8
João Hanson estaba sentado dentro de un tanque de madera para lavarse en la medida en que el agua, ya sucia, lo permitía. Se levantó, se enjuagó los cabellos cortos de aprendiz y se enrolló una toalla en la cintura. Escuchó una voz detrás de él:
—Te ves mejor sin armadura.
João se volvió, asustado.
—Aún no tengo una armadura.
—No me refería al metal.
João suspiró pesadamente. En definitiva, aquello le causaría problemas.
—Usted no debería estar aquí.
—¿Pretendes faltarme al respeto, escudero?
—Jamás podría ni lo conseguiría. Aunque fuera mi voluntad.
Lady Almirena esbozó una sonrisa, de aquellas que esbozan las mujeres cuando les gusta lo que escuchan, y preguntó:
—¿Por qué no?
—Porque es la futura esposa de mi tutor.
La expresión de Almirena se modificó, como si ella fuera quien estuviera mojada con agua fría.
—Sólo vine a avisarte que ya está puesta la mesa para el almuerzo.
—Yo no como en la misma mesa que mi señor.
—¿No?
—No.
—¿Y por qué no?
—Porque todavía no lo merezco.
—¿Y cuándo comes?
—Cuando tengo tiempo de preparar mis almuerzos.
—¿Y si no lo tienes?
—No como. O cuento con la buena voluntad de otra persona que me traiga comida.
—¿Otro siervo de la hacienda?
—No puedo utilizar sus servicios. Aquí todos estamos para servir al señor del lugar.
—¿Entonces quién tendría la buena voluntad contigo de traerte comida?
—Mi novia prometida.
Si antes parecía un balde de agua fría, ahora semejaba una catarata.
—¿Quieres saber? Hoy no pareces tener hambre.
Aquella lady estaba por apartarse de él cuando reparó en algunas lastimaduras a lo largo del pecho, los brazos y la espalda. Ella se aproximó, fascinada, con una mirada que traducía la misma excitación de un escudero cuando ve una auténtica espada de dos manos por primera vez.
—Tus heridas —dijo ella, sin dejar claro si hacía una pregunta o una afirmación.
—Son parte de la vida que escogemos. Mi tutor debe tenerlas a montones.
João respiraba con pesadez. La joven pelirroja se acercó, y él reparó en las pecas de su fino rostro. Sin embargo, lo peor para él era su olor. Era un aroma dulce, invitante, afrodisiaco. Sus manos se mantuvieron abajo y pidió al Creador un bendito milagro que sacara a esa mujer de allí.
Ella extendió las manos para tocar las heridas del pecho. Los dedos se quedaron suspendidos a algunos centímetros de la piel, como a la espera de autorización por parte de él. João no quería permitirlo, pero aquella mujer tan próxima y aquel olor tan dulce lo orillaban a no resistirse. Él quería: juro que deseaba resistirse, pero simplemente no lo conseguía.
Tres dedos tocaron un punto de su piel herida y los vellos se le erizaron. Los latidos se hicieron más fuertes. Y él sintió el ambiente mucho más caliente que algunos minutos atrás.
João Hanson volvió a pedir al Creador por un bendito milagro que lo librara de aquella situación.
Y el milagro sucedió.