12
Axel Branford estaba sentado en el balcón de uno de los cuartos de la Torre de Vidrio, a muchos y muchos y muchos metros del suelo, tan alto como los ojos humanos pueden distinguir, pero aun así se sentaba en el balcón con una de las piernas dobladas debajo de él, como si fuera capaz de volar como un elfo niño que anduviera por allí. Andaba sin camisa, con sólo una tanga de las utilizadas por los indios locales.
—¿Sabes? Si te caes de ese balcón, morirás —dijo la princesa Livith, aproximándose, vestida con un ropón de seda con dibujos tribales bordados con hilos de otro tan finos, que más parecía una vestimenta noble.
—¿Y si acaso tú cayeras, no?
—Yo jamás caería de allí.
El príncipe rio. Y volvió a observar el horizonte eternamente asoleado y demasiado fantástico para existir.
—¿Ustedes las elfas hacen alguna cosa normal?
—¿Cómo «normal»?
—Normal para los patrones humanos.
—¿Por ejemplo?
—No sé. Cosas como despertar con la cara arrugada o roncar después de una noche de mucho vino, o hablar con los bebés en forma graciosa, o ya sé: ¿ustedes se refieren unas a otras con apodos?
La elfa comenzó a reír ante esas observaciones curiosas.
—¡Uf! Despertamos con un aliento agradable. Un aliento dulce.
—Ah, sí, ahora me siento mucho mejor como ser humano.
—No sabemos qué es embriagarnos, no importa la cantidad de vino que bebamos.
—Está bien, ganaste: cambiemos de tema.
—Y de vez en cuando usamos apodos.
Axel percibió una cierta timidez en ese comentario. Y se sintió bien por reconocer algo de humano en aquella cultura.
—¿Ah, sí? ¿Y cómo era tu apodo? —era visible que estaba ávido por la respuesta.
—¡Jamás te lo diré!
—¡Oye, soy tu esposo! Tengo derecho a saber secretos.
—Hemos estado casados por muy poco tiempo para compartir secretos de ese tipo.
Ella sonrió, y a él le gustó otra vez reconocer sentimientos humanos femeninos en aquella elfa. Movió la cabeza en aceptación del hecho, aunque dejara claro que no desistiría tan fácilmente de la respuesta. Volvió a observar el horizonte y preguntó:
—¿Las elfas amazonas pueden volar si quieren?
—Somos instrumentos de guerra. No es posible que cohabiten en un mismo cuerpo guerrero tanto la furia necesaria para la guerra como la pureza necesaria para la flotación.
—¿No?
—¿Crees que sí lo sería?
—Cada día tu cultura me enseña que nada es imposible en tierras como estas.
Ella se aproximó y Axel pensó que lo tocaría, pero en vez de eso ella sólo se sentó frente a él en el balcón, de una manera mucho más confiada y confortable que la de él.
—¿Cómo enfrentaron ustedes a Brobdingnag?
—¿En qué sentido?
—Tú me dijiste que los humanos los enfrentaron en la tierra y que ustedes los enfrentaron en el cielo. Si las hadas amazonas no vuelan, ¿cómo lo hicieron?
—Cabalgando.
—¿En qué? ¿Grifos?
—Dragones.
Lo juro: Axel casi se cayó de aquel balcón.
—¿Entonces las elfas amazonas cabalgan en dragones?
—Sí, pero sólo en tiempos de guerra.
Axel volvió a observar el horizonte infinito, como si buscara entre grietas mal iluminadas la sombra de seres por encima de la comprensión.
—¿Y dónde estarían esos dragones?
—Adormecidos en los mares de Nunca Jamás, hasta que los volvamos a llamar.
Axel volvió a observar el mar en calma, danzando en forma de pequeñas olas, e intentó imaginarse a los dragones durmiendo debajo de las aguas azul oscuro. Lo intentó y bastante. Juro que lo intentó.
Aun así no lo consiguió.
—¿Y cómo saben cuándo es la hora de despertar?
—Por la conexión que tenemos con ellos.
—¿Es una habilidad feérica?
—No, una conexión hecha a través de un ritual.
—¿Y cómo se realiza ese ritual?
—Grabamos en la criatura, con un molusco que se encuentra por aquí, los tatuajes tribales, que contienen el nombre de la niña elfa y de su futuro dragón.
—Entonces esos tatuajes tribales que tienes…
—En realidad son escritos élficos.
—Pero si fueron grabados cuando bebés, ¿cómo…?
—Los tatuajes, cuando se graban con las pequeñas garras y las enzimas liberadas del molusco, crecen junto con la piel.
Axel bajó del balcón y se acercó a ella para observar mejor. Había reparado en que Livith poseía esos escritos en la espalda, pero que eso no era una regla entre las elfas.
—¿Y hay otra forma de grabar esos escritos?
—Existe una ostra que también posee una pinza en tus tierras. Pero, con ella, el tatuaje adquiere el color de la piel y no se nota.
Axel tocó el hombro de ella, con la intención de apartar el cabello violáceo del cuello, y sintió que ella se estremecía como si le extrañara el toque.
—¿Puedo? —preguntó, al percibir el extrañamiento.
—Claro —la elfa sonrió; aquellos ojos de plata eran difíciles de desviar—. Es que los machos y las hembras se tocan poco en nuestra cultura.
—En la nuestra se tocan todo el tiempo.
La elfa continuó sonriendo y ella misma apartó el cabello para que él mirara los tatuajes atrás de su cuello.
—¿Qué significan esos escritos?
—LIVITH AP LYANDA —al menos eso fue lo que Axel entendió de la intención con que ella lo dijo.
—¿Es el nombre de tu dragón?
—De mi dragonesa.
Axel levantó las cejas, sorprendido, y Livith, curiosamente, pensó que el movimiento era fascinante. Las cejas élficas eran apenas una pequeña línea casi imperceptible.
—Ustedes mueven esa parte del cuerpo —dijo ella, encantada, como si Axel fuera un alienígena.
—Pero —continuó Axel, sin percibir el súbito encantamiento de ella—, ¿cómo se escoge el dragón?
—Dragonesa —dijo ella, de manera displicente, aún concentrada en las cejas de él.
—Cierto. La dragon… Oye, ¿hay algo malo en mi cara?
—Por el contrario —ella sonrió una vez más y volvió al tema—: en realidad sólo cabalgamos en dragonesas. Las hijas de la dragonesa que dio origen a todos los demás. Las hijas del dragón de Éter más poderoso de todos.
—¿Realmente estás hablando de…?
—De las hijas de Tiamat.
En definitiva no sé cómo Axel Branford no cayó por aquel balcón.