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La lámina de lord Bradamante se encendió con una luz azulada y cobró una vida que no debería tener. Como si el hecho no fuera ya lo bastante impresionante, las runas del círculo trazado en el suelo también se encendieron.

Los dos ejércitos se quedaron perplejos.

La campeona de Arzallum soltó la espada clavada en el suelo y corrió hacia la lanza que más tarde había sido clavada fuera del círculo. La tomó en un movimiento rápido y, bramando gritos de guerra y muerte, se armó con la vara de fresno de punta afilada y corrió como una matadora hacia el cíclope aturdido.

Polifemo, al retomar el sentido de la situación, mudó la expresión y jaló con violencia la cadena para envolver el cuerpo en movimiento de Bradamante y finalizar el combate.

Pero la cadena no se salió de su lugar.

El campeón de Brobdingnag comenzó a desesperarse al percibir que el círculo azulado, encendido con la misma luz que brillaba en aquella espada, funcionaba como una especie de agujero negro que atraía hacia sí cualquier objeto susceptible de ser atraído por la gravedad. Jaló una, dos, tres veces más, y la cadena se pegaba al suelo como dos gemelos siameses, imposibles de separar. Y mientras, aquella maldita se acercaba con su lanza.

Entonces desistió, soltó la cadena y corrió hacia ella para usar sus propias manos. A la hora en que comenzó a correr, los gritos de guerra se convirtieron en gritos de dolor.

Y Polifemo se dio cuenta de que los dos tajos hechos en cada pierna también se encendían con la luz azulada, envueltos en una magia antigua que nadie allí sabría contrarrestar.

El cíclope sintió el que antes era un ardor leve convertirse en intenso, como un toque de brasas, y los gritos perforaron el espíritu de guerra de su ejército pero inflaron el del ejército humano. Bradamante, aún gritando como una poseída, enfiló la lámina de la lanza a la altura de los órganos genitales del enemigo, que cayó aullando tanto, pero tanto, que los alaridos reverberarán para siempre en las Tierras Muertas.

Como por piedad, la campeona de Arzallum retiró la lanza de la región alcanzada y, por tercera vez en una misma lucha, Polifemo sangró.

El guerrero gigante calló, respirando pesadamente como un animal a punto de ser sacrificado. Bradamante tomó su espada, canceló la magia y la runa azulada se apagó tanto en la lámina como en el círculo. Al fondo su ejército aún gritaba como un animal. Bradamante caminó como una señora de guerra en la figura de un dragón blanco andrógino e imponente, y el alma de cada uno de sus hombres caminó con ella.

El coronel Athos Baxter era sólo un rostro en estado de choque, del que no se sabía si deseaba más la derrota o la victoria de aquel combate.

Lord Bradamante se paró ante el guerrero postrado y herido que, aunque de rodillas, resultaba mucho más grande que ella. Entonces abrió el yelmo y, como para recordar que la campeona de Arzallum era una mujer, se lo quitó, revelando el rostro sudado y el cabello empapado, enmarañado y pegado al cráneo. Levantó el puño cerrado de la mano derecha y el ejército de Arzallum guardó silencio ante la orden.

La lord victoriosa ordenó que el bardo Hamelín se aproximara.

Tanto el coronel humano como el jefe de guerra gigante mantuvieron una cierta distancia del desaguisado, pero suficiente para que todo lo que siguió fuera escuchado:

—Pregúntale quién soy —le ordenó ella al bardo, con la voz de una campeona.

El bardo hizo la pregunta en ögr. Polifemo respondió despacio, en la medida en que el dolor se lo permitía.

—Ha dicho que «nadie», mi lord.

Bradamante, con una expresión demoniaca, fue hasta el cíclope, se subió a uno de sus muslos y se agarró de uno de los cuernos del yelmo enemigo con la mano izquierda. La mano derecha agarró la púa que servía de adorno y que cruzaba la quijada perforada de una punta a la otra y, gritando como una bruja loca, en un momento de ira absoluta, la arrancó con un súbito y violento movimiento.

Los dos ejércitos quedaron estupefactos ante el gesto. Y con los gritos. Y aun así descubrieron que aquello no sería lo peor.

—¡Soy lord Bradamante, capitana de la Guardia Real y campeona de Arzallum! ¡Repite eso, bardo!

El bardo repitió, con la seguridad de gruñidos que mostraban respeto en la lengua extranjera.

Cuando el bardo terminó, Bradamante clavó la púa en el inmenso ojo gigante del enemigo.

Sí, sin sombra de duda aquellos gritos probablemente sean escuchados hasta hoy en los ecos de las Tierras Muertas.

Polifemo comenzó a temblar y a sufrir espasmos, luchando contra dolores que ni siquiera un gigante era capaz de soportar. Gruñía y respiraba con pesadez, luchando con objeto de no gritar lo suficiente para aceptar la derrota ante el enemigo. El dolor que debía sentir con certeza era mucho peor que las formas más creativas de tortura de los humanos de Nueva Éter. No obstante, el maldito gruñía y respiraba pesadamente para no dar al enemigo el gusto de su llanto.

La espada de dos manos de Bradamante se desenvainó una vez más.

—¿Quién fundió tu ojo, Polifemo? —gritó como una semidiosa.

El bardo arzallino gritó la traducción igualmente.

El cíclope no respondió, sumido aún entre gruñidos de dolor.

—¿Quién fundió tu ojo, Polifemo? —repitió ella.

El cíclope comenzó a emitir despacio los gruñidos que representaban sus palabras y el bardo las tradujo paso a paso.

—Quien…

Bradamante apretó los dientes.

—… fundió mi ojo…

Y la mano que sujetaba la espada tembló por la tensión.

—… fue…

Apretó los ojos. Y…

—… ¡nadie!

No hubo recelo ni titubeo.

La espada de dos manos hizo un arco tan poderoso, que el filo atravesó más de la mitad del cuello protegido por las gruesas pieles de animales. Cuando la campeona retiró la lámina, la cabeza cayó hacia el frente, sujeta tan sólo por la mitad de la piel. Ella aplicó un segundo golpe. Y con el tercero, el inmenso cráneo por fin rodó, separándose del yelmo.

Para seguir la tradición de los duelos de campeones, Bradamante fue hasta ella y sujetó la cabeza caída por los cabellos desgreñados, levantándola en señal de triunfo, en dirección al jefe militar Geirrord y al ejército de Brobdingnag.

Al fondo, el ejército humano de Arzallum rugía como leones o animales más grandes. Y los soldados de Brobdingnag comenzaron a ver una gigante en aquella mujer.

—Quédate con el yelmo del derrotado como premio a tus servicios, bardo —le dijo al hombre que comprendía el valor incalculable que aquella pieza tendría si lograba regresar vivo a Andreanne para contar la historia.

Lord Bradamante limpió la sangre de la espada, tomó su yelmo en forma de dragón y, con él en los brazos, caminó con firmeza en dirección del obeso coronel Baxter para, una vez más, hacer historia. La mano enguantada tomó una parte del pectoral por debajo del cuello y jaló el rostro del obeso y asustado comandante hasta dejarlo cerca del suyo, antes de gritar a aquella cara gorda:

—¡Quien manda a los hombres de Arzallum mientras el rey Branford no está aquí soy yo! —dijo con intensa furia guerrera, con lo que destronó la moral del superior frente a un ejército enloquecido y dispuesto a morir por ella—. ¡Y si tuviera algún problema con eso, que mi insubordinación se lave a punta de espada!

El eco de la frase reverberó hasta estremecer cada oración a un semidiós piadoso. Bradamante se quedó a la espera de la reacción del obeso coronel, a sabiendas de cuán arriesgado era el terreno que pisaba. Era un hecho que, si ambos regresaban vivos, en vez de ser condecorada como una lord suprema de guerra, Bradamante sería, en realidad, juzgada por rebelarse contra un superior militar y, con certeza, destituida de todos los cargos oficiales, además de que probablemente la expulsarían de la Guardia Real. Pero eso sería sólo si la guerra terminara y ambos sobrevivían.

En ese momento sólo existía una guerrera amada por su ejército, la cual lucharía al frente de ellos y acababa de matar a un campeón gigante legendario en combate directo.

Y fue por eso que los ojos de Athos Baxter bajaron y él se mordió el labio inferior con profunda ira, la misma que invade el espíritu de un hombre acorralado. Al percibir la reacción de sumisión, Bradamante caminó hacia los hombres para los que ya era un mito. Pero al pasar junto al coronel escuchó el cuestionamiento con una inflexión de voz que parecía un susurro:

—¿Dónde?

Entonces ella se detuvo y se volvió para cerciorarse de que su desafío sería aceptado. Observó a su adversario en una postura agresiva una vez más.

Y descubrió que no era un desafío.

—¿Dónde aprendió la magia antigua?

Bradamante miró al coronel de rango vacío con la mirada de desprecio que tal vez él mereciera, o tal vez no, y respondió con despreocupación antes de caminar en dirección a sus hombres:

—Las conversaciones al oído en la cama pueden rendir buenos frutos.

Y fue de esa forma como los bardos contaron sobre el día en que una humana se volvió tres veces más grande de lo que era. En que una batalla entre dos campeones ayudó a definir la historia de la más grande de las guerras. Y en que hombres antes temerosos comenzaron a creer que eran capaces de vencer a seres del triple de su tamaño.

El hecho era que, ese día, el ejército de Arzallum comenzó a sentirse invencible. Y Bradamante adoró aquello.

Era hora de que los humanos mataran gigantes.