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Aproximadamente diez mil soldados navegarían hacia la guerra.
Los navíos se hallaban apostados en el puerto de Andreanne, a la espera de los vientos que los llevarían a la muerte. Los soldados marchaban ante los saludos y los gestos de familias que tal vez no volverían a ver, y algunos habrían jurado que el olor salino del mar parecía demasiado ferroso aquella noche.
En medio del puerto, observando uniformes, blasones y aceros, la Banshee, la dama de rojo, miraba a los millares de personas que se desencontraban entre lágrimas y lamentos. Ella sabía cuáles volverían y cuáles no. Tal vez por eso aquella noche no lloró. Ni sonrió. Algunos uniformados que pasaban ante ella la veían, pero no lloraban por un lado del rostro.
Todavía.
Sin embargo, de haberles preguntado, todos los que la veían habrían jurado que el olor ferroso, el cual parecía por encima de la sal del mar, provenía de ella.
Era un olor que recordaba al de la sangre.