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–¡Vayan! ¡Vayan y ataquen el flanco de Minotaurus! ¡Ataquen el flanco! ¡El flanco! —gritó el rey a los caballeros cercanos a sí, que observaban las balas de cañón destruyendo paredes de gigantes temerosos.

Como he dicho, los gigantes le tenían miedo a la magia, y las bolas de hierro escupidas por cosas traídas del cielo se equiparaban al imaginario de una bola de fuego escupida por un dragón.

Los caballeros partieron y, de frente a Brobdingnag, sólo quedaron un rey y un maestre enano.

—Parece que sólo somos nosotros dos contra muchos otra vez, maestre Ira.

—Nunca sé cuándo eres audaz o estúpido en el campo de batalla —el enano escupió al suelo cuando la lluvia comenzó a mojarle el cuerpo, aumentando el estallido de las gotas chocando contra el suelo árido—. Al menos prefiero pelear a tu lado el día de hoy que la última vez.

—¿Aunque esta vez estemos ante gigantes?

—Al menos esta vez te encuentras vestido.

Y en una situación absurda, en pleno campo de guerra, sin un caballo y sin aliados ante un ejército de hombres con tres veces su altura, un rey cada día más grande que su propio padre lanzó una carcajada. La risotada corrió en eco por aquel campo de batalla a cada momento más tomado por la lluvia, y estremeció a los gigantes, que comenzaron a temer a dos guerreros tres o cuatro veces más chicos que ellos.

La lluvia que llegaba limpiaba la visión de un campo de batalla inicialmente dominado por la tierra, después por el viento, después por el fuego y ahora por el agua. Los caballeros comenzaron a correr en dirección a los flancos de una Minotaurus asustada, que empezó a caer y caer y caer ante arzallinos feroces que comenzaron a creer que sobrevivirían a un combate prácticamente perdido para contar la hazaña del triunfo.

Pero la lluvia también limpiaba la visión de los arqueros. Las ballestas de Minotaurus se levantaron y sus flechas zumbaron por el campo, matando a mercenarios y a veces a minotaurinos por accidente. Balas de cañón fueron lanzadas hacia ellos, y sólo la posibilidad de ser acertados por una de aquellas armas destructivas ya causaba un caos en un sistema de combate que necesitaba disciplina. Aun así, muchos de los arqueros de Minotaurus armaron sus ballestas y lanzaron flechas afiladas en dirección a los carros de guerra, perforando el heno y matando a los soldados que utilizaban los cañones, hasta dejarlos como restos humanos de una carnicería de buitres dentro de aquellas carretas.

El rey Anisio y maestre Ira partieron solitarios hacia centenares de gigantes asustados y comenzaron a danzar. La espada de Anisio se concentraba en mutilar piernas; el martillo de Ira, en aplastar miembros y aventar unos cuerpos sobre otros. La espada danzaba en el infinito. El martillo giraba en círculos. Uno, dos, tres, diez, quince. Era una visión increíble ver a dos hombres tan pequeños de tamaño poner en el suelo a decenas de seres más grandes, temerosos de sus orígenes, extraños.

«¿Por qué no usar el…?».

Y, si le temían a magias sombrías, todavía no habían visto lo principal.

«Todavía no».

Pero lo harían.

—¡Ahora! —gritó el rey Anisio, y entonces maestre Ira supo que ganarían. El martillo subió y explotó en el suelo en un estruendo sin sentido para quien combatía, pero que significaba una señal para quien estaba en paz.

El único carro de guerra que no estaba vuelto hacia ningún ejército, el único que no tenía a nadie a su alrededor y el único que no había sido alcanzado por decenas de flechas, explotó desde su interior, esparció pedazos para todos lados y reveló a un ser.

Un ser pequeño y con aspecto de tener cientos de años, con una bengala y una apariencia sucia que ni siquiera la lluvia parecía capaz de limpiar. Un ser capaz de hablar con los muertos y murmurar palabras sombrías en campos de batalla, que podrían cambiar los rumbos de una guerra. Un ser conocido entre los hombres como maestre Dunga o Mocoso, pero como maestre Sórdido entre los enanos.

Lo que ocurrió en aquel campo a partir de allí puede ser una invención, compuesto con muchas florituras por los bardos, ¿pero quién podría culparlos por eso? Pues qué decir cuando un maestre Enano de apariencia frágil y sucia surgió de una carroza de heno inútil para… Bien, el hecho es que las palabras fueron susurradas. La lluvia aumentó su intensidad. Todos los corazones presentes se aceleraron.

Y los ojos de maestre Sórdido brillaron con una luz oscurecida y cenicienta.

Fue el momento, el bendito o maldito momento, en que algunos de los muertos se levantaron con el símbolo de Arzallum en el pecho. Muertos sin partes del cuerpo, muertos perforados, aplastados, cortados y con los miembros expuestos. Muertos que se erguían como un ejército que no aceptaba permanecer fuera de la guerra mientras esta no terminara, y que recordaban bien quién los había matado. Los gigantes se paralizaron cuando los arzallinos se levantaron gimiendo en murmullos y comenzaron a cortarles las piernas.

El corcel del rey Anisio se levantó con los ojos igualmente cenicientos y corrió hasta su señor. El rey de Arzallum montó en su caballo-fantasma, y en el momento en que partió como un demonio hacia los gigantes, Brobdingnag supo que perdería aquella batalla.

Los miles de minotaurinos que luchaban del otro lado comenzaron a ser exprimidos en una trampa macabra. La capitana Bradamante y el capitán Gulliver, que avanzaban con gusto para despedazar al enemigo, al fin entendieron otra más de las acciones visionarias y polémicas de su rey.

«Perderemos muchos soldados en ese avance loco, ¿no?».

Al frente del asustado ejército de Minotaurus, el ejército vivo de Arzallum avanzaba. En la retaguardia de ese mismo ejército asustado, el ejército «desmuerto» de Arzallum lo esperaba para matarlo por la espalda.

«Sí. Y hasta cuento con eso para la victoria».

Los arqueros comenzaron a soltar los arcos y a correr como niños, gritando e implorando misericordia y sanidad.

«¿Cuenta con la muerte de nuestros soldados?».

Los soldados minotaurinos descubrieron en la práctica de la locura que un golpe bien dado, usando una espada desafilada como una porra, devolvía a los muertos a… la muerte. Y eso sería relativamente posible de enfrentar si aquel ejército desmuerto estuviera frente a sí. Pero los muertos que se levantaban eran los muertos que ya habían sido pisoteados y estaban en la línea de la retaguardia.

«¡Estamos en guerra, capitán Gulliver! Muchos hombres morirán aquí hoy».

Como si todo fuera esperado.

«Pero garantizaré que sus muertes sirvan a la gloria de este país».

Fue de esa manera como el ejército de Minotaurus comenzó a ser aplastado en dos frentes, hasta que sus soldados desistieron y aceptaron la rendición. Y fue así como seres desmuertos atacaron a gigantes que temían a las magias sombrías, y como caballeros, mercenarios y guerreros lo bastante entusiasmados con la victoria siguieron corriendo para unirse a un maestre Enano movido por la ira y que peleaba al lado de un rey visionario que cabalgaba en un corcel fantasma. Al contrario de los minotaurinos, ningún gigante se rendiría ni aceptaría una rendición, y los que no fueron exterminados ni cayeron con las piernas mutiladas en el campo de batalla decidieron retroceder y huir, en la primera vez en la historia del mundo en que un ejército expulsaba a Brobdingnag de un campo de batalla.

—Anisio —dijo el capitán Lemuel Gulliver, aproximándose a un rey Branford triunfante, pero preocupado—. Su majestad sabe que ganamos aquí pero…

El rey sabía. Todavía había un niño en posesión de Brobdingnag. Y no sólo eso…

«¿Y si más gigantes descienden de Brobdingnag?».

Existía aún la posibilidad de que Brobdingnag descendiera por completo de sus reinos superiores, con lo cual Arzallum no tendría cómo reunir más fuerzas para enfrentarlos ni con la ayuda de sus muertos.

«Entonces rezaremos por un milagro».

Anisio Branford, sin embargo, había visto muchas cosas en esa vida para no creer en esas palabras.

«¿Cómo se reza por un milagro en pleno campo de batalla?».

Y hacerlas valer la pena.

«Haciendo nuestra parte y esperando que el Creador haga la suya».

De inicio, las primeras imágenes en aquel cielo sombrío y lluvioso parecían alucinaciones de hombres que han visto a la muerte muy de cerca. Comenzaban como sombras indefinidas y tomaban por asalto la visión del buen hombre, que aunque sea bueno es capaz de matar en la guerra. Y de desear sobrevivir para ver un día más. El sonido era como el batir de alas de cientos y cientos de pájaros, un silbido suave y al mismo tiempo incisivo, que suplantaba al olor de la sangre alrededor de la tierra mojada de sudor. Ceniza. Y lluvia.

La visión traía alivio a través de la fuerza y del impacto. Sólo eso describiría lo que fue para aquellos hombres ver pasar, por encima de sus cabezas, rodeadas por nubes en círculos de lluvia, la imagen de mil quinientas hadas amazonas, vestidas con armaduras feéricas y con varas de guerra encendidas y listas para el combate, montadas en dragonesas. Guerreras en formas femeninas que traían lo inimaginable a un campo en el que la fe cada vez se disolvía más, de manera tan rápida como la esperanza, que volvió a brotar en el mismo centro del conflicto.

Era eso lo que significaba ver pasar por encima de sus cabezas a mil quinientas hadas amazonas listas para la guerra.

En el centro de ellas, ocho grifos trayendo a lomos a ocho personalidades. Seis elfos acollarados, crecidos y rabiosos en busca de sangre como animales carnívoros recién nacidos. Había un rey elfo con la unión de las cadenas de sus crías en las manos. Y había un príncipe humano, el único del mundo casado con una princesa élfica de Nunca Jamás. Resultaba difícil para las personas abajo reconocer a Axel Branford en medio de aquel pandemonio que delimitaba la supremacía. Difícil al grado de ser casi imposible, a no ser que toquemos los planos de la esperanza que alimenta a los sueños. Pero, en el corazón de uno de ellos, esa certeza era plena e incuestionable. No necesitaba compartirse, sino apenas reverberar dentro de aquel núcleo en vibración. El rey Anisio Branford sabía que su hermano había llegado y que había cumplido el destino que debía cumplir.

«Brobdingnag es realmente un oponente para Arzallum, ¿no es así, mi rey?».

La victoria de Arzallum al fin era posible.