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La reina Blanca Corazón de Nieve estaba a punto de salir del Gran Palacio cuando uno de sus sargentos, de esos soldados que nunca se sabe si preferirían estar o no en el verdadero campo de batalla con sus compañeros, la llevó de vuelta y la encaminó por corredores ocultos a una de las salidas secretas del lugar.

—¿Quién está atacando Andreanne? —preguntó la reina mientras caminaba apresuradamente, rodeada de gente nerviosa que andaba para todos lados sin saber qué hacer.

—Mercenarios piratas, majestad. Los ataques parecen muy semejantes a los del año pasado.

—¡Aún así seguiré mi ruta!

—Majestad, nuestras tropas están debilitadas con hombres inexpertos que no fueron seleccionados para la guerra.

—¡Quiero que la guardia de este palacio permanezca aquí! ¡Ordena que la actriz tome mi lugar como doble y permanezcan firmes como si la reina estuviera presente!

—Pero, majestad, ¿cómo irá hasta las zonas de travesías en medio de un ataque?

—Cabalgando como una amazona mientras los invasores se dirigen hacia aquí —el sargento estaba por decir algo cuando su reina paró de andar bruscamente y lo miró—: Sargento, ¿comprendes que si esos hombres vinieron aquí en pleno tiempo de guerra es porque desean llegar a este palacio y tomar a tu reina como rehén? Eso sería la clave de la victoria para tu rey en el verdadero campo de batalla —el sargento bajó la mirada—. Pero será un trofeo que no les puedo permitir obtener. Con todo, para llegar a donde necesito llegar para salvar a esta ciudad, es preciso también que ellos se concentren en venir aquí mientras corto camino a caballo. Y piensa en eso como la peor de las hipótesis, pero si acaso nuestros enemigos descubren la farsa a tiempo de impedírmelo, yo misma pondré fin a mi vida antes de que el enemigo me use como trofeo.

El sargento se asustó tan sólo con pensar en semejante posibilidad. La reina abrió la puerta del aposento que daba a los establos y caminó otra vez con un sargento que parecía a punto de sufrir un colapso nervioso.

—Pero, mi reina, no podemos quedarnos aquí luchando, a sabiendas de que usted estará sola.

—Su majestad —dijo una tercera voz surgida en el establo del Gran Palacio, un local muy frecuentado y utilizado por los siervos reales, es verdad, sobre todo por aprendices que atendían y conducían a los caballos hasta sus caballeros, que ya los esperaban.

El sargento y la reina se detuvieron, espantados con la visión. Había casi un centenar de escuderos arrodillados, vistiendo mantos oscuros y con las cabezas bajas.

Sólo uno estaba de pie.

—Su majestad, cada vida nuestra es suya —la voz era la del hombre João Hanson.

Blanca casi sonrió.

—En definitiva no estaré sola, sargento.