23

Bradamante esquivó la bola de hierro cuando hizo explotar un pedazo del suelo donde estaba, levantando tierra, arena y grava. Del lado del ejército de Brobdingnag las bestias fieras gritaron ¡hurra! La bola de hierro en las manos del ogro giró una, dos, tres veces más, y la mujer detrás de la armadura de dragón blanco esquivó cuantas veces fueron necesarias, entre nubes constantes de fragmentos. Entonces la bola de hierro giró en forma diferente y fue lanzada para expandir la liga. La cadena estirada se proyectó como una cuerda hacia los pies de la arzallina, que saltó como en un juego de niños. La cadena de hierro giró trescientos sesenta grados y, de nuevo, ella saltó como en un juego peligroso. Entonces la liga metálica giró de nuevo, ahora con la bola estirada hacia arriba, y la campeona de Arzallum se agachó mientras la cadena giraba por encima de ella, a la altura del cuello, y el adversario desistía de los giros continuos.

Bradamante se irguió y el ejército de Arzallum gritó con vigor ante este hecho. La diferencia de fuerza y tamaño era evidente entre esos dos, pero los soldados en una zona muerta se aferran a cualquier posibilidad de un milagro que se extienda hasta el límite de la fe de cada uno.

De pronto la cadena giró otra vez y la bola erizada de picos partió a velocidad creciente hacia el yelmo del dragón. Bradamante torció el cuerpo hacia atrás como una gimnasta, mientras el arma pasaba por encima de ella, tropezando en el escudo por reflejo, impacto que impulsó la bola de metal a lo lejos. El golpe violento de la misma en el escudo y la tierra bajo los pies del cuerpo torcido le quitaron el equilibrio a la guerrera, y esta cayó sentada hacia atrás en el suelo árido. La bola giró una, dos, tres, cuatro veces más. Y en todas ellas la campeona giró por reflejo y desesperación en el suelo para un lado, para el otro o para atrás.

Polifemo rugió de rabia.

El hecho era que Bradamante se mostraba rápida, extremadamente veloz. Su único peligro era que, ante un cíclope, resultaba frágil: bastaba un solo golpe de Polifemo para que el encuentro terminara. Ella se puso de pie y sujetó la espada en posición de combate con una sola mano, pues la otra no podía soltar el escudo. Su rostro tenía los ojos muy abiertos y su respiración se escuchaba pesada, pero el yelmo de dragón escondía eso y daba la impresión de ser un andrógino lo bastante rápido como para que un gigante lo alcanzara. Los machos de ambos ejércitos continuaban gritando como si la victoria de la primera guerra que abarcaba a todo el mundo dependiera de sus gritos.

Sin embargo, sus líderes mostraban reacciones diferentes.

El jefe militar Geirrord gritaba como un poseído, alentando a su campeón junto con sus gigantes del lado de Brobdingnag. Pero del lado de Arzallum el coronel Baxter se mantenía quieto, serio y al parecer conmocionado, como si sólo entonces se diera cuenta de sus polémicas decisiones y de lo que estaba en juego en ese embate, del cual dependía el coraje de sus hombres.

Polifemo lanzó la bola de hierro sobre lo que parecía ser el cuerpo de Bradamante, pero cuando este se desvió apareció la verdadera intención: el impacto no había acertado en el cuerpo, sino en la espada que sujetaba. El arma salió volando, lo cual fue facilitado por el hecho de que Bradamante la sostenía con una sola mano. El ejército de Brobdingnag gritó de excitación y Bradamante, aterrorizada, aunque de nuevo la máscara metálica no dejara que la desesperación se transparentara, corrió en dirección a la espada caída.

Satisfecho, el gigante giró la cadena, esta vez en vertical, para aplastarla de una vez por las costillas, mientras la enemiga corría.

Sin embargo, la carrera era otra finta.

Cuando la bola fue lanzada hacia la espada caída, Bradamante cambió de súbito la dirección de su carrera y, sorprendentemente, corrió hacia el gigante. Los corazones humanos se fueron a las bocas, y cuando estuvo lo bastante cerca ella se inclinó para tomar una gran piedra y arrojarla.

La piedra aceleró lo suficiente para ganar energía cinética y producir un chasquido al estrellarse contra la quijada de Polifemo. El golpe resultó tan extremadamente violento, que la espina que atravesaba la boca del ogro de un lado al otro se dislocó con brusquedad hacia atrás y presionó la lengua. Polifemo soltó la cadena por el dolor y, gritando, se llevó la mano a la boca para jalar la púa un poco hacia el frente y liberar la lengua presionada.

El ejército humano gritó enardecido como hienas hambrientas que avistan ovejas. El ejército de Brobdingnag comenzó a insultar a Polifemo, alentándolo a dejar de jugar y a hacer su papel de campeón de una nación como aquella. Bradamante no comprendía el idioma, pero sí la intención de esos gritos y le gustaba. La cuestión era que, en el momento en que su adversario no la había reconocido como campeona, y en el momento en que la había tratado como a una hembra sin valor de guerrero, eso le había provocado a él, ante su ejército, la responsabilidad no sólo de lograr una victoria, sino una victoria rápida. Sin embargo, en el campo de batalla él enfrentaba ahora a una guerrera aterrorizada por su tamaño, es verdad, pero que vestía una armadura andrógina, con un rostro metálico, que hacía que cualquiera se olvidara de que por debajo había una mujer y de que, mientras más se prolongara el combate, más comenzaría a volverse irritante y deshonroso para Polifemo ante sus gigantes.

Bradamante tomó una vez más la espada de dos manos mientras el enemigo se recuperaba de la certera pedrada. Polifemo mostró los dientes y corrió como lo hace todo hombre del monstruo de un mal sueño. Bajo la armadura blanca la guerrera esperó. Y esperó. Y esperó. Y otra vez de súbito se zafó el pesado escudo del brazo izquierdo y lo sujetó de manera displicente. El gigantesco cíclope, que venía a una velocidad frenética, levantó la bola de hierro por la horquilla de la liga de la cadena, como una inmensa pesa de hierro, justo como una persona enojada sujeta un vaso de metal, lista para aplastar a un insecto sobre el cual tiene aversión de poner la mano; pero cuando iba a bajarla sobre la cabeza del enemigo, Bradamante aventó el escudo en dirección a su inmenso ojo.

Por reflejo, el cíclope puso el brazo libre al frente y lo cerró, con lo que bajó la bola sin precisión. Se escuchó un estruendo cuando el escudo pegó en el brazo gigante y otro cuando el suelo árido de nuevo vio nubes de grava, tierra y arena levantándose por el impacto de la bola de hierro.

Mientras tanto lord Bradamante ya no estaba allí: había corrido por un lado del gigante en dirección contraria y, con la espada en ambas manos, hizo un tajo considerable a la altura de la pantorrilla derecha del cíclope.

Cuando se viró hacia ella, Polifemo sintió el ardor en la pierna y percibió que sangraba delante de su ejército. La campeona de Arzallum no tenía más de un metro setenta centímetros de altura. Polifemo, casi seis. Aun así, en aquel combate, a cada momento él se sentía cada vez más pequeño.

Ningún narrador, ningún bardo, ningún contador de historias sería lo bastante competente para describir la reacción humana de un ejército que ponía el alma en el corazón de una lord campeona.

Geirrord comenzó a insultar a Polifemo otra vez y le ordenó que terminara con eso. Y que lo hiciera de inmediato.

Polifemo estaba lleno de ira, de furia, de descontrol. Si el enemigo hubiera sido un guerrero normal, un campeón tradicional que causara respeto y una batalla considerable, todo aquello estaría dentro de lo previsto para una lucha entre dos campeones. Pero no lo era. Nada allí lo era. El hecho era que el cíclope se había rehusado a reconocer la condición de campeona del enemigo e intentado disminuir la importancia de aquel combate, de un duelo de campeones, a un desafío común de guerra, donde los candidatos a héroes desafían a los campeones de otro ejército y casi siempre son decapitados antes de darse cuenta.

La sangre en su pierna no reflejaba nada grave, pero la herida moral que le había provocado era enorme. Al frente, Bradamante pasaba la espada de una mano a la otra como burlándose y retándolo a tomar su espada. Por debajo del yelmo cerrado, los ojos de la capitana otra vez se mantenían muy abiertos y desesperados, ante la adrenalina de una persona que se sabe en la línea entre la muerte violenta y la gloria eterna. Sin contar con que el corazón batía con tanta violencia que parecía golpear el pectoral.

Con todo, el objetivo dio resultado y Polifemo lanzó con violencia la bola de hierro en dirección a la espada de dos manos cuando el arma saltaba hacia la mano derecha. Era un movimiento de rabia: el tipo de embate de quien no piensa antes de atacar. A la postre, Bradamante era diestra y Polifemo ya lo había percibido. Y por más que la guerrera estuviera preparada y lo desafiara, sería mucho más difícil para ella hacer lo que quisiera si intentaba retirar la espada cuando el arma saltara hacia la mano izquierda.

Aprovechando su buena mano, Bradamante agarró el cabo de la espada en el aire y giró con violencia para chocar la lámina contra la gruesa cadena y producir un considerable estruendo metálico. Otra vez, aprovechando el momento de sorpresa, la guerrera vestida como dragón blanco corrió en dirección al gigante y saltó para asestar un violento golpe. Polifemo soltó la cadena y preparó un contraataque que probablemente rompería el cuello de la campeona en el impacto, aunque llevara el mejor yelmo del mundo.

Pero otra vez se trataba de una finta.

Mientras el gigante esperaba un ataque superior, Bradamante aprovechó la poca fricción provocada por el suelo de tierra y se forzó hacia el frente en dirección al suelo, de modo que se deslizó como una carreta de bueyes sin frenos. Pasó a un lado de la pierna izquierda del cíclope. Y le hizo otro tajo en el camino.

Polifemo se dio vuelta y percibió que volvía a sangrar. El ejército humano volvió a hacer un pandemonio. La algarabía silenció al de Brobdingnag, que miraba perplejo.

Bradamante corrió hacia la lanza, clavada cerca del círculo que había marcado anteriormente en la tierra en su oración antes del combate. Corrió como si el mundo ya fuera de ella, como si el mundo fuera perfecto y el más débil fuera capaz de vencer al más fuerte si así lo creyera y no se mostrara débil, aunque tuviera miedo del combate.

Sin embargo, el mundo no era así.

Tal vez por el calor, tal vez por el peso de la armadura, tal vez por la tensión de un combate mortal o por el colapso que implicaba cargar la moral de una nación a sus espaldas, ella sintió una punzada en la pierna, sintió calambres y gritó, mientras corría a tropiezos. El ejército humano gimió. El de los gigantes gritó.

Y Polifemo partió con los gritos.

Bradamante estaba rendida. Una mano sujetaba la espada, la otra la pantorrilla, como si el toque tuviera propiedades curativas. De nuevo la cadena giró con violencia, esta vez en horizontal, por encima de la cabeza del cíclope, y la bola de hierro puntiaguda partió en línea recta de forma devastadora.

Hamelín comenzó a estremecerse de emoción al percibir que él sería el bardo que contaría al mundo la batalla en que una lord humana engañó a un campeón gigante con tres fintas a lo largo de una misma batalla que se recrearía por siempre.

Otra vez Bradamante se deslizó un poco, hasta parar en el círculo que había trazado. Entonces, cuando esquivó la bola de metal que pasaba en su dirección, la espada sujeta con ambas manos avanzó hacia la cadena, pero ahora en un movimiento que llevaba cincuenta por ciento de probabilidades de no acertar. Y cincuenta por ciento de hacerlo.

La lámina partió en dirección a la serie de anillos entrelazados que unían el ligamento flexible de metal, anillos tan gruesos que era posible que la lámina de una espada humana de dos manos pasara entre ellos. Entonces la campeona giró la espada, de modo que lámina y anillo se entrelazaran. La lámina apuntó hacia abajo y Bradamante clavó la espada en el círculo.

Polifemo se quedó tan desconcertado, que tardó en mostrar la reacción contraria: la de jalar la cadena de regreso y tomar la espada de las manos enemigas. Durante ese sobresalto Bradamante se arrodilló y puso la palma de la mano izquierda frente a una de la runas que hacía poco menos de un año había sido grabada por ella en uno de los lados de la lámina. Entonces susurró palabras olvidadas en un antiguo y místico idioma oriental.

Y aquello sucedió.