26
–Yo vi morir a Radamisto.
La frase tuvo un impacto indescriptible en el equilibrio de Blanca Corazón de Nieve. Radamisto era el inmenso pugilista blanco, el símbolo de la eugenesia y la superioridad pregonada por Minotaurus a quien Axel Branford había vencido con muchos trabajos el año anterior en la final del torneo del Puño de Hierro. En aquella época ambos salieron muy lastimados del combate y Radamisto salió con costillas quebradas que lo obligaron a someterse a una hospitalización inmediata, seguida de una muerte no muy bien explicada. Algunos decían que las costillas partidas le habían perforado el pulmón; otros, que los golpes finales de Axel le causaron una hemorragia en el cerebro, y unos más rumoraban muchas otras cosas, si bien nadie podía afirmar con exactitud el motivo real de su fallecimiento.
Menos Victon Ferrabrás, el autoproclamado emperador de Minotaurus, que no albergaba dudas en cuanto al motivo.
—Radamisto fue envenenado.
Tal era la idea defendida sin sombra de duda por el emperador de Minotaurus, así como el motivo de que su pugilista perdiera la lucha contra su adversario arzallino. Lo más chocante de la frase citada era que no había sido proferida sólo por el emperador de Minotaurus.
En ese momento la decía también Ariane Narin.
—Ariane —dijo una temerosa madame Viotti—. ¿Tienes la seguridad de lo que dices, querida?
—La tengo —dijo la joven, como si fuera la dueña del mundo o el mundo necesitara un dueño en ese momento—. ¡La vi antes de que él muriera! Ella escribió su nombre en un espejo —la frase estremeció a Blanca; era un hecho: los Corazón de Nieve odiaban a las magias que involucraban espejos—. Y después ella me mostró…
—¿Quién es ella? —preguntó una reina preocupada.
—La Banshee.
Aquello era capaz de estremecer hasta al más escéptico.
—¿Qué te mostró? —insistió la reina.
—Cómo sucedió.
Madame Viotti inspiró hondo. Le habría gustado que Ariane la informara mejor sobre esas visiones con antelación, pero también sabía que una joven de su edad difícilmente se concentra en algo por mucho tiempo para recordar cuanto deba ser contado.
—¿Y cómo sucedió? —preguntó la reina, en un tono neutro que no demostraba escepticismo ni credulidad.
—Un hombre de Minotaurus le puso el veneno en su bebida en la mañana, antes de la lucha. Él se sentía un poco molesto, pero aun así luchó. Sólo que, después del combate, la molestia comenzó a quemarlo por dentro y él comenzó a temblar. Hasta que no resistió más y echó espuma por la boca.
Ariane calló y el silencio permaneció dando el tono a aquel Salón Real, hasta que la reina preguntó:
—Ariane, ¿por qué un minotaurino le haría eso a su héroe nacional?
—Porque el rey Anisio le pagó para que lo hiciera.
La reina cambió de expresión de inmediato. Si antes era neutra, ahora asumió la de ofendida.
Madame Viotti se dio cuenta y vio que era demasiado tarde.
—Si tú no fueras una criatura que no sabes lo que dices, en este momento serías aprehendida y acusada del crimen de conspiración contra tu rey.
—Su majestad, pido disculpas por la ofensa, en mi nombre y en el de la niña Narin —reparen en cómo Viotti utilizaba el término «niña» en vez de «joven» para ratificar la justificación anterior de la reina.
—¡Pero yo no ofendí a nadie! —dijo Ariane, de manera peligrosamente impulsiva.
—Ariane, querida, por favor, no empeores la situación —ordenó Viotti, en un tono bajo pero autoritario.
—¿Es que ustedes dos no entienden? ¡Si no me escuchan no hará ninguna diferencia si me callo o no! ¡Andreanne simplemente estará condenada! ¡Y no quiero saber si seré aprehendida, acusada de quién sabe qué o no! ¡Nada de eso importa si demuestro a la reina lo que afirmo aquí!
—¿Cómo probarías una acusación de traición contra tu rey? —preguntó la reina, en tono explícitamente escéptico.
—Puedo mostrarle dónde lo guarda.
—¿Qué?
—El frasco de veneno. Ella me mostró dónde lo guarda.
La reina seguía indignada.
—¿Y tú me lo puedes mostrar?
—¡Ahora mismo, si quiere!
—¿En qué aposento se encuentra eso?
—En el del rey.
La reina llegó a sonreír ante la inocencia de la propuesta.
—¿Quieres que te dé acceso al cuarto donde Anisio y yo dormimos todas las noches?
—Pues sí, ¿cuál es el problema?
Se hizo el silencio. Y madame Viotti, observando la mirada de duda de Ariane, explicó:
—El problema, Ariane, es que su majestad no se sentiría bien al permitir que dos iniciadas en caminos místicos se adentren en un lugar tan íntimo, en el que podrían hacerles… sortilegios.
Ariane suspiró, comprensiva.
—Pero, reina, ¿usted misma no leía libros de magia blanca? ¿Y no sabe que eso existe?
—Sólo que, así como tú antiguamente, y así como la familia Hanson, nuestra reina debe tener muy poco contacto con la magia buena, Ariane, como para confiar a plenitud en dos extrañas —respondió madame Viotti como si la reina no estuviera presente.
—Madame comprende mi conflicto —dijo la reina, en tono de respeto—. Sin embargo, además de eso hay otra cuestión. Como dije, estoy tratando este caso como el de una niña que no sabe lo que dice, pues veo que lo hace con buenas intenciones. Pero si permito que Ariane entre al cuarto real, ella será responsable como una adulta por sus actitudes. Y en caso de no encontrar lo que busca, será apresada por el crimen de tentativa de conspiración, como cualquier otra persona lo sería.
De nuevo se hizo el silencio. Pero no por mucho tiempo.
—Acepto.
La reina y la sacerdotisa miraron a la adolescente decidida y percibieron cómo parecía ignorar las consecuencias de lo que pretendía.
—Acepto ser responsable de mis actos y ser castigada en caso de estar equivocada.
La reina ponderó aquella afirmación decidida y sincera. Y no se demoró en dar su veredicto:
—¡Sea! Los soldados acompañarán a Ariane Narin en pos de lo que dice buscar y realizarán la detención como responsable del acto en caso de que no proceda.
Y en estas condiciones, con estas palabras, Ariane fue conducida al cuarto real por dos soldados que la acompañarían en una búsqueda que representaría para ella un camino entre las peores mazmorras de Aramis o los campos más bellos de Mantaquim.
Ariane entró nerviosa en el recinto, rogando porque su visión fuera tan correcta como su convicción en la misma. La búsqueda, al menos, comenzaba bien: el aposento era idéntico al que le había sido mostrado por la pelirroja de cabellos desgreñados. Entonces Ariane fue hasta el punto del cuarto, detrás de un cuadro, próximo a una consola con un espejo y una llave con punta de estrella colgada en la pared, donde le había sido mostrado que Anisio Branford guardaba el frasco que acabaría con su reputación. Y al mover el cuadro de lugar, bajo la mirada constante y atenta de los dos soldados, Ariane descubrió de inmediato en qué tipo de camino andaba. Y a dónde la llevaría esa senda sombría.