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El rey Anisio Branford se detuvo en el centro del muelle para observar el horizonte triste y sombrío.

Uno de sus capitanes le preguntó:

—¿Su majestad está seguro de que no debemos esperar al amanecer?

—Cuando amanezca, capitán, quiero que estén navegando mares y visualizando destinos. Yo estaré en el campo de batalla más rápido de lo que puedan pensar. Y las batallas comenzarán más pronto de lo que cualquiera de nosotros imagine. Probablemente antes de que nazca el sol.

El capitán asintió y dijo antes de retirarse:

—Majestad.

El rey Anisio Branford se quedó allí, observando a los soldados que eran suyos hacía tan poco tiempo enviados ya a los campos de batalla. Sintió en los hombros el peso que soportaban las insignias y una pesada capa, cada vez más pesada por el agua de lluvia que se acumulaba. Tal vez el peso viniera de la carga. Tal vez de la conciencia.

Tal vez de la presencia de la Banshee detrás del rey.

Él no podía verla, pero la sentía, no porque fuera el monarca, sino porque estaba vivo. La nuca se le erizaba y él sabía que no era sólo de frío. Sabía que ella paseaba por ahí.

Y debía ser lo bastante fuerte para aun así seguir adelante.

Seguir como esperaba que su hermano continuara también. Si Axel fallaba, toda Arzallum fallaría. Su castillo de cartas caería y nadie jamás lo levantaría de nuevo.

Mientras tanto, entre pensamientos, temores y ansiedades, en aquel silencio, ante la lluvia, el coraje y todo lo que de él emanaba, Anisio Branford hacía una oración.

Oraba a su Creador para hacer lo que se esperaba de él.

Oraba a miles de semidioses para que le dieran vida el tiempo suficiente para cumplir los designios que su padre le dio al nacer. Designios que sólo él conocía. Designios que ni los propios semidioses serían capaces de imaginar.

Designios que sólo su Creador sería capaz de desvelar.

La lluvia que caía trascendía el silencio del rey. Las lágrimas que brotaban alrededor de aquel rey, de una manera inmensa, tocaban en su responsabilidad.

Y, de espaldas a la muerte, el rey Anisio Branford pidió por la vida de sus soldados.

No hubo gritos de guerra. No hubo discursos inflamados.

Sólo las lágrimas de las familias en espera, las cuales caían en charcos de aguas sucias, y sólo los anillos de agua que se formaban por las lágrimas de la lluvia, que tocaban el agua oscura del mar.

Y no importaba si los círculos concéntricos se formaban por las lágrimas de los hombres o por las de la lluvia. Cada vez que aquellos reflejos provenientes del toque del agua en dos formas distintas formaban otros círculos, ya fuera en los charcos oscuros o en el mar sombrío, la impresión era siempre la misma.

Cuando amaneciera, las primeras batallas ya habrían comenzado.

Aquellos malditos círculos eran círculos de lluvia.