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Tanto una como la otra, ¿pretenden que crea que esta niña es capaz de semejante vocación? —preguntó la reina Blanca tras escuchar el relato de las visitantes.

—Sí, su majestad —respondió madame Viotti.

La reina se quedó pensativa, ponderando lo que para ella era increíble. Y así tenía que ser. Ariane observaba el Salón Real con cautela y se sentía tan nerviosa en presencia de la reina, que casi no conseguía mostrarse entusiasmada.

—Consideremos —dijo Blanca Corazón de Nieve de manera lenta y en tono pausado—, sólo consideremos, que lo que me han dicho es verdad, ¿está bien?

—Sí, su majestad —alentó la sacerdotisa.

—Consideremos que esta joven sea una chica tan especial como me quieren hacer creer en momento tan propicio. ¿Cómo recibiría ella tales mensajes?

—A través de sueños, majestad —respondió la sacerdotisa.

—¿Entonces ella soñó con lo que me estás revelando?

—No —respondió Ariane sin previo aviso, arrepintiéndose de inmediato de su tono irritado.

La reina se volvió hacia ella. Su conflicto era visible. Blanca era una persona dulce, a quien le gustaban los niños y los adolescentes, y la mayoría de las veces los trataba de manera sencilla. Sin embargo, la presión a la que estaba siendo sometida como reina la obligaba a tomar decisiones sin su marido: decisiones que traerían la gloria o la desgracia para Arzallum y que la estaban transformando en una persona a la que ella no le gustaba ser.

—¿No? —preguntó la reina y se mantuvo concentrada en Ariane, para indicar que quería escuchar explicaciones directamente de ella.

—A veces tengo sueños, ¿me entiendes? ¡Sólo que a veces los tengo despierta! ¡En el fondo también parece que sueño, y entonces no siempre sé diferenciar bien una cosa de la otra!

—En otras palabras, ¿tal vez esas visiones no pasen de ser sueños comunes?

—No, no me estás entendiendo.

Blanca Corazón de Nieve se sintió asombrada por un momento ante el tratamiento poco ceremonioso de Ariane. Al percibirlo, madame Viotti dijo:

—Ariane, los reyes y las reinas nos hablan de «tú» a los plebeyos, pero nosotros debemos referirnos a ellos como «su majestad».

Ariane hizo una mueca.

—¿Ah, sí? ¿Y cuándo alguien tutea a un rey?

—Cuando también es un rey, pues se tratan como iguales.

—¿Pero en la Escuela Real del Saber no aprendemos que «su majestad» está ligado con la forma como decimos los verbos usando el «tú»?

—Sí, mas sólo cuando no hablamos con reyes o reinas.

—Ah. —Ariane titubeó, en una conclusión que en condiciones normales le resultaría excitante, pero que en ese momento le sonaba burocrática y sin sentido ante la urgencia de lo que debía ser comprendido.

Ciertamente, la nueva generación odiaba aquellos pronombres de tratamiento, cada día más inútiles.

—Pero, reina —y entonces Ariane se detuvo, temerosa—. ¿Puedo decirle reina?

Blanca se relajó y sonrió, como hacía tiempo no lo hacía. Se acordó de las conversaciones con Axel Branford y de cómo el príncipe real la forzaba a utilizar el «tú» con él, y de cómo una actitud tan simple le parecía tan difícil a ella.

En ese momento también le pareció un detalle en extremo burocrático y sin sentido.

—Claro, Ariane.

Y Ariane también sonrió al darse cuenta de que la reina de Arzallum se había grabado su nombre.

—Pero, reina, entonces, cuando nosotros soñamos, nuestra cáscara se abre, ¿entendió?

La reina frunció el ceño y miró a Viotti a la espera de la misma reacción. La sacerdotisa sonrió sin mostrar ningún diente.

—¿Cómo es eso?

—Nosotros podemos ser nuestro verdadero yo, ¿entendió?

La reina aún no sabía cómo tomar lo que le había sido dicho como verosímil, pero aquella chica, de alguna forma, comenzaba a cautivarla.

—¿Y cómo es nuestro verdadero yo, Ariane?

Madame Viotti alcanzó a abrir la boca para explicar a la reina lo que Ariane quería decir de una manera más «culta». Pero Ariane, ignorando a la sacerdotisa, prosiguió la conversación a su manera peculiar.

—Mire, Axel es mi amigo, ¿sabe?

—¿Lo es?

—Sí, él enamoraba a mi mejor amiga, ¿sabe? Quiero decir, está Taruga también, pero María es mi amiga primero, ¿comprende? —entonces Ariane se dio cuenta de la confusión de lo que decía—. Mire, quiero decir que él sólo enamoraba a María, ¿entendió? ¡No es que él anduviera enamorando a las dos! Caray, ni la miraba, ¿no? Taruga tiene mi edad y lo amamos, pero somos muy chicas para él, ¿no? Y yo tampoco andaría jamás con un ex novio de una amiga mía, ¿no?

Madame Viotti se rascó la cabeza a la espera de la reacción de Blanca Corazón de Nieve. La reina se irguió y sonrió. Era un hecho: sabía que una adolescente tan impulsiva y transparente no intentaría decirle algo que no fuera verdad o al menos que no creyera que fuera verdad.

Madame Viotti suspiró con la reacción.

—Pero, reina, yo supe por Axel que, en la época en que fue tras el rey Anisio, lo encontró distinto.

Blanca cerró la expresión, imaginando cuánto habría dicho Axel.

—¿Axel comentó eso contigo, Ariane?

—Bueno, conmigo, conmigo, no, ¿eh? ¡Pero sí con María! Y, bueno, yo sé hacer que María me cuente las cosas, ¿no? ¡Aunque no siempre lo logro, está bien! ¡Pero a veces sí!

—Bien. ¿Pero qué tan diferente supiste que estaba Anisio?

—Supe que estaba preso en una piel leprosa de anfibio, como si fuera la piel de gente quemada, con una costra horrorosa.

Blanca estaba conmocionada al descubrir que aquella chica en verdad sabía lo que decía. Madame Viotti tomó la palabra:

—Su majestad, tanto yo como Ariane estuvimos en la catedral de la Sagrada Creación cuando nuestra extrañada reina-hada Terra exterminó a Babau, la bruja que marcó al rey Primo Branford.

Blanca abrió mucho los ojos.

—¿Estuvieron allí?

—Sí —dijo Ariane, mirando hacia abajo—. Esa bruja… ella mantuvo prisionero a mi novio prometido, ¿sabe? —y ella tocó su cordón de compromiso con João Hanson, en caso de que la reina no creyera que ella sí era una novia prometida—. Y le hizo cosas malas a él y a su hermana María, ¿sabe? ¡Esa de la que hablaba! ¡La que enamoraba a Axel!

—¿Entonces son los hermanos de la macabra Casa de los Dulces? —preguntó la reina con seriedad.

—¡Eso! —Ariane respondió en un impulso—. ¿Tú… No, disculpe… usted «sabía» de ese caso, reina?

—También sé hacer que Axel me cuente cosas. No siempre lo logro, pero a veces.

Ariane lanzó una risa franca, al comenzar a creer que Blanca Corazón de Nieve era lo máximo.

—Pero, Ariane —de nuevo madame Viotti tomó la palabra, con la intención de hacer que ninguna de las otras dos divagara—, explícale a la reina Blanca por qué utilizaste el ejemplo del rey Anisio.

—¡Uf, sí! Pues entonces Axel dijo que, cuando estuvo frente a su hermano de esa manera… grotesca, pobrecito, en la que estaba, aún necesitó algo de tiempo para reconocerlo, ¿sabe?

—Entiendo.

—Si usted hubiera visto al rey Anisio en esa forma, tengo la seguridad de que usted también.

—Lo vi —cortó la reina.

—¿Cómo? —preguntó Ariane, confusa.

—Lo vi así —dijo la reina con frialdad—. Y fui yo la que rompí la magia negra.

Las dos visitantes quedaron estupefactas. Ariane se sintió eufórica al enterarse de un secreto real en voz de la propia reina. Parecía que alguien le había dado el secreto de la vida.

Madame Viotti mantuvo una postura seria.

—Su majestad, entonces, ¿conoce de magia blanca?

La reina vaciló un poco, como si evaluara si no estaba revelando demasiado a dos desconocidas. Decidió seguir el corazón y la intuición que pulsa por debajo de los latidos y respondió:

—Sólo lo que he leído.

Madame Viotti estaba en verdad asombrada.

—Su majestad sería una gran iniciada.

La reina observó a Viotti con una expresión neutra, sin revelar lo que una frase como esa le decía. Ariane repitió:

—Pero, reina.

—Dime, Ariane.

—¿Entonces, así como Axel, usted percibió que era Anisio, digo, el rey Anisio cuando lo vio en esa forma?

La reina suspiró y admitió:

—Sí, lo percibí. De hecho lo reconocería aunque estuviera bajo otras formas y nadie más lo hiciera.

—Porque la señora reconoce el verdadero yo de él, ¿entiende?

Entonces la reina levantó las cejas, sorprendida por no haber notado el obvio razonamiento al cual aquella niña la conducía y que ella había olvidado. Era una persona culta, había leído bastante sobre aquellos asuntos, y el único obstáculo que le impedía creer en aquellas dos era la imposición de no equivocarse en un momento de crisis como ese.

Pero era un hecho: estaba cautivada.

Madame, Ariane, necesito que entiendan: no dudo de que ambas sean mujeres de conocimientos místicos en los cuales todavía soy una aficionada, si bien pasé por las suficientes situaciones traumáticas en mi vida para saber que la magia existe en este mundo y no siempre corriendo en buenas manos. Dicho esto, me gustaría que entiendan que no dudo de las capacidades visionarias de Ariane, pero necesito evaluar la necesidad de basar en ellas decisiones que cambiarán el mundo. Sería absurdo que una reina de Arzallum tomara providencias para eventos que aún no suceden con base en profecías dichas por cualquier persona que se presente en este palacio y se diga una visionaria.

En la forma en que la reina ponía la situación resultaba difícil no comprenderla.

—Su majestad, comprendemos su decisión —dijo madame Viotti, haciendo una reverencia y forzando a Ariane a hacer lo mismo, aunque la muchacha no estuviera muy satisfecha con eso—. Nosotras sólo teníamos la obligación de avisarle.

—Preocupación que agradezco, sabia sacerdotisa —y la reina hizo una reverencia más contenida, en señal de despedida.

Madame Viotti ya jalaba a Ariane fuera del Salón Real cuando, cerca de la salida, la adolescente se zafó de manera abrupta de su maestra y preguntó a la reina en tono enfático:

—¿Y si yo probara que mis visiones son correctas? —la reina volvió su atención a la chica y se mantuvo envuelta en titubeos esperanzados y silencios improductivos—. ¿Y si se lo probara ahora?

El corazón de madame Viotti comenzó a latir más rápido y le rezó a su sagrada Creadora para que su discípula en verdad supiera lo que hacía.