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–¡Pared de escudos! ¡Pared de escudos! —gritó la capitana Bradamante a hombres que la obedecían como fanáticos.

Los hombres comenzaron a posicionarse y se oyó el chasquido de los escudos tocándose y encajándose en posición de guerra. El coronel Athos Baxter no cuestionó las órdenes, pero tampoco se sometió a ellas, al apartarse de la tropa con su corcel para observar de lejos el combate que se avecinaba. En la práctica, esa actitud habría sido considerada como una cobardía. Pero en la teoría Athos la justificaría con la afirmación de que un coronel no puede someterse a la autoridad de una capitana que comanda a una tropa en rebeldía.

Ese momento era en particular incómodo para las paredes formadas, porque el viento, el mismo que había creado aquella fascinante geografía mediante su erosión eólica, soplaba y lo hacía con fuerza. Se levantaban nubes de tierra y grava, que a veces cegaban a los hombres. Otras cortaban la piel en las regiones desprotegidas. Otras más llenaban de tierra las vestimentas a través de pequeñas grietas y comenzaban a picar a los guerreros que no podían darse el lujo de moverse demasiado. Hasta allí aún no habían tenido un encuentro con uno de los ventarrones grandes, los cuales tenían fama en aquella región. Pero si aquellas pequeñas ventiscas ya eran suficientes adversarios naturales para Arzallum, también lo eran para sus enemigos.

Del lado de Brobdingnag los gigantes se colocaron en formación de avance. En realidad no existía exactamente esa formación de guerra conocida como «paredes de escudos» por los ejércitos humanos en el estilo gigante de guerrear. Estos no eran tan organizados, militarmente hablando, ni tan extremadamente pacientes. De hecho, se trataba de un pueblo acostumbrado a esperar que los enemigos avanzaran sobre ellos o vinieran a chocar escudos contras sus escudos —de tamaños y proporciones desiguales y nada justas—, pero rompían las formaciones mediante la fuerza bruta y la destrucción constante. Todavía no lo habían hecho con las formaciones humanas sólo porque una hembra había arrancado la cabeza de su principal guerrero frente a los dos ejércitos. Aun así, no era justo eso lo que llenaba de temor a aquellas criaturas, al grado de que sus corazones vacilaban un poco antes del avance.

Lo que les causaba temor era el hecho de que habían visto a una humana utilizar una magia antigua. Es más: una magia antigua de guerra.

Había pocas cosas capaces de asustar al pueblo gigante.

Aquella era una de ellas.

Del lado de Arzallum, la capitana Bradamante sabía que, temeroso o no, si el ejército gigante decidía avanzar sobre su pared de escudos, poco podría hacerse además de rezar por la buena entrada de las almas humanas a Mantaquim. Cuando enfrentó a Polifemo, mientras ambos ejércitos estaban frente a frente a la espera del próximo paso del enemigo, habían llegado refuerzos que se unieron a la formación. De inicio había, del lado humano, tres mil quinientos lanceros, y esperaban a mil quinientos prometidos; algo así como quinientos de esos hombres que aguardaban, en realidad habían llegado y se habían unido a la línea frontal de la pared de escudos que se formaba ya. Hombres que no habían tenido tiempo de embriagarse y escuchaban con rapidez, mediante palabras exaltadas, la hazaña de la campeona de Arzallum momentos antes.

Atrás de la formación militar de los lanceros, listos para proteger la retaguardia y los flancos de la pared de escudos al frente, estaban los mercenarios. En teoría eran alrededor de cinco mil hombres, pero en la práctica ese número era menor, pues muchos estaban enfermos por las condiciones de higiene de una empalizada de guerra o acobardados para demostrar, en la práctica, el dudoso coraje que aflige a un hombre ante un campo de muerte. Muchos pensaban en desertar de la propia formación en el campo de batalla, pero la tropa de quienes se apostaban tras ellos eran un obstáculo que se los impedía.

Los arqueros se ubicaban detrás de los mercenarios. Señores de las temidas flechas, su función era provocar a la formación cerrada de escudos enemigos, a modo de causarle desorden y miedo mientras su propio ejército avanzaba y rompía la pared enemiga, así como eliminar a los desertores que se acobardaran en los momentos que anteceden al combate. Eran mil quinientos y tenían la mejor expresión y la mejor salud física entre los soldados presentes.

Así, Arzallum poseía cuatro mil lanceros, mil quinientos arqueros y un número cercano a los cuatro o cinco mil mercenarios, para totalizar diez mil hombres presentes.

Brobdingnag se componía de cinco mil gigantes, menos un campeón muerto.

Aún así, si se diera una confrontación directa, no resultaría en proporción de dos humanos por gigante para logar una ecuación justa. Cinco hombres bien entrenados por gigante tal vez lo fuera. Dos, en definitiva no. De la forma en que aquello se daría, por más motivado que se mostrara su ejército, Arzallum parecía condenada. Y la capitana Bradamante lo sabía.

—¿Dónde está la enfermera que pedí? —exclamó Bradamante al primer sargento que vio.

—¡Ya se encuentra aquí, capitana!

La asustada enfermera se aproximó poco a poco, al lado de soldados tan llenos de cuestionamientos como ella. De hecho, antes la capitana Bradamante había ordenado a uno de sus soldados que tomara su corcel y corriera hasta la empalizada para traer a la enfermera más fea que hubiera en el lugar, así, sin motivo ni razón aparentes.

La verdad sea dicha, el sargento había cumplido su misión con eficiencia.

—¿Cómo te llamas, enfermera? —preguntó la capitana, sin prestar mucha atención a la joven, que no debía tener más de veinticinco años, aunque parecía mayor.

—Clarabela, señora —dijo la mujer, con el suspiro de quien espera escuchar las risotadas que acompañan al chiste pronunciado.

Pero en ese momento, tan cercano a la muerte, la capitana Bradamante no veía gracia alguna en otros aspectos de la vida.

—¿Tienes algún apodo, Clarabela?

La mujer vaciló, pero ante la seriedad con que su capitana le hablaba respondió:

—Las otras enfermeras me llaman Pata, señora. Dicen que parezco una…

En verdad era una joven de apariencia muy poco agradable, con una nariz que se extendía en ángulos confusos y labios que formaban un pico que se protuberaban como para dar un beso. Su cabello era pajizo, desgreñado y sujeto con horquillas, y tenía manchas en la piel, así como de sudor alrededor de las axilas y en otros puntos ajustados de la ropa. El olor que emanaba era desagradable, pero en ese punto nada distinto al que todo hombre transpira en una zona de guerra.

Pata —dijo la capitana, con la impaciencia que un ser humano que se halla en problemas de verdad muestra ante tonterías que incluso resultarían graciosas si la vida se mostrara más amable.

—En realidad me llaman la Pata Fea, señora.

Bradamante asintió con la cabeza, como si ambas hablaran de algo de extrema importancia. En realidad, la atención de la campeona se enfocaba en la formación gigante, lista para avanzar sobre el ejército humano, de modo que su temor por una posible magia antigua de la guerrera humana se estaba disipando.

—Escucha, Clarabela —se volvió hacia la enfermera, le puso una mano en el hombro y miró al fondo de sus ojos, como si ambas fueran amigas en un mundo justo y bueno—. Lo que voy a pedirte que hagas no será simple, pero sí imprescindible para que todos aquí, o al menos la mayoría, regrese a casa, ¿me comprendes?

La enfermera asintió, aunque no hubiera entendido.

—Dime el nombre de un animal que te guste.

De nuevo la mujer vaciló. Y dijo:

—El cisne, capitana.

—El cisne… —la capitana pasó el brazo alrededor del hombro de la enfermera y la apartó de la mirada curiosa de los otros sargentos y hombres presentes. Caminó con ella en dirección al ejército contrario y señaló la formación enemiga que se veía al fondo. La visión llenó de terror el corazón de la joven mujer—. ¿Qué piensas de eso?

—Aterrador, señora.

—Sí, lo es. ¿Sabes qué pasaría si ya estuvieran avanzando sobre nosotros?

—Probablemente muchos de nuestros soldados estarían muertos.

—Probablemente todos. Incluso las enfermeras.

La joven se aterrorizó aún más. La capitana continuaba abrazándola como a una vieja amiga. Y Clarabela, por un momento, deseó que el mundo fuera de esa manera y que personas importantes como aquella la trataran con respeto y sencillez como en ese momento. En realidad no sólo personas importantes, sino cualquiera que no la juzgara por su aspecto tan fuera de los patrones tradicionales.

—Sin embargo, si pasas por el horrible sacrificio que te pediré hoy, te garantizo que nadie más te volverá a decir Pata. Ni Fea. Porque te habrás convertido en un mito y yo me encargaré de que los bardos canten las mejores canciones en tu nombre.

El rostro de la mujer pareció iluminarse como si el mundo no estuviera en guerra.

—Capitana…

—Ya no serás una pata fea entre los cisnes, Clarabela. Serás, conmigo, una de las mujeres que hicieron historia en este mundo y tendrás tu propio cuento, que será narrado a los niños.

La mujer permaneció en silencio, tentada por la propuesta. Sólo un corazón inseguro sabe en qué consiste que le ofrezcan una estabilidad.

—Serás el cisne más bello entre los cisnes.

La enfermera incluso sonrió, aunque la vida continuara tensa. De repente, al menos por un objetivo como ese, parecía posible vivir. De hecho, resulta curioso cómo el ser humano es capaz de vivir y morir por causas significativamente distintas.

—¿Qué necesita que haga, capitana?

Bradamante adoró aquel tono de voz seguro.

Entonces la capitana de la Guardia Real, campeona de Arzallum y comandante temporal de una pared de escudos, le explicó a la enfermera Clarabela lo que tanto necesitaba de su parte para intentar ganar esa batalla.

Y así se hizo.