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Él seguía el olor.

Era justo como un predador que usara su olfato, rastreando a otro animal a través de un sendero. João Hanson iba con los ojos entrecerrados y la expresión seria tras el rastro de un olor equivalente a una mezcla de azufre con carne quemada. El significado de la perturbadora fragancia era comprensible: en su mente tales eran los olores de las brujas. Y tal era el olor del lugar a donde llegaba.

«La llevaron a un lugar prohibido, cerrado con magias antiguas y construido sobre huesos de hombres entrelazados con huesos de animales».

Era exactamente eso lo que parecía a la distancia. Todo se antojaba nebuloso: había una cabaña que parecía estar en pie desde el principio de la vida; había negrura en el interior de las ventanas, cuyo polvo abrazado a telas de arañas e insectos cautivos en ellas impedía ver el interior desde fuera. En realidad no parecía haber diferencia entre observar la cabaña desde afuera o desde adentro. La impresión que se tenía era que siempre se vería oscuridad.

Los cabellos de João Hanson continuaban erizados. La nariz sangraba. Un lugar de sacrificios, de rituales profanos, de invocaciones prohibidas y manifestación de sentimientos que sólo deberían existir con la justificación de ratificar al ser humano qué tanto mejor es contar con los mejores sentimientos dentro de sí. Había árboles de gruesas ramas y de tamaños considerables, pero con pocas hojas; árboles que se mantenían en pie, pero con apariencia muerta. Los troncos exhibían trazos en forma de símbolos sombríos, los cuales delimitaban el macabro territorio como lo harían los osos.

Y estaban ellos.

Los malditos gólems: los espectros esqueléticos de altura descomunal y con unas piernas más grandes que las otras. Cojeaban como lisiados. Caminaban despacio alrededor de aquella cabaña, como a la espera de algo o alguien. A Hanson le gustó pensar que esperaban por él, pero sabía que no era verdad. Para aquellos seres él era apenas una réplica de un guardián de verdad, que ellos habían partido en dos como si se tratara de una barra de caramelo.

Hanson observó los hilos y buscó al ser andrógino al que estaban ligados. Los hilos desaparecían en la oscuridad de los árboles umbríos que aún tenían algún follaje, como arterias conectadas a los órganos de un organismo vivo a su propia manera. Arrastraban los pies como zombis y saltaban sin vida a la espera de algo que diera significado a sus existencias. Algo que nunca parecían encontrar.

Escondido entre arbustos agrupados, Hanson comenzó a percibir los cambios que ocurrían en su personalidad. La conciencia de una bruja o una «caída» en los alrededores ya lo llamaba. Una vez Ariane le había contado el sueño extraño de una tierra en que los ojos de los caballeros se encendían cuando estaban cerca de seres bestiales; y, para variar, la chica se ofendió cuando él se rio de la seriedad con que ella se tomaba aquella conversación. Esta vez, empero, sus ojos no se encendían, pero era imposible negar que comenzaba a comprender la atracción irracional de un enemigo por otro. Su plexo solar sufría espasmos y sentía crecer una fiebre que hervía en la región abdominal. Aquello comenzaba a hacer que el cuerpo temblara, como alguien que acumula rabia cuando es humillado mucho tiempo por alguien. El olor lo molestaba porque sabía que sólo desaparecería cuando hubiera matado a su presa.

Y lo que João Hanson comenzaba a temer más en aquel momento era que necesitaba querer creer que su preocupación por la mujer a la que debía proteger era mayor que sus ganas de matar a la caída que la capturó.

Rastyara.

Desde el punto de vista estratégico no era mucho lo que se podía hacer. Eran muchos y él no lograría entrar en aquella cabaña sin ser visto. Un caballero común y bien entrenado tal vez lo conseguiría. Un caballero de Helsing, probablemente.

Él, no.

Hanson tendría que escoger a un maldito gólem para atacarlo de manera taimada y entonces los demás sabrían que estaba allí, pues a la postre se hallaban interconectados al mismo ser místico. En realidad, lo correcto sería encontrar a la maldita hada caída, pero una vez más debería luchar contra la frustración de aún no estar lo bastante entrenado para encontrar a una entidad en su propio hábitat. Así, comenzó a escabullirse entre los arbustos espinosos, ignorando el dolor de los cortes. Se arrastraba por la tierra como una cobra y rodaba por detrás de los troncos cuando algún ser grotesco se aproximaba demasiado. Sacó despacio la espada de la vaina.

Y entonces, cuando uno de ellos le dio la espalda, lanzó un grito y corrió en dirección al gólem.

El filo de la espada cortó algunos de los hilos de lo que debía ser la piel de los tobillos, los codos y la espalda, y el ser grotesco chilló, cayendo al suelo y debatiéndose como una mariposa herida, emitiendo aullidos perturbadores capaces de arruinar las noches de un buen hombre. Los otros se agitaron y caminaron con rapidez, en la medida en que sus piernas cojas se los permitían, en dirección al invasor. Hanson vio a aquellos seres espeluznantes avanzar hacia él en ángulos torcidos, y la visión resultó muy parecida a la primera vez que terminó lisiado. Sólo que ahora estaba de pie.

Y el miedo anterior no existía.

Esquivó al primero y le cortó los hilos de uno de los brazos. Recibió un golpe en la nuca y se tambaleó como un borracho. Un brazo fino le sujetó el hombro y él sintió que la región lo quemaba con las típicas espinas presentes en las palmas de aquellas aberraciones. Volteó la espada y comenzó a golpear y golpear y golpear con la empuñadura en vez del filo. El bicho lo soltó y Hanson giró la espada en círculo. La mano del ser bizarro fue cercenada. Hanson adoró sus chillidos de dolor. Entonces lo cortaron en la espalda. Y en los brazos. Uno de ellos se agachó y enterró las dos palmas en una de sus piernas. El cuerpo imploró por el desmayo. Pero la conciencia, la voluntad de cazar y el placer que sentía ante los chillidos de dolor que aquellas criaturas emitían, impedían el desfallecimiento. Le comenzaron a acertar en los brazos con mucha intensidad, como si le lanzaran ramas gruesas. En algún lugar escuchó gritos y reconoció la voz de lady Almirena proveniente del interior de la cabaña, gritando su nombre. La espada cayó cuando uno de los seres andróginos cerró el puño en su antebrazo. Todavía alucinado por el sonido de la voz de la mujer a la que debería proteger, excitado en la misma forma en que un perro lo hace al escuchar la voz del amo, Hanson soltó una de las manos y agarró los hilos que salían de la piel del puño de aquel ser grotesco que le había tirado la espada. Y entonces se llevó los hilos a la boca. Y los rasgó con los dientes como un animal.

Luego agarró uno y otro y otro y otro. Y aun así, mientras aquellos seres bestiales lo golpeaban y lo cortaban por todos lados, Hanson sonreía y adoraba seguir oyendo los chillidos de los heridos. Lo único que le molestaba eran los gritos de su nombre en la voz de ella. Los codos protegían las costillas y la cabeza se mantenía baja en guardia cerrada mientras la paliza continuaba. Entonces él percibió, al fondo, en un tono cada vez más distante, al menos para lo que el mundo se había convertido para él, que el nombre gritado por la mujer a la que debía proteger no era el suyo. Al menos ya no. Era otro nombre.

El de su tutor.

Las imágenes se fueron haciendo turbias, pero aun así Hanson se acordaba de haber visto, antes de que todo se apagara, la llegada de Reinaldo Grimaldi acompañado de Sabino von Fígaro y otros hombres vestidos con la armadura roja que sólo la élite, entre los caballeros que él pretendía llegar a ser, podía usar. Escuchó otros chillidos de dolor de aquellas criaturas y sólo lamentó que él no fuera el victimario. Alguien gritó su nombre, y era una voz tan distante que no reconocía si se trataba de su protegida o de su tutor.

Y mientras más distante se encontraba la conciencia de este mundo, menos importancia parecía tener.

«João Hanson escapó de la muerte tres veces y tal vez su cuerpo haya sido cerrado contra ella. Pero eso no quiere decir que la Banshee lo olvidará».

Antes de apagarse por completo, João Hanson tuvo la impresión de que la pelirroja de rojo lo observaba, pero él tuvo la plena satisfacción de que aún no había llegado el momento de que ella lo viera llorar de nuevo.

Mucho más tarde, los Caballeros de Helsing le dijeron que, cuando lo rescataron de aquel antro oscuro, aunque estaba desmayado, parecía sonreír.