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Bradamante giró varias veces la espada por la empuñadura en busca de la mejor posición, y aun así no se sintió confiada en ninguna de ellas.

Los ejércitos estaban en un área propicia para el silencio que precedía a la muerte y el vacío que entraña los peores círculos. Eran aquellas las Tierras Muertas y eran aquellos los campos áridos que enterrarían a los muertos sin ceremonias, cubiertos por el polvo soplado por el viento continuo que aullaba como preámbulo a los malos destinos.

Del otro lado Polifemo, el cíclope de los cuentos sombríos, preparaba su arma como un artesano ante su ópera prima o un artista confiado por años de consagración. Aquella arma del gigante era legendaria debido al misticismo que inundaba el corazón del hombre aterrorizado que, feliz o infelizmente, sobrevive para contar la historia. Se trataba de una cadena poderosa con una inmensa y pesada bola de hierro sujeta a la punta, tan marcada y tan rayada, que resultaba difícil identificar en cuántas batallas había participado. Había muchas manchas de sangre seca alrededor de la esfera metálica, y no siempre de sangre roja, con lo que se evidenciaba que los cráneos aplastados no sólo eran de seres humanos. O brazos. O costillas. O quién sabe de cuántas formas puede un cíclope aplastar a un enemigo. Las cadenas también exhibían manchas, con lo que se apreciaba que al enredarse en las gargantas habían hecho que los enemigos vomitaran cuanto podía ser expelido de un cuerpo asfixiado por una fuerza que no debería existir.

En ese momento Bradamante se hallaba arrodillada y parecía rezar a algún semidiós preferido para que trajera a un alma afligida la energía de la guerra. La capitana tomó un puñado de tierra y lo restregó en la palma de la mano enguantada con las manoplas de acero. Vestía la armadura completa que le quitaba el aspecto femenino, sobre todo cuando se bajaba la visera, lo que la dejaba con una máscara metálica y sin vida. Esta vez utilizaba las alas, las grebas, las rodilleras y los escarpes, prescindiendo sólo de la capa gris, ya que pensaba que las capas eran buenas para que un campeón desfilara ante hombres que necesitaran de una figura que los inspirara, mas no para blandir una espada en un combate real que destruyera esa inspiración. El yelmo tenía la forma del cráneo de un dragón blanco y la máscara sin vida simulaba la cara de una fiera metálica.

De hecho, la armadura resultaba magnífica de ver incluso para el enemigo, y sería su gloria máxima si Arzallum venciera al campeón adversario ante ambos ejércitos. Bradamante, por encima del corazón acelerado por debajo del corselete de cuero y de las placas de metal reforzadas con cal, se aferraba a esa posibilidad. Y sólo a esa.

Al fondo, tanto el coronel Baxter como el jefe de guerra Geirrord se colocaron cada uno de espaldas, en dirección a sus ejércitos, lo bastante apartados para no pisar un campo de batalla que sería lo suficientemente destructivo para llevarse con él a testigos que se hallaran demasiado cerca. El bardo Hamelín, por ser el único capaz de repetir la misma frase en dos idiomas, tenía la responsabilidad de iniciar el combate y esperaba, con la garganta seca, la aproximación de los dos lords de batalla.

Polifemo se aproximó con un estrépito de cadenas. El cíclope era una visión violenta: usaba anillos hechos con las puntas de armas de campeones de otros reinos derrotados, los cuales ocupaban cada mano de seis dedos. En ocasiones más de una vez. Tenía además la maldita espina que le atravesaba el maxilar de una punta a otra, pasando por debajo de la lengua. Utilizaba pieles gruesas de animales difíciles de ser imaginados como armadura, por encima del pectoral de cuero. En la cabeza, un yelmo con cuernos. En las rodillas, fajas amarradas hechas con pedazos de trapos de estandartes enemigos remendados.

Y nada más.

Al fondo, Bradamante seguía de rodillas, repitiendo palabras que parecían oraciones y haciendo un dibujo con la punta de la espada en el suelo árido. El símbolo era un círculo con runas grabadas en ideogramas de lenguas orientales. Tenía el escudo acoplado al brazo izquierdo. Detrás de ella, en el suelo, estaba una lanza hecha con una vara de fresno, pero de un tamaño mayor que el de una tradicional.

Polifemo comenzó a insultar a la campeona de Arzallum con los peores nombres para hacerla abandonar el ritual y comenzar la lucha, pero Hamelín no los tradujo.

Entonces la campeona de Arzallum se irguió y guardó de nuevo la espada en la vaina, ante lo cual los gigantes se carcajearon de disgusto y desdén. Soltó el escudo por un momento y sujetó con ambas manos la lanza tras de sí. Luego la clavó con impacto algunos centímetros detrás del círculo que había hecho en el suelo.

El ejército gigante mostró la misma reacción.

Cuando al fin se aproximó al enemigo que la esperaba, el bardo Hamelín inició el discurso que le había sido pasado. Primero habló en la lengua altiva de Arzallum y después en la ögr, de Brobdingnag:

—Lord Bradamante, campeona de Arzallum, este es lord Polifemo, campeón de Brobdingnag, que se presenta aquí para un duelo de campeones ante las naciones de Arzallum y de Brobdingnag.

La máscara con el rostro metálico del dragón blanco asintió.

El bardo repitió la frase en la lengua gigante, se volvió al cíclope y dijo en lengua altiva:

—Lord Polifemo, campeón de Brobdingnag, esta es lord Bradamante, campeona de Arzallum, que se presenta aquí para un duelo de campeones ante las naciones de Arzallum y de Brobdingnag.

Entonces repitió la frase en lengua ögr y Polifemo, otra vez, susurró gruñidos en su lengua.

El bardo se quedó sin saber qué hacer.

—¿Qué dijo, bardo? —la voz sofocada fue emitida bajo la máscara de dragón.

—Dice que no te reconoce como campeona, lord Bradamante.

—Dile que si cambia de idea no le arrancaré la cabeza delante de sus hombres por pura misericordia.

El bardo le repitió aquello al cíclope y de nuevo se escucharon gruñidos.

—Dice que aún te reconoce como «nadie», pero que a falta de un campeón de verdad acepta partirte las costillas y lamerlas delante de nuestro… de tu ejército.

El ser sin rostro retiró la espada de la vaina, con el sonido característico que resuena de una lámina desenvainada, y mantuvo el escudo en el brazo izquierdo. Al frente, el grotesco de más de quinientos kilos dejó que un poco de la cadena que sujetaba la bola de hierro se escurriera lo suficiente para girarla y demostrar que estaba listo.

El bardo traductor se apartó con rapidez y desesperación, como si el mundo llegara a su fin. Los ejércitos lanzaron hurras y comenzaron a gritar desde ambos lados de las Tierras Muertas.

Se inició así el combate entre los dos campeones.