32

–¿Tuviste un buen viaje, príncipe? —preguntó ella con una voz que parecía la de una cantante lírica. Al menos de una de las más afinadas.

—En la medida de lo posible, princesa —respondió Axel Branford todavía estupefacto.

—¿Y te trataron bien los indios mohicanos y las elfas de este lugar?

—En la medida de lo posible, princesa.

La atención de las elfas presentes seguía concentrada en él. En su figura. En su belleza. En la curiosidad que despertaba, así como todo allí también lo fascinaba.

Al rey Ptr Pendragon la llegada de la princesa más le pareció un alivio. Así como ya no necesitaba gastar su atención en el príncipe humano, podía volver a estirarse en su trono, silencioso, en sus propios pensamientos y eterna melancolía.

—¿Este lugar es como te lo imaginabas en tus divagaciones, príncipe?

Axel suspiró.

—Es imposible imaginar algo como esto por uno mismo, princesa.

—¿Y cómo puedo encuadrarme en esa categoría?

Axel suspiró de nuevo, pero esta vez el suspiro era distinto del anterior.

—Usted —se esforzó por usar el pronombre de tratamiento más formal—, con todo respeto, es el sueño más difícil que un ser humano pueda creer que existe.

Las otras elfas sonrieron y se miraron. Sería mentira decir que la princesa no lo hizo. Finalmente ella podría no ser una mujer humana, pero era elfa y era hembra.

Y está por nacer una hembra que no se doblegue ante el elogio sincero de un macho.

—¿Te gustaría caminar por nuestros jardines, príncipe?

Axel se puso de pie, y al mirar al rey Ptr estirado y con el rostro escondido bajo el largo cabello rojo, desistió hasta de pedir su licencia para retirarse.

—Sería un gran placer, princesa.

El jardín por donde caminaban tenía flores de geometría alienígena para alguien de Arzallum. Hasta los colores le resultaban originales, tendiente a tonos que no se suelen encontrar en pétalos de flores, como el metálico y el plúmbeo. Sin embargo, la mayoría se componía de colores vivos y chillantes, que a veces parecían traspasar los límites de los pétalos al sabor del viento, como si estuvieran pintados a mano.

Axel no tenía idea de qué hora sería, pero tenía la seguridad de que lo bastante tarde para que ese sol estuviera en el cielo.

—¿Nunca anochece aquí?

—No.

—¿Ni una sola vez?

—No. A los elfos nos gustan los días claros.

Axel la miró para discernir si ella le gastaba una broma o hablaba en serio.

—Princesa, ¿le importaría si utilizo el «tú» en nuestras conversaciones informales?

—Como gustes, príncipe. Somos novios prometidos: necesitaremos adquirir intimidad.

Axel inspiró a fondo. Lo que ella decía era verdad. Modificar el pronombre de tratamiento en erdim significaba utilizar una intención más casual y menos pensada o formal al dirigirse a otra persona.

—Entonces hablas en serio sobre que aquí nunca…

—Sí —dijo ella, mirándolo con seriedad—. En estas tierras nunca anochece. Nunca llueve. Nunca se tiene una mala cosecha. Nunca se pierde la inocencia.

—Increíble.

—¿Por qué creías que llaman a esta tierra Nunca Jamás?

Axel se sintió idiota. El comentario, después de analizado, resultaba obvio.

—¿Hay algo más que despierte tu curiosidad? —preguntó ella, observando la expresión pensativa de él.

—Bueno, en realidad, ya que preguntas…

—Dime qué altera tu corazón —ella esbozó una sonrisa complaciente y Axel, acostumbrado a ser tratado como un ser humano superior, otra vez se sintió pequeño.

—Me da curiosidad el título con el que te presentaste a mí hace poco.

—¿«Princesa hada elfa»?

Axel asintió.

—¿No soy una princesa? ¿Y no soy una elfa?

—Pero no sabía que eras un hada.

La princesa Lvth sonrió de nuevo. Y otra vez Axel se sintió que hacía preguntas estúpidas, de respuestas obvias.

—Todas las elfas lo son.

De acuerdo, Axel incluso se detuvo. Estaba casi desistiendo de todo y pidiendo nacer de nuevo para reaprender todo lo que nunca se había preocupado en descubrir.

—¿Cómo es eso, princesa? ¿Cómo pueden todas ustedes ser… hadas?

—Siéntate.

Y ella y Axel se acomodaron en una especie de columpio, del largo de la banca de un parque, de frente uno al otro.

—Las elfas forman parte de un tipo específico de hadas. No somos hadas en el sentido que ustedes están acostumbrados a imaginar, simplemente porque no interactuamos con otras razas; no las probamos ni mucho menos concedemos deseos.

—¿Y cuál es la función de su raza en la sociedad a la cual pertenecen?

—Somos hadas de guerra.

Axel no pudo comentar al respecto. Ante su silencio, ella prosiguió:

—Nunca Jamás es un puente entre Nueva Éter y Mantaquim. Es el único modo en que un ser vivo llegue al reino de las hadas aún vivo.

—¿Fue así con Garfio?

—Sí, a pesar de sus cualidades despreciables, existía una fe distorsionada en ese pirata capaz de hechos fantásticos.

—Y eso que no conociste a su hijo.

La princesa no dijo nada.

—¿Pero cómo pudo Garfio tener acceso a este lugar? Pensé que era una entrada cerrada.

—Nunca Jamás no cierra. Cualquier persona puede llegar aquí siempre y cuando sepa el punto exacto de los «nodos» en Nueva Éter y crea en eso sin ningún resquicio de duda. Un único vestigio es suficiente para que la puerta se muestre cerrada.

—¿Y Garfio creyó que entraría aquí sin sombra de duda?

—Sí, estaba seguro de hallarse en el punto correcto y de que estas tierras no sólo eran reales, sino accesibles.

Axel continuó pensativo.

—Y si ustedes protegen la entrada, ¿quién protege a Mantaquim?

—Los devas.

—¿Quiénes son ellos?

—Seres semidivinos con sangre de dragones.

—¿Qué tipo de dragones?

—Dragones de Éter.

Axel tragó en seco. Y continuó:

—¿Y cuál es la función de los elfos? Me refiero a aquí, en Nunca Jamás.

—Nosotras, las elfas, tenemos tendencia a la guerra. Ellos son la parte intelectual y organizada. Son nuestros médicos, ingenieros y la parte creativa.

—No me pareces una persona a la que esperaría encontrar en campos de batalla.

—Y por eso sucumbirías en mis manos antes de darte cuenta.

Axel tuvo que reír. No porque no creyera en esas palabras, sino justo por eso.

—¿Entonces ustedes nunca dejan Nunca Jamás?

—Sólo cuando la ley de las hadas se ve amenazada y el Pendragon nos lo ordena. De lo contrario, nunca.

—¿Y por qué los elfos no crecen?

—Porque son puros. Y la pureza total se conserva en la infancia.

—¿Y por qué creció el rey Peter Pendragon?

—Porque tu pueblo humano destruyó su pureza.

—Explícame.

—Desde hace centenares de años, nuestra raza es enemiga de la raza gigante de Brobdingnag.

—¿El origen de la raza gigante no viene de la misma fuente que tu raza feérica?

—Sí, ellos vivían en una parte de Nunca Jamás. Hasta que su modo de vida rudimentario comenzó a chocar de frente con el modo de vida élfico y recibimos órdenes de expulsarlos.

—Y así comenzó la guerra.

—Imagina cuántos años fueron necesarios para expulsar o exterminar a una raza de tamaño poder destructivo como esa.

—¿Y dónde entra el Pendragon?

—En aquella época Peter aún no era el Pendragon. El rey Arthur le Fey, de Albión, lo era. Aquel que hoy ves como rey y señor de los dragones no pasaba de ser un elfo que mantenía su pureza y no crecía. En realidad, de todos ellos tal vez el rey Peter fuera el elfo más puro que haya volado sobre Nunca Jamás.

—¿Y cuándo cambió eso?

—Así como lo hizo Garfio, existieron otros que lograron llegar a estas tierras por sí mismos. Y entre estos existió un grupo de niños humanos.

—¿Cómo un grupo de niños puede llegar hasta aquí, aunque creyeran en eso, si el nodo se encuentra en pleno mar?

—Mediante un viaje de paseo en barco con sus padres, en el que desaparecieron misteriosamente y sin explicación. —Axel comprendió y asintió, alentando a la elfa a continuar—. Y de todas ellas la presencia más determinante fue la de una niña que se apegó a Peter, y con la cual él hizo lo mismo.

—¿Cuál era su nombre?

—Wendy Darling.

—¿Darling? ¿La heredera del clan Darling?

—Sí. Una niña de sangre noble.

—¿Pero cómo se apegaron?

—Antes necesitas entender que los elfos piensan la vida de manera muy distinta a los humanos.

—¿En qué sentido?

—Los elfos no poseen el apego de tu raza consigo misma.

—¿Apego en relación con conceptos como «amistad» y «familia»?

—Entiende, príncipe: la raza élfica sólo posee un sentimiento materno. Eso es lo más cercano del arraigo humano que poseen a lo largo de toda una vida.

—¿No existe un sentido de amor paternal para la raza élfica?

—No como para la raza humana.

—¿Entonces cómo funciona? Digo, ¿cómo funciona la perspectiva de ese sentimiento para tu raza?

—Las elfas poseen «atracción física» por otros machos, pero no el sentido de «posesión» o de «afecto incondicional» de las relaciones humanas.

—¿Pero poseen el sentimiento materno de amor incondicional por un hijo?

—Sí, pero te lo digo otra vez: no de la forma en que ustedes, humanos, comprenden tal sentimiento. Para nosotros, ese sentimiento materno sólo existe en el sentido de responsabilidad por la cría. Pero no existe sufrimiento cuando una separación es forzada, ni sentimientos de celos o dolor por un hijo o compañero, pues la devoción está ausente.

—En verdad que para un humano suena un poco frío.

—Porque tu raza cree que son lo que son. Nuestra raza cree que estamos los que somos. ¿Comprendes la diferencia?

No era tan fácil entender lo que ella quería decir.

—¿Y qué pasó con Wendy?

—La heredera Darling y otros niños fueron tomados como rehenes por la raza de Brobdingnag.

Axel cerró la expresión.

—Sí, estamos aprendiendo que a ellos les gusta secuestrar criaturas y mantenerlas bajo su poder.

—Lástima que lo hicieron tarde.

—¿Cómo es eso?

—Al ayudar a la construcción de Brobdingnag con magia feérica en tierras sublimes por encima de sus cabezas, tu pueblo temió que esa raza descendiera de los cielos y guerreara por el control del mundo. Cuando los primeros gigantes anduvieron sobre la tierra de Nueva Éter y amenazaron con que les gustaría continuar ahí, tu raza intentó eliminarlos, pero en esa época no eran competencia para enfrentar a seres tan superiores. En ese tiempo Peter quedó tan perdido por el sentimiento que había adquirido por Wendy Darling, que se fue de Nunca Jamás detrás de ella.

—Pero, princesa, ¿no me acabas de explicar que los elfos no poseen el apego humano?

—Las razas diferentes tienden a cambiar culturas.

Axel se calló. Como siempre, aquello tenía sentido.

—Y entonces, por primera vez en la historia de Nunca Jamás, se vio lo que ocurre cuando un elfo se aparta de estas tierras y pierde la pureza infantil…

—Él creció.

—Hizo mucho más que eso, príncipe. Pasó por la «noche negra». Fue tocado por el sufrimiento. Y la pureza cedió su lugar a todo lo que antes no hubiera cabido en ese ser.

—¿Y él fue a la guerra con los gigantes, esta vez en territorio humano?

—Todos fuimos. Y habríamos vencido.

—¿Y qué lo impidió?

—Sólo una parte de nosotros podía ir a Ocaso a guerrear con Brobdingnag. La mayoría tenía obligaciones con Nunca Jamás y debía permanecer aquí para proteger las entradas a Mantaquim.

—Comprendo.

—Aún así habríamos vencido.

—¿Por qué?

—Porque si combatíamos a los gigantes en los cielos, ustedes, humanos, lo hacían en tierra. Y si la lucha hubiera continuado, ellos habrían resultado aniquilados. Lo habrían sido de no haber propuesto un acuerdo de suspensión de guerra. Y si los reinos humanos no hubieran aceptado.

—Princesa, quieres decir que el pacto que hoy…

—Quiero decir que al firmar el Pacto de Swift y huir del conflicto, ustedes provocaron la misma desgracia que hoy ronda a su propia raza y permitieron que Brobdingnag prosperara libre de nuestra amenaza.

Axel percibió que había un cierto rencor en aquellas palabras. Comprendió los motivos de ese sentimiento. Y en el momento adecuado afirmó:

—Comprendo el conflicto de tu raza. Pero necesito que comprendas también los conflictos de la nuestra. La raza humana no estaba preparada para enfrentar algo como los gigantes de Brobdingnag en aquella época. Sabíamos que ellos querían un armisticio para pelear contra los elfos en un solo frente, pero…

—Pero a los humanos no les importa ninguna sociedad que no les tenga respeto.

Axel sólo siguió mirándola, dejando que ella dijera cuanto necesitaba decir:

—¿Sabes qué es lo más curioso? —preguntó ella, con la mirada furiosa que debía tener en un campo de batalla—. Si no hubiera una guerra entre gigantes y elfos; si no existieran los mismos elfos a quienes los humanos volvieron la espalda y fingieron que no guerreaban contra un enemigo común en sus propias tierras; si esa misma raza élfica no hubiera enfrentado a la raza maldita que hoy los desafía, Brobdingnag, en aquella época, habría descendido de sus reinos de los cielos de manera devastadora, con su ejército completo, y tomado Nueva Éter para ellos. ¿Sabes cuál hubiera sido el resultado de eso? Que tú hoy no serías un príncipe, sino un esclavo.

Axel seguía en estricto silencio, hasta que al fin dijo:

—Livith —por primera vez pronunció el nombre en lugar del título—. Comprendo tu rebeldía y la de tu raza ante episodios tan complejos y traumáticos. Admito que desde el punto de vista élfico los reinos humanos fueron cobardes por aceptar el armisticio e ignorar la guerra entre Nunca Jamás y Brobdingnag ante sus propias tierras. Pero, si lo analizamos fríamente, también percibiremos que somos juzgados por una guerra que nunca fue nuestra.

Esta vez la princesa Livith calló.

—No fuimos nosotros los que invadimos Nunca Jamás. No fuimos nosotros los que expulsamos a la raza gigante al Ocaso. No éramos nosotros los que estábamos preparados para luchar contra ellos. ¡Ni contra ustedes! ¿Cómo podíamos saber quién era en verdad nuestro enemigo, si nuestras culturas caminaban tan distantes?

La princesa seguía en silencio.

—No estaba vivo para esos tiempos de guerra pasados, pero conozco la complejidad en los sentimientos humanos y los temores que corren en el corazón de mi raza. Somos en verdad apegados a nuestros semejantes; apegados al punto de temer por ellos y al punto de temer morir y dejarlos —el príncipe se emocionó por un momento, recordando nombres que a él jamás le gustaría haber sido obligado a dejar—. Para nosotros, un amor materno o fraterno o romántico no es algo que consideremos como una mera responsabilidad. Es algo que da sentido a nuestra existencia. Tal vez lo único que dé sentido a la misma.

Él tocó la mano de ella y percibió que, por un momento, la grandeza y la superioridad de la guerrera dieron lugar a un resquicio de fragilidad.

Axel conocía aquella expresión, casi humana.

—No sé con exactitud por qué estoy aquí hoy. Pero aprendí con los orientales que cruzan océanos en máquinas voladoras construidas por gnomos que traen mensajes de princesas de jade, que existe más entre el cielo y la tierra de lo que suponemos. Y que existen líneas trazadas por un Creador que no comprendemos por completo, pero que siempre tienen sentido. Y yo necesito creer en ellas. Porque la existencia de un hombre también se tropieza en la fe.

La princesa parecía encantada. Tal vez no del todo convencida de la perspectiva presentada, pero impresionada por la convicción que acompañaba al orador.

—No sé por qué mis padres nos prometieron desde la cuna. Pero si conocí bien a mi padre, y si sé bien los conceptos en que él creía, tengo la certeza de que fue su primer acto como disculpa por las decisiones humanas con tu fantástica raza. Y que a él le gustaría que seamos un nuevo comienzo para ambos lados. Y que aprendamos uno con el otro.

—¿En verdad crees que debemos aprender con el otro, Axel? —la princesa no sólo se refería a ellos dos.

—Tengo la certeza.

—¿Y de dónde viene esa convicción?

—De que las razas diferentes tienden a cambiar culturas.

Las manos del príncipe humano y de la princesa élfica permanecieron unidas. Y ambos se contemplaron en un delicado y sutil silencio interno.

Ambos sabían que existían decisiones que cobraban altos precios incluso en los descendientes.

Pero tal vez allí, entre el silencio y la contemplación, dos razas y culturas diferentes comenzaron a creer con sinceridad en que tal vez nunca jamás sea en verdad tarde para una segunda oportunidad.