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En el campamento humano, en uno de esos días de espera, los soldados corrían de un lado al otro, desordenados, intentando comprender qué ocurría. Había ruido. El tipo de sonido que producirían centenares de láminas pegando sobre escudos, pero lo curioso era que no venía de afuera de la empalizada, sino de los cielos. Era como si las nubes se abrieran para que los semidioses combatieran y el sonido de aquellas láminas chocando reverberara hacia el campo de batalla de abajo. Las mujeres gritaban, imaginando que la empalizada era invadida y que los gigantes atacaban directamente desde su reino de los cielos. Los hombres corrieron en busca de piezas de armaduras dispersas. Cuencos de barro con sopa fueron derribados. Las armas se envainaron con prisa. Los corazones latieron en ritmos diferentes por motivos desconocidos.
Y entonces, cuando las sombras comenzaron a tomar la empalizada, las vieron.
Eran cuatro. Cuatro de aquellas máquinas espectaculares que invadieran Arzallum en plena coronación del rey Anisio Branford y trajeran a Occidente la tecnología de Labuta, la isla gnoma. Las máquinas, conocidas como Vishnús, parecían colmenas y barcos con hélices, y puntos luminosos que desafiaban la gravedad por medio de la aún desconocida magia roja.
Sobrevolaban el campamento mientras abajo grupos de personas señalaban hacia aquello que les tapaba la luz y comentaban sobre lo que no sabían explicar.
—El rey Branford y su comitiva —dijo la capitana Bradamante, al lado del coronel Baxter.
—Sí —respondió Baxter, protegiéndose los ojos con la mano de la luz del sol.
—¿A dónde cree que irá? —preguntó ella.
—Tagwood.
Bradamante asintió dos veces y dijo, en una voz que parecía un suspiro:
—Ojalá.
Uno de los sargentos presentes, sorprendido por el diálogo, preguntó:
—¿El rey Branford no vendrá aquí? —quiso saber, con el temor que ronda al espíritu intranquilo.
—Vendrá —respondió el coronel, como si la presencia o no del rey de Arzallum fuera una mera formalidad—. Pero no ahora.
—Pero, coronel —insistió el sargento—, ¿por qué sobrevolar la zona de guerra si todavía no vendrá a nuestro encuentro?
El coronel Baxter se quitó la mano de los ojos. Iba a responder cuando:
—Para que el campamento enemigo lo vea —la capitana Bradamante respondió primero—. Y sepa que él está presente. Y sepa que Arzallum no está sola.
Los sargentos comprendían. Inspiración era lo que aquellos hombres necesitaban, obligados a entrar en campos de batalla contra hombres dos o tres veces más grandes que ellos.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó otro sargento.
—Esperamos —dijo el coronel Baxter, mientras se apartaba como si tuviera sueño.
Los sargentos permanecieron allí, observando a la capitana. Todos ellos ya habían visto esa mirada de soslayo y la conocían bien. Su campeona tenía otros planes que chocarían con las órdenes de un coronel presente. Y para un soldado lo más difícil no siempre es obedecer órdenes. Es, a veces, saber a quién obedecer.