43
El tambor de Minotaurus redobló y los soldados de Arzallum se pasaron las manos por la cara. Los gigantes de Brobdingnag comenzaron a hacer sonar sus tambores y la muerte en aquel campo de batalla comenzó a esperar quién la sacaría a bailar.
Minotaurus tomó posición y sus lanceros avanzaron su pared de escudos hacia la pared de Arzallum.
—¡Capitana! —gritaban sargentos y soldados a Bradamante, concentrada en el lado gigante.
—¡Mantengan la pared virada hacia Minotaurus!
—¡Capitana!
—¡Mantengan la porquería de pared, les digo!
Mantener la pared. Bradamante ya había gritado aquella orden cientos de veces y comprendía el recelo de sus guerreros para obedecerla. Brobdingnag comenzó a avanzar por el lado lateral de la pared, que al parecer sería destruida como un castillo de arena en las manos de un niño en el momento que los gigantes cruzaran las áreas dibujadas con sus círculos.
Entonces los lanceros de Minotaurus comenzaron a correr y a avanzar con furia, gritando horrores en dirección a la frágil vanguardia de Arzallum.
—¡Firmes! ¡Sus ballestas! ¡Si moriremos hoy, al menos lo haremos con dignidad! ¡Llévense a minotaurinos con ustedes a Aramis! —gritó el coronel Baxter en medio de la pared.
Brobdingnag también comenzaba a correr al encuentro de los flancos de la pared de Arzallum. Dos ataques que resultarían devastadores. Cerca. Cada vez más cerca.
—¡Capitana! —gritaron los sargentos.
Bradamante ignoró los gritos.
Gritos. Gritos de hombres y gritos de gigantes cada vez más cerca. Los hombres comenzaron a orinarse, rezando a los semidioses mientras procuraban mantener firmes los escudos temblorosos y los intestinos sueltos. Al fondo, Bradamante ya había percibido que sus arqueros habían subido al punto de los montes más altos, donde ella había ordenado.
Aquella decisión sería su fortuna o su desgracia.
Por dentro, ella también temblaba. Pensó en Ruggiero, el guerrero oriental por quien le gustaría sobrevivir para estar con él una vez más, quien la había entrenado en las artes místicas de las que sólo había oído hablar, pero para las que nunca había encontrado un maestro.
Más cerca.
Gritos y voces cada vez más cerca.
—¡Firmes! —gritó el coronel Baxter por última vez.
La pared de Minotaurus chocó contra la de Arzallum en un estallido violento y retumbante. Los hombres comenzaron a empujar hacia el frente en una competencia absurda de fuerza y resistencia, mientras las láminas de las lanzas buscaban espacios entre hombres comprimidos y metales entrelazados.
Bradamante vio que los gigantes de Brobdingnag pisaban en el área donde ella y sus hombres habían trazado los símbolos místicos y las runas. Y surgió el grito que se apoderó de esa zona de guerra de manera mucho más intensa que cualquier corneta o cualquier tambor.
Era el grito de la bella Banshee. Los hurras de la matadora de gigantes. El grito de aquella por quien los hombres quieren morir.
Una vez más la espada se elevó, azulada, y una de las runas de la lámina fue activada por la campeona. El círculo donde fue clavada se encendió como si la luz azulada fuera contagiosa. Boquiabiertos, los gigantes vieron cómo las luces se diseminaban.
Todos los círculos trazados y entrelazados se encendieron.
Al principio todos se detuvieron, sorprendidos, preguntándose qué significaba aquello. Los soldados de Arzallum, incapaces de prestar atención a lo que acontecía a su alrededor, apenas se concentraban en el forcejeo de los choques de las paredes de escudos. Y en los escupitajos y puñetazos y patadas y golpes de lanzas o espadas que venían de debajo de los escudos que chocaban unos contra otros. Los hombres de Arzallum se batían con los de Minotaurus entre las paredes, pasando por encima de los que iban cayendo muertos por los golpes aplicados entre las corazas y las placas de acero. Y todos, incapaces de mirar para los lados, se preguntaban dónde estaban los gigantes en esa guerra.
Los seres de Brobdingnag percibieron entonces que seguían vivos y que la guerra continuaba cerca de ellos. El temor a la magia dio lugar al odio que inunda el corazón de los gigantes en la guerra, los cuales rugieron y partieron como animales. Sólo para descubrir que no podían salir de ese lugar.
Bradamante comenzó a sudar frío cuando se dio cuenta de que aquello en verdad estaba funcionando. Había aprendido con Ruggiero a crear un círculo de gravedad cero, como el que había utilizado para sujetar la cadena de Polifemo a la tierra. Pero no había aprendido a hacerlo con un alcance tan largo ni sabía si esto sería posible o si sus soldados serían capaces de reproducir las runas como había ordenado. ¿Quieres saberlo? Lo habían hecho en forma estupenda.
Y Brobdingnag se hallaba detenida de manera temporal.
Los gigantes, conmocionados, con el temor natural a la magia antigua, se mantuvieron paralizados ante la celada mística. Una gran parte de su ejército estaba presa, como si las piernas fueran ahora de gárgolas petrificadas sobre una superficie azulada que no los dejaba moverse. Agitaban los troncos como esquizofrénicos, y se pegaban en las piernas como si fueran ellas las culpables. De nada servía. Sin embargo, había una gran parte de gigantes que aún no había penetrado en los círculos y, en vez de avanzar, intentaba rescatar a los compañeros presos de los círculos encendidos. Los gritos de desesperación de aquella raza poderosa parecían los de animales atrapados.
Bradamante, con el corazón exaltado, observó a sus soldados, sus fieles soldados, batiéndose contra el ejército minotaurino e hizo una señal a sus arqueros. Desesperados al ver el flanco de la pared de Arzallum abierto hacia ellos, y resistiendo de igual a igual con Minotaurus sin que pudieran ir a destruirla, los gigantes presos en los círculos ordenaron que sus hermanos rodearan el área iluminada y dieran continuidad al ataque. Los gigantes se apartaron y comenzaron a correr, rodeando los círculos azulados, con la intención de arrancar la espada clavada en el primer círculo y masacrar la pared de escudos, que aún resistía.
Cuando la primera flecha perforó el cuello del primer gigante y lo hizo ahogarse en su propia sangre, descubrieron que no resultaría tan fácil.
Los arzallinos comenzaron a gritar y a luchar con mayor vigor y énfasis cuando percibieron que Brobdingnag, por algún motivo iniciado por su amada campeona, no vendría a destruir su pared, al menos no en ese momento. Bradamante, aún junto a su espada, se dividía entre el alivio de ver que un plan suicida daba resultado y la angustia de querer blandir la misma espada al lado de sus hombres en la pared de escudos. Pero sabía que no podía apartarse de aquella lámina clavada. No podía arriesgarse. Para eso necesitaba de la parte más difícil de un ser humano en un liderazgo: confiar a plenitud en que sus subordinados ejecutarían sus órdenes con ferocidad y fe.
¿Y quieres saberlo? Así lo hicieron.
Cientos y cientos de flechas zumbaron por aquel campo de batalla, disparadas por arqueros en posiciones superiores privilegiadas, que apuntaban a los cuellos de gigantes aturdidos y desconcentrados. Las órdenes habían sido muy directas: debían apuntar a los cuellos y sólo a aquellos que no estuvieran en los círculos. La lluvia de flechas producida por mil quinientos arqueros se apoderó del campo, mientras gigantes dispersos y desesperados caían de repente sin entender ni siquiera el motivo de la caída.
Al observar esa escena catastrófica, los arqueros de Minotaurus corrieron por el campo de batalla para tomar las mejores posiciones, donde los ángulos de sus ballestas fueran suficientes para llegar hasta los arqueros elevados de Arzallum. Corrieron pesadamente, con el aire seco dificultando la respiración y el raciocinio. Encontrar esa posición les tomó tiempo, lapso en que los arqueros de Arzallum mataron gigantes como si disputaran un macabro torneo de caza. Pero cuando los arqueros de Minotaurus alcanzaron al fin su posición, el juego comenzó a cambiar. No todas las flechas que saltaban de aquellas ballestas llegaban con la perfección que quisieran a los hombres protegidos en los montes elevados, aunque las que llegaban causaban bajas. Los arqueros arzallinos comenzaron a recibir ataques que dañaban hombros, muslos, clavículas, brazos, rodillas. Se escuchaban gritos en distintas tonalidades, que recordaban dolor y muerte.
Bradamante temió que la suerte de Arzallum cambiara.
Los gigantes seguían intentando rodear los círculos encendidos con runas y los arqueros de Arzallum que los estaban haciendo caer ya no sabían si continuar intentando derribarlos o resistir a los arqueros de Minotaurus, que los atacaban sin parar.
Era difícil tomar esa decisión, pues acaso decidiría la guerra.
Finalmente, evitar derribar a los gigantes significaba que la pared de escudos de Arzallum sería rota y que la batalla estaría perdida. Derribar a los gigantes significaba sacrificarse en aras de la victoria, y dar la vida al atacar a un enemigo mientras otro los agredía sin piedad.
El resultado fue que algunos arqueros de Arzallum siguieron tirándole a los gigantes mientras otros apuntaban a los minotaurinos. Ninguna de esas decisiones era la ideal, pues a final de cuentas, en la adrenalina que se dispersaba, ni gigantes ni minotaurinos eran abatidos con la precisión que deberían serlo, ni los arzallinos estaban completamente a salvo.
Con la división de ataque contra el enemigo, los gigantes al fin comenzaron a rodear los círculos lo suficiente para que Bradamante temiera su aproximación. Y cuando el primero lograra acercarse a ella lo necesario, como ya lo hacía, ella tendría que arrancar su espada para matarlo. Pero quitar su espada de allí significaba cancelar la magia que apresaba a buena parte de aquellos gigantes en la tierra, magia que también sería anulada si ella cayera muerta y la espada quedara tumbada.
Al fondo, el sonido de las paredes de escudos seguía resonando cuando hileras de soldados avanzaban por encima de los cadáveres de las hileras muertas, y de vez en cuando resbalaban en la sangre derramada. El gigante se aproximó más a ella. Y más. Bradamante sujetó el puño de la espada, cerró los ojos y pidió al Creador que le diera un buen pasaje al mundo de los muertos.
Entonces abrió los ojos al escuchar gritos y percibir que los arqueros de Minotaurus caían muertos.
El corazón de la capitana comenzó a desear sobrevivir, aunque fuera, al menos, para contar cuanto estaba presenciando en ese campo de batalla. Tanto en el liderazgo de los hombres que jamás la habían dejado como de los hombres que habían regresado a ella.
El hecho fue que el bando de mercenarios arzallinos, el mismo que había huido del campo de batalla ante la perturbadora visión del ejército de Minotaurus y de Brobdingnag listos para aplastar a Arzallum, había decidido, en la locura inspirada ante la visión de la resistencia, regresar con renovado coraje a la zona de guerra y aprovechaba que los arqueros minotaurinos se habían apartado de su ejército de lanceros para aplastarlos sin darles demasiada oportunidad de resistirse. Finalmente, un hombre que elige matar a otro de lejos lo hace porque sabe cuán limitado es su talento para hacerlo de cerca. El hecho de ver que los guerreros desertores regresaban al campo de batalla después de que tales condiciones se invirtieran debido a los esfuerzos de los guerreros de verdad, causaría asco y desprecio en los soldados de verdad.
Sin embargo, ese día en que el mundo parecía difícil y limitado a los milagros, ver a aquel grupo de mercenarios fugitivos volver al campo de batalla, en un acto que más parecía estratégicamente planeado, resultaba un verdadero deleite para un líder militar.
Al darse cuenta de que los arqueros de Minotaurus eran aplastados por unos seiscientos mercenarios que volvían a la zona de guerra, los arqueros de Arzallum dirigieron de nuevo sus flechas a los gigantes de Brobdingnag antes de que alcanzaran a su capitana. Bradamante vio a uno de ellos caer con una flecha en el cuello a menos de cincuenta metros de sí. Pero el daño estaba hecho. Muchos gigantes continuaban aproximándose como hormigas y no habría forma de que sus arqueros dieran cuenta de todos ellos.
Bradamante tendría que escoger entre luchar y cancelar la magia o morir y dejar su zona de guerra sin su liderazgo.
El mundo todavía era malo y ella aún no tomaba una decisión.
Fue cuando, otra vez, el campo fue tomado por un sonido. Un sonido extremo, violento y sobrenatural, que venía de los cielos. Un sonido característico, pero nunca ordinario ni común. Un sonido capaz de hacer que los ejércitos se paralizaran y retrocedieran.
Un sonido de máquinas que no deberían existir.
Los Vishnú, aquellos que antes habían sobrevolado el campo de batalla por pura exhibición, ahora regresaban. Como en una tregua tácita, la pared de escudos de Arzallum retrocedió y la de Minotaurus hizo lo mismo. Los gigantes de Brobdingnag, que ya se hallaban estáticos ante la acción de la magia antigua y el temor de estar cerca de ella, también retrocedieron, preocupados.
Las máquinas, como siempre, descendieron bamboleándose como si no estuvieran acostumbradas a su propio peso, y lo hicieron en pleno campo de batalla, en el espacio que Minotaurus y Arzallum ampliaban cada vez más al apartarse. Entonces se escuchó el estruendo de aquellas máquinas cuando soportaban su gran peso. Los compartimentos fueron liberados y las escalinatas en forma de gajos de melón descendieron hasta tocar el suelo. Cuando el primer hombre salió de allí, Bradamante comenzó a llorar por ambos lados de la cara, mientras sus hombres lanzaban hurras como campeones. Si tú fueras un soldado de Arzallum, habrías hecho lo mismo.
El rey Anisio Branford había llegado.