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–¿Qué… qué te pasó, por mi Creador? —María Hanson tartamudeaba y las manos le temblaban tanto como la voz.
—Nada con lo que no pueda lidiar —respondió João Hanson, visiblemente lastimado.
María observaba la capa mojada y el cuerpo repleto de hematomas. Había desde cortes y escoriaciones simples hasta marcas moradas que nada más de mirarlas causaban dolor. De haber podido ver la espalda de João Hanson, allí mismo la chica habría perdido sus casillas.
Alrededor estaban Ariane Narin y su madre, Érika Hanson. Las dos lloraban, como si el regreso de João Hanson a casa fuera una noticia triste.
Entonces María comprendió que ellas lloraban porque él partiría otra vez.
—¿Pero… qué… qué te pasó?
João apartó a María del grupo, ignorando la presencia de Casanova, y le puso una mano en el hombro, obligándola a mirarlo, y le dijo con seriedad:
—¡María… ya! —y María Hanson se olvidó por un momento si hablaba con su hermano o con su padre. Tal vez en realidad no hubiera diferencia entre los dos—. ¡Necesito que apoyes a mi madre! Ella cree que volveré a la hacienda para mi trabajo de escudero, y tú debes hacerla creer eso.
—Algo muy malo te pasó, ¿no? —dijo ella, y él pudo ver en sus ojos que, de alguna forma, ella había sentido lo que sucedía.
Él calló y cerró los ojos con fuerza, comprendiendo que los tiempos sombríos en definitiva habían llegado.
—¿A dónde vas ahora?
—Al bosque de Las Andidas. Por el camino del este. Necesito que le entregues esto al profesor Sabino von Fígaro. —João le mostró una carta cerrada, en forma de un papel en cono, amarrado con un cordel.
María bajó la cabeza, pensativa.
—¡Necesito descubrir cómo hacer eso! Parece que Arzallum está marchando a… a la guerra. Sabino debe estar…
Esta vez Giacomo Casanova se hallaba lo bastante cerca para escuchar el final de la conversación.
—Disculpen que me entrometa en la conversación, ya que no fui invitado y mucho menos pertenezco a este clan, pero, si me lo permiten, me gustaría mucho ayudar.
João Hanson lo miró, intentando comprender quién era ese sujeto en realidad.
—¡João, es Giacomo Casanova!
João miró a María con una expresión desconcertada. Y entonces, como no había tiempo para mucho, sólo preguntó:
—¿Y cómo le gustaría ayudarnos, señor Casanova?
—Sólo escuché el fin de la conversación entre ustedes y les garantizo que puedo tener acceso a Sabino von Fígaro, no importa en qué condiciones esté él en este momento.
João miró a María y la hermana comprendió que él le estaba preguntando, con esa mirada, si confiaba en ese sujeto.
Sin decir nada, María Hanson asintió.
João puso la carta en forma de cono en su mano y la cerró.
Al fondo, Ariane Narin lo observaba con ojos que brillaban por las lágrimas que ya habían caído en demasía y que aún así insistían en brillar. A su lado Érika Hanson abrazaba a la muchacha como si ambas hubiesen sido de una misma familia toda la vida.
Tal vez lo fueran.
María Hanson ya se estaba apartando cuando João dijo:
—Otra cosa…
Ella se volvió con el corazón pesado. Como si supiera lo que le diría y no quisiera escuchar.
—Quiero que le cuentes.
María Hanson cerró los ojos, a sabiendas de que aquello sería muy difícil.
—¿A cuál de ellas?
Al fondo las dos mujeres los observaban. Y sufrían juntas por motivos diferentes.
—A Ariane. Mi madre está nerviosa porque cree que puedo ser convocado a la guerra, y le hicimos creer que los escuderos no pelean. Mantén en ella esa creencia. —María asintió; y João cambió el tono—: Pero Ariane sabe que algo está mal. Y ella merece saber qué ocurre.
—¿Qué quieres que le cuente?
—Las peores partes.
María Hanson suspiró, temblando. Finalmente, contarlo significaba evocar recuerdos que a ella no le gustaba remover.
—Tú volverás, ¿no?
João tomó la cabeza de su hermana por detrás del cráneo y puso la frente de ella en su propia frente.
—Escucha, nosotros dos sobrevivimos al fin del mundo, ¿no? —ella asintió con la cabeza y, como no podía decir palabra, las lágrimas se expresaron por ella—. Más de una vez sobrevivimos juntos al fin del mundo, ¿no? Y seguimos aquí. Y siempre estaremos aquí.
Ella siguió asintiendo. Y llorando.
—¿Confías en mí? —preguntó él, y otra vez ella ya no supo si escuchaba a su hermano o a su padre.
—Siempre.
João jaló el cuerpo de ella y la abrazó con fuerza, con la expresión cerrada y la mirada hacia arriba. Ninguna lágrima cayó por su rostro.
Y así, con la expresión cerrada, él se apartó, se puso el yelmo y de espaldas, con la capa mojada aún escurriendo en la espalda, todos los presentes habrían jurado que aquel era un caballero partiendo a la guerra.
Y lo era.
«Quiero que le cuentes. Las peores partes».
María Hanson sabía que momentos muy difíciles estaban por venir.