50
Snail Galford había sido llevado hasta el flanco del barco, seguido por todos los piratas de Corazón de Cocodrilo, que caminaban agitados en un ritual sombrío. Las antorchas iluminaban la caminata nocturna que, por más que fuera corta, era lenta, ya que Snail había sido soltado de la cadena que lo ligaba a su tripulación y encadenado a una maldita bola de hierro pesada como el diablo que lo obligaban a cargar. El hombre principal de su escolta era el viejo y gordo Smee, antiguo brazo derecho de James Garfio en aquel mismo Jolly Rogers, hoy un viejo en busca de una muerte sin significado en la vida.
—Llegó tu hora de morir, negro —dijo Smee, cuya boca desdentada expelía un tufo de ron.
—Todos moriremos un día, así como Garfio también murió, gordo.
—Sí, él murió, pero Jamil regresó.
—Si calificas de regreso al de ese ser torcido, prefiero morir sin retorno.
—Morirás sin retorno.
—¿No te gustaría ir conmigo? Con suerte visitamos a Garfio y podrás brincar y moverle la cola en Aramis.
Smee escupió en el rostro de Snail y preparó un golpe. En seguida gritó, cuando la inmensa bola de hierro que el negro sujetaba fue soltada y le destrozó una parte de un dedo. Otros piratas llegaron vociferando para apartarlos, y Snail levantó los brazos diciendo que la culpa no había sido de él.
Smee comenzó a maldecirlo en diversos idiomas y siguió cojeando pues quería presenciar el fin de aquel negro.
—Me deberías agradecer. Cojeando de esa forma, tú y tu capitán podrían formar un dueto.
Pasadas las burlas, Snail vio cuál sería su fin: la tabla ya estirada del Jolly Rogers. Colocado al principio de ella, Jamil Corazón de Cocodrilo. Aún así, él no se entregaría tan fácil.
—¿Por qué me miras así? —preguntó Snail, cansado ante la mirada burlona del pirata—. ¿Acaso tengo un ojo pintado en la frente?
Jamil tuvo que reír.
—¿Sabes por qué esperé hasta ahora para tirarte al mar, negro? Porque quería que vieras que de nada sirve que creas que puedes cambiar tu destino. No puedes. Tú no eres ni serás libre jamás, Galford. Eres el tipo más esforzado de la ralea a la que perteneces. Pero sigues siendo de la ralea más baja y no conseguirás llegar más lejos sin personas de la misma ralea que yo o Garfio o Hawkins o Flint para que te digan qué hacer. Al lado de personas como nosotros, serías grande. Pero no quieres estar bajo las órdenes de personas como nosotros, ¿no?
Snail no podía responder con un solo argumento.
—Pero antes quiero que mires a tu alrededor. Aunque tengamos poca luz, puedes reconocer en qué mar morirás.
Entonces Snail observó al fondo y vio numerosos navíos. La desesperación comenzó a arderle en el pecho, porque todo lo que aquel maldito le estaba diciendo cada vez sonaba más difícil, porque sonaba a verdad.
Snail aceptaría morir, pero como pirata. Morir en altamar. Morir lejos de la vida claustrofóbica que siempre había tenido. Y comprender que ni siquiera gozaría de ese derecho le provocaba una sensación asfixiante que lo angustiaba: la sensación de un ser humano que intenta nadar a contracorriente en un mar violento cuyas olas, sin sensibilizarse con los esfuerzos del nadador, lo traen de vuelta al punto inicial en la arena.
Liriel observaba y lloraba porque también comprendía. Los suyos no eran los mismos sentimientos. Las vidas de ambos habían sido en extremo diferentes, pero ella comprendía el sentimiento de Snail. De hecho, por más que la noche se hubiera apoderado del escenario y por más que la vista poco alcanzara a discernir, ellos sabían qué eran aquellos barcos atracados a lo lejos y qué eran aquellos que navegaban a su lado.
Significaba un retroceso. Una maldita remembranza. Era revivir un ataque que todavía no había sido olvidado por un pueblo en busca de una identidad suprema. Y por eso, y también por eso, observó lo que ya era imposible de ser bien visto, y ya no quiso morir en el destino hacia el que se dirigía.
Estaban yendo a Andreanne.
—Al menos, antes de morir, tuviste mi respeto —dijo Jamil, como un consuelo—. Muere pensando en eso.
Snail bajó la cabeza. Miró de soslayo a Jamil y preguntó en tono amistoso, como si ambos fueran buenos amigos:
—Fue un engaño genial aquel, ¿no?
—Sí, lo reconozco. Si no me hubiera agarrado a unas cuerdas y rodado alejándome después de ser arrojado de aquella catedral, merecerías el título de capitán de este navío.
En un último momento, los dos se sonrieron como buenos amigos. El éxito, si no concluido, al menos en aquella vida había estado cercano.
Y fue así como Snail Galford caminó por la tabla del Jolly Rogers hacia la muerte.