hanson hacia lo alto, como si fuera un campeón de las arenas. Ariane se unió al coro femenino que le gritaba «¡lindo!» a João, e incluso otras cosas que no pretendo mencionar. João le sonrió.

Arrodillado, Héctor Farmer intentaba evitarlo, pero no lograba dejar de llorar de dolor, con el hueso del dedo quebrado. Algunos amigos, que al menos eran amigos también en la derrota, lo levantaron y le ayudaron a caminar para salir de allí. Se sentía mal, humillado, vengativo.

Y fue así, con un lento paso tras otro, oyendo los gritos extasiados dedicados a su rival, y amparado por las mismas personas de las que se avergonzaba de necesitar amparo, como Farmer salió derrotado de aquel terreno baldío, jurando venganza y hacer pagar un día al odiado joven con su misma moneda.

En aquel momento João Hanson se encontraba tan extasiado, pero tan extasiado, que no se dio cuenta.