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João Hanson despertó con brusquedad, sin conseguir el descanso que su cuerpo necesitaba para disminuir la tensión enfrentada en los últimos tiempos. Los músculos aún le dolían, la cabeza le latía y parecía tener arena en los huesos. Aun así no lograba dormir y, por algún motivo desconocido, ni siquiera lo intentaba. Se incorporó de la hamaca en que estaba y casi cayó sentado de nuevo.

Frente a él estaba el niño mudo, aquel dueño de un árbol que le había sido dado, el mismo en que João y Ariane grabaron sus nombres como amantes eternos. El corazón de João comenzó a latir más rápido y él sabía que había un motivo para eso.

—Todavía no sé quién eres, muchacho. No sé si eres un buen espíritu o un enviado de brujas sombrías. Pero sí estoy cierto de algunas cosas. Por ejemplo, que te debo algo por el aviso anterior. —Hanson se refería a una aparición en que el niño espectro le mostró que Ariane y su hermana corrían peligro en las manos del mismo conde del odio de quien él más tarde tomó la vida—. Con todo, aún temo tu presencia, pues por lo poco que aprendí, cuando apareces es porque algo no está bien, ¿no?

El niño espectro asintió, con una expresión de tristeza inevitable. João Hanson ponderó su próxima actitud y entonces percibió cómo la vida lo obligaba a madurar con rapidez. Finalmente, el João Hanson de dos años atrás habría evitado aquella situación ante una voz que oscilaba entre un tono grave y otro delgado, a la espera de debatir con su hermana para decidir qué hacer. Pero este movió la cabeza, consciente de su responsabilidad, mostrando firmeza:

—Está bien —dijo, entre suspiros.

João Hanson inspiró a fondo, caminó hasta el espectro, estiró una de sus manos y ordenó:

—Muéstrame.

El niño espectro obedeció sin la mínima vacilación. La mano fantasmal se encontró con la mano física. La nariz del escudero sangró otra vez. Y João Hanson vio llegar el fin del mundo.