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Los ojos se mantenían cerrados mientras sentían la lluvia que le empapaba el cuerpo arrodillado. Y desnudo.

Había un olor a orquídeas en el aire, y dicen que las orquídeas son las flores con el mejor olor del mundo. Aquel muchacho ya había sentido un aroma muy semejante a chocolate y fresa en orquídeas raras. Por eso resultaba irónico que, en ese momento, sintiera de nuevo algo parecido.

Finalmente, cuando era un niño, ese olor solía recordarle lo mejor de la vida.

Después de casi haber sido sacrificado en un ritual de magia negra por una bruja caníbal, ese mismo olor pasó a recordarle lo peor.

João Hanson sentía que su espalda era desgarrada y no gritaba. Escurrían lágrimas de dolor. Los dientes estaban apretados. Los dedos se retorcían hasta trabarse y se ponían a temblar.

Detrás de él, el hada caída seguía dibujando en su espalda algo que él no veía. Sentía que el trazo era hecho con un pedazo de tejo común, un árbol de savia y follaje venenosos. Mientras tanto, aquel pedazo de madera en la mano de aquella hada caída no era de una rama, sino que se convertía en una varita de utilidad mágica.

Curiosamente el tejo, al tiempo que se componía de taxina, un alcaloide venenoso, también tenía elementos con virtudes curativas, como el taxol contenido en sus hojas, un agente antitumoral conocido por las tribus de los indios mohicanos extintas o que nunca jamás fueron vistas de nuevo.

João Hanson no tenía idea si el contacto con eso le haría bien o mal.

Tampoco parecía importarle.

La piel fue cortada una vez más, en dirección vertical. Antes había sido cortada horizontalmente, a la altura de los omóplatos. Ahora el dibujo se iniciaba desde lo alto y descendía por la columna vertebral. Sangraba mucho. João alcanzaba a ver la sangre que, de vez en cuando, caía en la tierra mojada donde estaba arrodillado.

Aún así no gritaba.

Lo más curioso era que, mientras más lo cortaba el hada caída, con más intensidad sentía él que algo le quemaba en el estómago, esparciéndose por el cuerpo como electricidad. Los labios comenzaban a mostrar los colmillos y el mundo, a cada momento, parecía diferente.

Para bien o para mal.

Ella esparció la sangre por el dibujo como si fuera tinta y aquello ardió.

João Hanson no lo veía, pero después de que la sangre era esparcida por la varita en manos de aquella caída y llenaba los espacios del dibujo tatuado, se iba volviendo negra.

—Elige tres nombres —dijo el hada caída, con su voz tan gélida como pálida era su piel, con su corsé negro y sus cabellos oscuros—. Tres nombres que estarán ligados a tu línea de vida todas las veces y por todas las vidas que camines.

João Hanson comprendió: tres nombres que cerrarían su cuerpo y se cerrarían en su cuerpo.

—Tú sabes cuáles son.

El hada caída ni siquiera sonrió. En el omóplato derecho tatuó una «H». En el omóplato izquierdo, una «M». En la base de la columna, una «A».

Lo más curioso era que, por la numerología, la suma de aquellas letras resultaba en algo muy especial, tratándose de cazadores de brujas.

—Ahora posees la suma del número 13 en las espaldas. Existen cazadores que vendería el alma por eso.

João Hanson no dijo nada. Entonces sintió en la espalda, a la altura de la región entre los omóplatos, que lo quemaban una vez más.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó con voz ronca.

—Te doy el nombre que llevarás hasta que ya no sea tuyo.

João continuó sintiendo la madera cortarlo como una lámina y la sangre esparcida como tinta.

Y de nuevo no emitió un solo grito.

—De pie.

Cuando se levantó, cada articulación pareció lanzar un quejido de cansancio. Sentía un poco del dolor que experimenta un hombre con calambres, pero por un periodo mucho menor de tiempo. Lo más curioso era que, por más sombrío que resultara ese momento, y por más difícil que pareciera, se sentía renovado a cada respiración.

Aunque cada respiración pareciera costarle un pedazo de sanidad.

—En nombre de las fuerzas innombrables, de energías indestructibles y de mantras inextinguibles, doy por iniciado este trabajo.

Los cabellos de él se volvieron a erizar. La nariz comenzó a sangrarle. Sin embargo, por primera vez en su vida a João Hanson le gustaba esa sensación.

Ella hizo girar la varita por encima de la cabeza del muchacho. Después la agitó como si brotaran fluidos de allí. Y se mantuvo estática, como si fijara aquella energía. Y lo hizo así, ante la frente. Y ante la garganta. Y ante el pecho. Y ante el bazo. Y ante el ombligo. Y abajo del ombligo.

João Hanson se sintió invadido por una energía primitiva que hacía aflorar instintos que no estaba en condiciones de bloquear.

—Ahora eres un cazador de cuerpo cerrado —dijo ella, indicando la armadura esparcida en el suelo—. Y tus círculos de energía están despiertos.

João Hanson comenzó a ponerse el uniforme de batalla y su mirada recordaba más la de un felino a la espera de su presa.

—Ahora puedes penetrar a lugares profanados, puedes deshacer trabajos de magia, puedes derrumbar paredes de cráneos, puedes hasta escupir en la misma saliva de una bruja y, aún así, no resultarás afectado. Tus enemigos no podrán hacerte mal a través de la magia y sentirás sus presencias como sientes el olor de la lluvia o el frío del viento.

João Hanson se acomodó la espada y mostró los colmillos al hada caída. Sería posible decir que hasta se escuchaban sus gruñidos.

—Entiende que no usarás tus dones para cazar. Cazarás porque ese es tu don —en definitiva se oían gruñidos—. Los tiempos en esta nueva era transcurren con rapidez y es preciso que tu proceso sea más acelerado de lo que parecía al principio.

Antes de que él se pusiera el yelmo cerrado, Strix fue hasta él y estiró la varita a la altura de los ojos. Entonces él vio dónde estaba presa su protegida. Y, como un predador liberado de la correa, partió como un animal salvaje por los senderos sombríos del Bosque de Las Andidas.

El niño que había sobrevivido a brujas sombrías ahora estaba listo para cazarlas.