43
Aquel casamiento decidiría una parte de la guerra.
Primero, ella entró con una túnica de lino plateada y ligera, que sólo resaltaba el brillo de la piel dorada. El largo cabello estaba sujeto por una guirnalda violeta y traía un cinto de eslabones de oro alrededor de la cintura. Usaba anillos de color de jade repartidos en ambas manos y pendientes de joyas de color encarnado. Calzaba sandalias, cuyas cintas doradas le subían entrecruzadas alrededor de los tobillos, y una cadena de oro de donde colgaba una medalla de plata pulida, con el símbolo de un sol grabado en el centro.
Él entró por el otro lado, al mismo tiempo, con las vestiduras que le proporcionaron. Las ropas eran más oscuras y tendían a un tono entre verde musgo y ámbar. Los dobladillos llevaban tiras de plata que resaltaban la belleza de la tela esmeralda oscuro, y calzaba sandalias del color del carbón con presillas alrededor de cada dedo. En su cuello había también una cadena de oro, de donde colgaba, esta vez, una medalla de plata pulida con el símbolo de la Luna llena tallado.
Al principio al príncipe le extrañó la elección. Finalmente visualizaba al Sol como un símbolo masculino, y a la Luna, femenino. Sin embargo, Lirath, la elfa amazona que lo ayudó a prepararse, le había explicado bien. Para aquella raza los astros no tenían sexo. Y Nunca Jamás era la «tierra donde no oscurecía».
Luego entonces, el Sol era élfico y la Luna, humana.
La ceremonia se celebraba en el corazón de Themiscyra. El lugar era un soporte circular levantado por poderosos cables entre dos puntos. Como se localizaba en el corazón del hogar de las elfas amazonas, centenares de ellas acompañaban la ceremonia no sólo a la misma altura en que la plataforma había sido levantada, sino también desde centenares de metros arriba y abajo, desde los más variados e inusitados ángulos posibles para presenciar algo.
El rey Peter Pendragon estaba en el centro de la plataforma circular. Vestía un ropaje de cuero negro grueso que le cubría el tronco, mas no los brazos. La pieza de cuero llegaba a la altura de las rodillas, con dos hendiduras laterales y la cintura circundada por un cinturón pesado con una hebilla cuadrada de oro. Llevaba unos pantalones igualmente oscuros por debajo de la única vestimenta y botas con tiras plateadas amarradas, cuyo doblez se elevaba hasta los tobillos. Dos brazaletes de bronce adornaban sus muñecas, y había anillos de batalla en sus dedos. En la parte superior del pecho, dos inmensos botones de plata cumplían la función de insignias y prendían una capa roja, que le caía a la espalda por debajo del largo cabello rojo. No sonreía ni parecía siquiera un poco más feliz.
A su lado, una elfa amazona clériga, con una tiara de cuero trenzada alrededor de la parte superior de la cabeza y un vestido tan blanco que parecía estar en el límite de volverse transparente.
Axel observaba las expresiones de decenas de elfas amazonas. Completamente diferentes de la reacción de una mujer de la raza humana, ellas presenciaban la ceremonia con la expresión que un ciudadano se impone cuando un siervo real decide leer el decreto de un rey en plaza pública. Una expresión que demostraba que se tomaban muy en serio ese momento, pero que no estarían allí de no ser estrictamente necesario o que fueron llevadas por la curiosidad de mirar algo externo que las sacara de la rutina.
La elfa amazona clériga solía bendecir a los recién nacidos, realizar ceremonias religiosas y hasta llevar a cabo casamientos entre elfas, información que había erizado los cabellos de Axel. En realidad, la idea de matrimonios entre elfas no se daba como en el concepto humano, sino que representaba una unión entre hermanas. Las elfas amazonas no dormían juntas y, si lo hicieran, no es asunto nuestro, pero los actos con propósitos de reproducción de sus rebaños seguían siendo mediante los indios mohicanos seleccionados, que servían en Nunca Jamás por voluntad propia. Si dos elfas amazonas vivían bajo el mismo techo, sus niños elfos crecían juntos, aunque no hubiera un apego maternal.
Ese era el concepto más cercano al de familia humana que aquella raza conocía.
Así, casar a una elfa con un ser masculino era un momento único para la clériga. Ella habría tenido la oportunidad de hacerlo antes, con el rey Peter Pendragon, pero, desgraciadamente, Wendy Darling no había sobrevivido para eso.
Livith entró de un lado del puente y un observador habría jurado que era un puente firme. Tal era la seguridad con que ella caminaba sin que la plataforma temblara siquiera. De la mano de ella, un niño elfo, con las típicas orejas en diagonal para abajo, caminaba sonriendo, lo cual recordaba al menos un poco una reacción humana en la misma ceremonia.
Del otro lado Axel era lo opuesto. Cada vez que pisaba el puente construido con madera y lianas trenzadas, más parecía que anduviera en la cuerda floja de un circo itinerante. El puente temblaba; el cuerpo se balanceaba; el mundo oscilaba y, aun así, él debía caminar sin mirar atrás. Caminar hacia ella, la elfa de largos y espesos cabellos violáceos, cuya piel parecía de oro. Caminar hacia otro corazón.
Caminar hacia un casamiento que cambiaría el destino del mundo.
A su lado, otro niño elfo lo guiaba también y era esencial para que él llegara de un punto al otro. Caminaron hasta que pisaron la plataforma circular y Axel sintió de nuevo el bamboleo de la base, como si el suelo en que intentaba mantenerse en pie fuera una inmensa cama elástica. Para los elfos era como si pisaran en tierra firme.
La clériga elfa comenzó a hablar en erdim y Axel entendió la intención de todo lo que ella quiso decir:
—Por la eternidad de una era, por el tiempo en que una vida élfica exista, por el tiempo que un sol consiga iluminar una tierra que no oscurece, por el sentimiento que da vida a seres formados de éter, por la fuerza espiritual que da vida a los semidioses, por la fe capaz de criar dioses por encima de nuestras comprensiones, por el egrégor que une universos y da sentido a la Creación.
Livith se volvió a Axel Branford y tocó su cadena circular con la forma de un sol. Para sorpresa de Axel, con la presión correcta, el círculo se partió de manera perfecta, dividiendo en dos el dibujo del Sol.
La elfa entonces asintió hacia el príncipe.
Axel Branford tocó su propia medalla de plata y tardó un poco más, pero al fin encontró un punto donde hacer presión. La medalla de la luna se partió también.
Entonces Livith se acercó a él y encajó su mitad partida con la imagen del Sol en la mitad de la Luna que aún colgaba del cuello de Axel Branford. Y dijo:
—Por la luz infinita que brilla en el sol eterno que Ocaso no puede tener.
Y entonces, una vez más, Livith presionó en el punto adecuado y su mitad se prendió a la de Axel Branford, formando esta vez un símbolo con la mitad de un sol del lado izquierdo y la mitad de una luna del lado derecho.
Axel llevó su mitad a la cadena de ella y dijo lo que le vino a la mente, inspirado por el corazón:
—Por las estrellas románticas que brillan en la noche que Nunca Jamás no puede ver.
La mitad encajó, formando una figura con la mitad de una luna llena del lado izquierdo, y la mitad de un sol del lado derecho.
Entonces la clériga elfa dijo:
—Las líneas que los ligan a la vida y a los sueños ahora se entrelazan. Y el destino que vela por el camino de los dos ahora es uno solo.
Entonces Axel comprendió que había llegado el momento de abrazar a la novia. Aquel era otro momento único de la ceremonia. Finalmente, su primer impulso como ser humano sería besarla. Sin embargo, para las elfas amazonas el abrazo era un acto mucho más intenso que el beso. Fue así que Livith entrelazó los brazos en el cuello de él y se metió en sus brazos. Axel inclinó un poco el cuerpo para que su pecho llegara lo más cerca posible del de ella. Había comprendido que esa era la clave del momento.
El momento en que ambos compartían el mismo latido del corazón.
Al principio Axel se sintió incómodo. Al final aquel era el abrazo más largo de su vida. Poco a poco una sensación de calor comenzó a unirlos, distinta a la sensación térmica de calor, pues venía de adentro hacia fuera. Era como si hubiera un círculo de una misma energía, una fuerza vital que girara de él a ella y de ella a él, a cada momento y en creciente igualdad. Él inspiraba fuerte junto con ella y, cuando los puntos cardiacos de ambos eran presionados con mayor fuerza, parecían compartir los mismos sentimientos.
Y Axel se sintió vivo. Y sintió la belleza de estar vivo. Y la pureza de estar vivo.
Livith recostó la cabeza en el hombro de él, y él la apretó aún más contra sí, como si aquello «enviciara». Como si él y ella se amalgamaran y se convirtieran en un solo ser, no de materia, sino de la energía más pura. De sentimientos más puros. Como si aún fuera posible que cualquier ser vivo, de cualquier raza, de cualquier creencia, de cualquier lugar, existiera y coexistiera en un único mundo, ya fuera ese mundo hablado en lenguas vivas, muertas o de intenciones. Ya fuera ese mundo material o etérico. Ya fuera ese mundo gobernado por sentimientos tan extraordinarios, que estarían dotados de lo fantástico.
Un mundo que no necesitaría de leyes de hadas ni de leyes de hombres.
Un mundo que no cazaría a las brujas ni idolatraría a las hadas.
Un mundo donde el dolor no enseñaría, sino que sería una excepción.
Un mundo donde los amigos se volverían a ver.
Un mundo donde los padres no serían separados bruscamente de los hijos.
Un mundo donde la riqueza no sería tomada, pues no habría precio al valor de la paz interior.
Un mundo de lágrimas distintas, pero de una sonrisa única.
Un mundo de un solo sentimiento.
Un mundo de una sola sangre.
Un mundo de una sola vida.
Un mundo de un solo amor.