15
Anisio Terra Branford se hallaba fuera del Gran Palacio, al lado de todos los soldados disponibles, en su mayoría los mejores. Aquella cosa había hecho una inmensa sombra sobre el jardín real, hasta transformar el día en un inesperado eclipse. Todos los presentes observaban de lejos, con sorpresa en los semblantes y los cabellos erizados.
Los arqueros armaron sus arcos y sus ballestas, con las flechas apuntando hacia lo alto.
—Majestad, sólo dé la señal —dijo el capitán.
—No. Todavía no…
El capitán hizo una seña con el puño cerrado y ningún arquero liberó su cuerda.
Poco a poco, despacio y un poco temblorosa, aquella cosa se fue deteniendo. Era inmensa. Inmensa. De lejos parecía un animal oriundo de la especie de los dragones. Pero de cerca… de cerca era algo aún más fabuloso, pues ya no parecía un animal. Más bien no se sabía bien qué parecía. Era como si hubieran puesto …un barco en pleno aire, pero esa es todavía una descripción pobre. Era más como …un monstruo formado de madera y metal, con una cola metálica que giraba lo bastante rápido como para recordar las batidas de las alas de un pájaro cuyo nombre es difícil recordar, pero capaz de detenerse en el aire. En algunos puntos parecía soltar fuego por la nariz. Y tenía una base en cuyo centro había un rectángulo metálico y brillante, y otros dos más chicos en las puntas, que formaban un dibujo que recordaba una cruz. Alrededor del cuerpo metálico corría, de manera ruidosa, una especie de cadena gruesa de metal, la cual giraba a lo largo de la parte externa en el sentido de las manecillas del reloj por un arco en el que brillaba una luz encarnada.
Resultaba increíble la forma en que la cola metálica había dejado de girar, pero aún así aquel inmenso peso se mantenía detenido en el aire.
De las tres placas brillantes en la parte inferior, que recordaban una cruz, el gran rectángulo del centro dejó de brillar, por lo que sólo permanecieron brillantes las dos placas laterales de la cruz. Entonces, poco a poco, el inmenso vehículo alado comenzó a descender, lentamente, oscilando y flaqueando un poco de vez en cuando, como si no estuviera acostumbrado a su propio peso, pero aún así descendiendo bajo la mirada de las personas que mantenían las bocas y los ojos muy abiertos.
Después, todavía durante su descenso, se escuchó el sonido de paneles que eran liberados, como el ruido que hace una gran ventana cuando se abre de una sola vez y de manera brusca.
Los arqueros volvieron a sudar frío y las armas temblaron en sus manos.
—¡Majestad! —volvió a decir el capitán, con una voz más temblorosa de lo que debería.
—Todavía no…
Axel Branford observaba la cosa al lado de su guardaespaldas, el trol apodado entre los hombres como Muralla, el cual no había participado en la ceremonia dentro del salón. Sin embargo, ahora aquella se volvía, en definitiva, una situación en que su presencia se hacía en extremo necesaria.
Se abrieron cuatro compartimentos inferiores, cada uno en la punta de aquel inmenso casco. Algunos nobles intentaron esconderse o protegerse, imaginando que de aquellos compartimentos abiertos saldrían tiros de cañón o a saber qué. Las flechas seguían acompañando el lento movimiento de descenso. El puño del capitán se mantenía cerrado, indicando que nadie debería disparar una sola flecha. Incluso porque a esas alturas nadie sabía ya si las flechas servirían de algo.
Entonces, de los compartimentos abiertos, en vez de cañones salieron engranajes con pies en forma de ruedas de carruajes, pero del triple del tamaño que tendría una rueda de carruaje. Y con un envoltorio con el que ninguna rueda de carruaje había sido revestida jamás.
Despacio, conforme lo permitía el bamboleo del vehículo, las ruedas tocaron el suelo, haciendo que del inmenso pájaro-barco emergieran engranajes de metal para suavizar su inmenso tonelaje. Cuando la base del monstruo de acero tocó el suelo y se sustentó en su peso, se escuchó un ruido fuerte equivalente a centenares de armaduras cayendo al mismo tiempo de una gigantesca repisa. Las dos placas que aún brillaban en los laterales inferiores se apagaron. La nube de polvo que se levantó durante el descenso fue disminuyendo.
Y al fin llegó el silencio.
De cuando en cuando se escuchaba el sonido de las armas de los soldados, moviéndose, o de guardias que cambiaban de posición por orden de sus superiores. El rey Anisio Branford ordenó que se bajaran las flechas y los soldados obedecieron con extrema cautela.
De pronto el barco-pájaro hizo un ruido que recordaba a una puerta que se abría con violencia. Del susto, un soldado se disparó una flecha en el pie y cayó gritando.
Las flechas apuntaron temblorosas hacia aquello.
—¡Ordené que bajaran las armas! —bramó el rey Anisio, con una seguridad en la voz que su propio capitán habría deseado tener.
Todas, absolutamente todas las armas fueron bajadas.
Y el rey Anisio esperó.
Entonces, del nuevo compartimento abierto pareció descender una escalera móvil, sostenida por cuerdas laterales que se desprendían de la nave junto con un pedazo de la base inferior del casco que tocó el suelo, como si fuera un gajo de melón cortado de una fruta perfecta. Cada vez más personas se aglomeraban en aquel jardín, sin saber exactamente si sentirse privilegiadas o no de estar allí.
Y se vio surgir una sombra del interior de aquel casco. Y después a un pequeño ser descender paso a paso por aquella escalera improvisada hasta tocar el suelo y quedar frente a frente con el rey Anisio Terra Branford.
Aquel encuentro cambiaría al mundo.