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Era hora de que corazones en conflicto debatieran.

Un inmenso bufet fue servido en el salón para las comitivas reales que permanecían en el local. Persistía en el aire un ambiente de sorpresa por el rumbo que habían tomado las cosas y un sentimiento de temor por lo que reservaba el futuro al continente de Ocaso. Las comitivas se daban un festín mientras esperaban que sus monarcas conversaran con el nuevo rey. Los siervos reales circulaban con bandejas de un lado al otro y los cocineros reales trabajaban con frenesí.

Para darse una idea, en una mesa montada había una increíble variedad de frutas: moras, grosellas, cerezas, limones, membrillos, granadas. En otra había carnes de puerco, y había una más con pescados, aparte de mucho vino y aguamiel para beber. Incluso había platos con especias difíciles de encontrar, como pimienta, canela y azúcar.

Anisio Branford permanecía en su trono con la corona en la cabeza, ajeno al banquete servido alrededor. Atendía a los reyes y a los monarcas aún presentes, uno a la vez, y escuchaba sugerencias, peticiones, justificaciones o reclamaciones sobre problemas de orden político entre naciones. Allí los tratados se restablecían o se ratificaban, se hacían promesas, aun a sabiendas de las dificultades para cumplirlas en el futuro, y las alianzas se reforzaban aun con la certeza de que parecían venir tiempos difíciles.

Al fondo, Blanca Corazón de Nieve observaba la rica mesa de frutas, intentando decidir cuál sería la mejor opción.

—¿Puedo hacerte una sugerencia? —la voz de Axel surgió a su lado con dos copas de vino en las manos.

—¡Ah, pero claro! —ella asintió con la cabeza y aceptó una de las copas—. Usted es mi cuñado, Axel Branford. Me encantaría escuchar su sugerencia.

—Blanca, por favor, no uses esos términos conmigo…

—¿Qué términos?

—No me hables de «usted», por ejemplo. Dentro de poco me dirás «señor». ¡Serás la esposa de mi hermano, mujer! Por favor, háblame de «tú» o… dime «Axel», sólo Axel. ¡Ya sé, inventa un apodo para mí!

Ella rio. Aquel no era un consejo tan práctico para una Corazón de Nieve. Los nobles eran enseñados a hablar entre sí en la segunda persona formal. En momentos íntimos, sin embargo, algunos utilizaban el «tú», pero nunca en público, porque eso se tomaría como una falta de respeto.

—Eso es extraño para mí, incluso siendo usted… —una pausa—… incluso siendo tú de mi familia ahora. Va contra toda la rígida educación que recibí.

—Entiendo, pero insisto en que lo intentes. ¡Y por el amor del Creador: no hables en mesoclisis! ¡Los escribas ya deberían haber abolido eso de la lengua altiva!

La princesa rio de nueva cuenta. Y bebió más de su copa de vino.

—¡Hablo en serio! —él también rio—. No entiendo por qué hoy en día todavía encontramos a algunos personajes que se presentan como: «Señores, yo soy Olaim Cola de Puerco III, hijo de Olaim Cola de Puerco II, casado con la señora Costilla Porcina IV, y nieto de, bueno, de Olaim Cola de Puerco I».

La princesa escupió el vino que bebía y miró avergonzada a su alrededor, temerosa de las miradas de otros nobles. Y se dio cuenta de que nadie estaba muy preocupado por sus reacciones.

—Te prometo que haré un esfuerzo… Axel.

—¿No suena mucho mejor?

Ella volvió a examinar las frutas.

—¿Tú… —era tan difícil para ella usar el término, que más parecía que la palabra le pesaba—… no dijiste que me ayudarías a escoger una fruta? ¿Cuál sugieres?

Axel metió la mano en una frutera y sacó una manzana roja, gorda e inmensa. La fruta relucía de tan perfecta y ella extendió la mano para tomarla.

—Mira, si esta fruta pulsara, creerían que es un corazón.

—¿Sabes? Empiezo a entender por qué algunas nobles acostumbran traer a colación tu nombre en conversaciones y reuniones particulares entre mujeres. Usted… —se aclaró la garganta—. Tú hablas a veces como poeta, aunque tengas la simplicidad de un aldeano.

—Y eso me define mucho más que ser hermano del rey Anisio Terra Branford, hijo de Primo Branford y nieto de Hans Branford. ¿No estás de acuerdo?

Ella se quedó pensativa durante algunos segundos y preguntó con expresión seria:

—¿Acaso la familia no define también a un hombre?

—Sí, los seres humanos que forman parte de ella, mas no sus títulos.

—¿No debería un hombre heredar el respeto conquistado por sus antepasados y honrar esa conquista?

—Sus actos deben honrar esa tradición, no la exhibición de las credenciales.

Ella volvió a pensarlo y esta vez se mostró de acuerdo.

—No se leen esas cosas escritas en los libros, ¿eh?

—No, porque las personas suelen leer los libros equivocados.

La princesa tomó un membrillo y se lo comió. Percibió que su boca quedó un poco sucia, pero esta vez no se avergonzó por eso. Axel le ofreció un pañuelo.

—Pensé que aceptarías mi manzana… —dijo, sonriendo.

—¡No es eso! —ella se limpió la boca—. Es que no me gustan las manzanas.

—¡Lo dices porque no conoces las manzanas dulces de Denims! Le pediré a Anisio que te dé una en la noche, cuando estén solos. Nunca más querrás comer otra fruta.

La princesa se ruborizó. Su piel era tan pálida que sus mejillas parecían en sí mismas auténticas manzanas.

—Axel…

El príncipe sólo sonrió. Él mismo mordió la fruta.

—Hablando de Anisio, te confieso que quería preguntarte algo sobre mi hermano que creo que me puedes contestar.

—Si no es algo indiscreto…

—Si fuera algo indiscreto, le preguntaría directamente a él.

Ella sonrió y estuvo de acuerdo.

—Dime.

—Antes estuve observando a Anisio y me di cuenta de que tiene una marca extraña en el brazo. Parece un cuadrado cuyos bordes se expanden, hecho con el juego del gato que tanto gusta a los niños. Es un símbolo… Así… —y dibujó en el aire la figura de un #.

—Se trata de un símbolo místico. Yo se lo grabé con su acero.

—¿En serio? —Axel dejó de masticar la manzana—. ¿Y qué representa?

—Magia blanca.

Fue el turno de Axel de escupir el pedazo de la fruta para no atragantarse.

—Princesa, ¿me estás diciendo que conoces… la magia blanca? —dijo, casi en un susurro.

—Conozco muchas cosas, Axel. No siempre leo los libros equivocados.

—Ahora entiendo. Anisio no me quiso contar cómo, pero…

—Exactamente —ella previó el final de la frase—. ¿O cómo crees que se rompió la piel leprosa en pedazos de sapo?

Axel se calló y hubo una pausa. Hubo un tiempo en que su hermano dejó el Gran Palacio y no había regresado. Un tiempo en que fueron dichas las palabras equivocadas y actitudes inconsecuentes acompañaron la reacción. Axel partió con su trol guardaespaldas y su mítica águila-dragón en un viaje personal en pos de su hermano, sólo para encontrarlo como un extraño hombre cubierto por una bizarra y leprosa piel anfibia. Más tarde Aniso se había rehusado a hablar sobre el asunto. Y él aún no tenía idea de qué había roto aquella magia horrenda. Hasta ahora.

—Axel… —dijo la princesa como si lamentara al percibir su reacción.

—Gracias.

Sólo entonces, ante la reacción de él, Blanca Corazón de Nieve se dio cuenta de los frágiles sentimientos que unían a esos dos. Tomó el pañuelo que él le había prestado y limpió la cara de Axel antes de que escurriera alguna lágrima.

Resultaba interesante que ninguno de los dos estuviera interesado ya en lo que pensaran quienes estaban a su alrededor.

—¿Sabes que las lágrimas de un príncipe son ingredientes poderosos en los rituales mágicos?

—¿Es así, princesa? —él intentó sonreír—. ¿Y las lágrimas de los reyes?

Blanca observó al fondo a su padre, Alonso Corazón de Nieve, y suspiró.

—Esas incluso son capaces de purificar un espíritu…

Axel percibió la mirada de compasión de ella.

—Parece que el rey Alonso ya no llora, ¿verdad?

—No. Él es ahora el «Rey de las Lágrimas de Invierno». Las lágrimas que se congelan. Las lágrimas que no caen.

Axel acarició el brazo de la princesa, sin saber exactamente qué decir. ¡Y de repente surgió aquel sonido! Los siervos reales dejaron caer las bandejas y un vocerío seguido de histeria comenzó a apoderarse de todo aquel salón. El rey Anisio se levantó de un salto de su trono y muchos corrieron hacia fuera, o a asomarse por alguna ventana, en busca de una explicación racional para lo que ocurría.

El sonido provenía de quién sabe dónde, fuerte y en parte ensordecedor. Recordaba el restallido de colas de dragones y crecía y crecía y crecía. Crecía porque se aproximaba al palacio. Los guardias corrieron fuera y dentro del Salón Real, gritando cosas a los presentes y, sobre todo, al rey. Era algo que venía del cielo. Más que eso: no sólo mantenía en el aire aquel ambiente de sorpresa por el rumbo que tomaban las cosas, sino también el sentimiento de temor sobre lo que el futuro reservaba para aquel continente.

Algo que nunca habían visto.

Algo que nunca imaginaron que existiera.