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María Hanson estaba llegando a la Escuela Real del Saber para otra de sus clases. En la entrada, esperando por ella y arrancando suspiros de las alumnas que ya habían desistido de intentar entrar, se encontraba Casanova.

—¿Qué haces aquí? —preguntó María Hanson, sonriente.

—Estoy preocupado por ti aquí, en el centro, María.

María Hanson cambió la sonrisa por una expresión sorprendida.

—¿Por qué estás tan preocupado?

—El mundo se halla en guerra.

—¡Y por eso necesito dar clases! —dijo la profesora, con la eterna convicción que acompaña a la frescura que enriquece a una seguridad juvenil—; necesito mantener la mente de ellos funcionando y ejercitándose, de modo que no enloquezcan en esta situación de crisis.

Giacomo Casanova se le quedó mirando y sonrió con orgullo. Luego preguntó:

—¿No hay aquí estudiantes demasiado viejos para tu clase?

María sonrió. De hecho, en aquellos días algunos padres pedían que parientes mayores o personas cercanas acompañaran a algunos de los alumnos por el temor de que algo les sucediera en el camino hacia la escuela y de vuelta a sus casas. Esas personas acababan pidiendo la autorización de María para asistir a clases y a ella no le importaba.

—No tengo prejuicios: cualquier persona de cualquier edad puede aprender lo que quiera. El profesor Sabino solía decir que la mente también es un músculo y que necesita ser ejercitada. Como te dije: es cuestión de mantener sus mentes funcionando.

—¿Y también podrías mantener mi mente funcionando?

María Hanson sonrió y suspiró. Intentó decir algo más…

—…

Pero en cambio sólo suspiró y sonrió otra vez, rendida.

En definitiva, era una pena que el mundo estuviera en guerra.