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Espadas cada vez más desgastadas chocaron entre sí mientras los hombres comenzaban a gritar entre estertores de muerte.
Asumir una posición puntiaguda exigía una cohesión entrenada. El término se aplica bien a la metáfora de una espada. Funciona así: si la base no es gruesa, no hay cómo comenzar la batalla. Si la lámina es muy fina o sin filo, no cortará. Y si la punta no está lo bastante afilada, no penetrará en el cuerpo del ejército adversario. Luego entonces, el rey Anisio había ordenado la formación de tres batallones. Tanto el rey Segundo como el rey Tercero, así como el propio Anisio, tenían en sus filas soldados de élite y escuadrones suicidas, formados por hombres de poco juicio —mas no militarismo— en la vida y embebidos de ron e hidromiel.
Para unirse a Arzallum en la batalla, el rey Segundo había enviado más hombres de élite. El rey Tercero, que necesitaba más de su élite en Cáliz, envió más soldados suicidas. Y eran estos últimos los que formaban la punta de la espada en que se convirtió la formación de Arzallum. Dos batallones formaban el frente de batalla y estiraban los flancos por medio de los mercenarios llevados a la guerra y la caballería. Mientras tanto, el grupo de élite sería el que cortaría de verdad, pues estaba entrenado para atacar justo en los puntos estratégicos del adversario. Así sucedió. El escuadrón suicida se lanzó con violencia sobre aquella pared de escudos, saltando sobre los minotaurinos directo a una muerte cierta, al encuentro de lanzas afiladas que les sacaban los intestinos. Hubo muchos gritos, insultos y sonidos sordos de metal chocando una y otra vez contra el metal.
El rey Anisio Branford avanzó en diagonal en su caballo de guerra, cortando los flancos al lado de sus caballeros. Aquella no era sólo una buena estrategia, sino la única posible. A final de cuentas, por más entrenado que se encuentre un caballo, no está loco para avanzar de manera suicida contra una pared de escudos llena de afiladas puntas de lanza.
Los guerreros suicidas embriagados sí lo son. Los caballos sobrios, no.
El caballo del rey corrió como la maldita montura de un semidiós y la espada arrancó dos cabezas y chocó contra una, dos, tres, cuatro, cinco láminas y algunos escudos. Anisio guardó la espada y la cambió por una porra que llevaba en la silla, destrozando cráneos con aquella bola de hierro puntiaguda. En el primero, sacó uno de los ojos. En el segundo, un pedazo del cuero cabelludo de un minotaurino. Vio a un arzallino morir sin siquiera ver de dónde venía la lámina que le rasgó el vientre. Escuchó a hombres que gritaban el nombre de sus esposas antes de morir. O tal vez fueran los nombres de sus hijas.
El rey Anisio giraba el caballo constantemente, de modo que el enemigo que avanzara casi no le acertara y, cuando lo hiciera, diera en las placas de metal. Lanzó la porra en dirección de un minotaurino que estaba por atacar al capitán Lemuel Gulliver y la jaló con la espada. Cortó algunas manos y escuchó a otros caballos que pisaban a los enemigos decapitados. La mirada del rey era difícil de traducir. Era la de un hombre que descubría que le gustaba el campo de batalla, el sabor de matar en el campo de batalla. Los caballeros de Minotaurus abandonaron sus posiciones y fueron hacia el combate con los caballeros de Arzallum y, para su sorpresa, los de Arzallum sacaron pequeñas ballestas —del tamaño más chico que existía— construidas por Much, el herrero de Stallia, en especial para aquella guerra, enviadas por el primer ministro Robert de Locksley. Las pequeñas flechas avanzaban como espinas que se clavaban en la yugular. Su poco grosor facilitaba la penetración por las partes más maleables, y Arzallum sabía que la mayoría de los caballeros de Minotaurus no usaba protección en el cuello para facilitar los movimientos. El resultado era de caballeros ahogados en su propia sangre, en el mejor de los casos.
Los arqueros de Minotaurus querían ayudar a la retaguardia, pero el caos ya estaba armado y no había cómo tirar flechas en dirección a Arzallum sin separar enemigos de aliados. Un caballero de Arzallum fue derribado, y el caballo, asustado, acabó corriendo en caótica desesperación en medio de los soldados minotaurinos.
El resultado fue mejor de lo esperado. Todavía en un acceso de locura, comenzó a girar y girar y girar dando coces a diestra y siniestra, sin saber siquiera a quién. Así, una parte de la compacta pared lateral de Minotaurus se rompió, preocupada por no aproximarse al caballo loco o matarlo. Pero si ya era difícil avanzar sobre un hombre en un campo de batalla iluminado apenas por la luz de antorchas y estrellas, imagina sobre un caballo enloquecido, protegido por placas de metal y equipado con herraduras capaces de hundir una nariz humana con una coz en medio de la cara.
Este conflicto provocó el esperado caos. Y los eufóricos soldados de Arzallum descubrieron que su rey tenía razón y el centro de la pared de escudos de Minotaurus parecía fuerte, aunque en realidad era débil. Así que ya no existía, al menos de aquel lado roto de Minotaurus, un concepto sobre qué era lateral y qué era el centro, de modo que la pared minotaurina de soldados, que debía mantenerse firme, comenzó a tambalearse.
Y entre ese tambaleo la tropa de élite de Arzallum entró.
Los soldados bien entrenados comenzaron a avanzar matando cuanto veían, y la pared de Minotaurus —asómbrate— se rompió mientras los enemigos luchaban, pisoteando y tropezando con los cuerpos de los suicidas. Algún minotaurino consiguió al fin matar al enloquecido caballo arzallino, pero las láminas seguían cortando y cortando y cortando, hasta el momento en que perdían el filo. Cuando un soldado ve que el filo de su espada se ha perdido, la espada se convierte en una especie de porra, con la cual comienza a aplastar el cráneo del enemigo en vez de cortarlo.
El rey Anisio continuaba arrancando cuellos, con la armadura manchada con pedazos de cerebro, y a gritar para que avanzaran, avanzaran y avanzaran.
Entonces, en medio del caos instalado, los sobrevivientes del centro de la pared de Minotaurus comenzaron a retroceder cuando su vanguardia comenzó a ser flanqueada por Arzallum. Todos sabían que era así como se mataba a una vanguardia: rodeándola y aplastándola.
La línea principal de Minotaurus, sin embargo, no pensaba quedarse mirando cómo su vanguardia era despedazada y, obviamente, tomaría el frente y avanzaría. Arzallum, con ese avance, tendría a los hombres despedazados por la espalda, pero valdría la pena arriesgar tales pérdidas y volverse hacia la nueva línea que avanzaba para seguir batallando después de semejante estrago. Y valdría la pena mientras Brobdingnag estuviera detenida. La valdría mientras la sangre estuviera caliente, y la confianza, creciente. Así, Victon Ferrabrás ordenó que avanzara la línea principal de Minotaurus. Y así los soldados arzallinos, ya invadidos por la loca sensación del combate enardecido, babearon y desearon la continuidad del próximo embate, atizados por el sabor de la pared destruida. Y fue así como…
—¡En retirada!
… los soldados arzallinos sintieron el conflicto proveniente de la frustración de la orden de retroceder.
—Majestad, nosotros podemos…
—¡En retirada! ¡En retirada! ¡En retirada! —gritaba y gritaba y gritaba el rey, con una orden repetida exhaustivamente por sargentos y subordinados.
Creyendo en el espíritu visionario del mismo rey que los llevó a partir la pared de escudos enemiga, los soldados arzallinos y aliados retrocedieron ante una confusa Minotaurus.
—Emperador —quiso saber un subcomandante—. ¿Se están retirando de manera consciente y estratégica, o en forma desesperada y derrotista?
El emperador Ferrabrás aún no tenía una respuesta.