31
João Hanson había soltado los dos caballos que seguían atados al carruaje volteado, intentando liberarse en vano. Dejó que el primero corriera libre por el bosque, entregado a su propia suerte. Montó en el segundo y lo condujo para correr por el camino de tierra como si estuviera ante el fin del mundo. Pero el detalle más curioso era que antes de subir en la silla se dirigió hasta el cuerpo muerto del siervo que lo había escoltado en la mula y le quitó el yelmo y la capa que vestía.
El animal, antes inquieto, de repente pareció quedarse más tranquilo con el toque de su mano. João Hanson se puso el yelmo en el rostro, sujetó la capa a su espalda y se sintió el caballero que quería ser al vivir. O al morir.
Y entonces, todavía sin saber qué era vida y qué muerte, el corcel partió.
Cabalgaron como alucinados, como si fueran una única forma por la noche que no necesitaba iluminación. Pasaron como un rayo por la hacienda que les servía de morada sin mirar a los lados, mientras los discos dentados de las espuelas, ya adaptadas al calzado, aumentaban el ritmo de la cabalgata.
En la mente de João Hanson aún había dudas. Y sólo en ella.
«¿Qué es en verdad sagrado?».
Debía decidir si morir como un ser humano o sobrevivir como lo hacían todas las aberraciones que odiaba.
«¿De qué está hecho el espíritu?».
Debía decidir si incurrir en la misma actitud que su padre. Y debía decidir si consideraba esa actitud una elección indiscutible o un error irreversible.
«¿Por qué vale la pena vivir?».
Debía decidir si vivir por ella.
«¿Por qué vale la pena morir?».
O si debía morir por alguien que él no tenía forma de saber quién era.
El caballo siguió corriendo como si el mundo estuviera en guerra o como si supiera que el mundo ya estaba en guerra. Cuando entró en las callejuelas de Andreanne, en dirección a la casa de los Narin, las primeras gotas de lluvia comenzaban a caer. El corazón de João Hanson latía con vida y fuerza. Él lloraba, aunque creyera que las lágrimas eran parte de la lluvia. Saltaron obstáculos, ignoraron transeúntes, escogieron atajos.
Y en el momento que el corcel interrumpió su brusca carrera ante la casa de los Narin, João Hanson aún carecía de una respuesta.
«Vives en un mundo de intenciones, Hanson».
Descendió de aquella silla de un salto y el mundo pareció girar a velocidad más lenta a cada momento. Cuando tocó el suelo y sus pies salpicaron en el agua de los charcos, la lluvia comenzó a aumentar de intensidad y la elección tenía que ser hecha.
«Cuando camines hacia aquella casa, ten la certeza de lo que quieres, pues no habrá retorno».
João Hanson se quitó del cuello el cordón de compromiso, lo apretó con firmeza entre sus manos y caminó hacia la puerta de los Narin.
Al fondo, una dama de rojo observaba atenta la caminata.
Dentro de la casa, Ariane sentía que el olor de la lluvia se intensificaba. Su madre intentaba en vano calmarla, sin comprender el motivo de su agitación. Ariane tenía las manos temblorosas como las de un alcohólico en abstinencia. Sus labios también se movían y el mundo sólo se detuvo para esperar el eco del sonido de los tres golpes secos en la puerta.
Y cuando vio la sombra por debajo del umbral de la puerta, saltó con violencia hacia atrás, golpeó con fuerza en la pared, de espaldas, y el cuadro se soltó de su marco.
Al caer, el vidrio que lo cubría se partió.
La madre intentó tocar a Ariane, pero la conciencia de la hija ya no estaba ahí. No en aquella realidad. No en aquel instante.
Afuera, João Hanson levantó el puño cerrado con la intención de tocar tres veces a la puerta.
Los dedos cerrados le temblaron.
«Una vida».
Los de la otra mano apretaban más fuerte el cordón de compromiso.
«En el momento en que lo desee vendré a ti, y tú la tomarás o me la entregarás».
Él quería tocar esa puerta. Más que otra cosa en el mundo quería tocar esa puerta. Pero el precio sería alto, tan alto que no imaginaba el futuro de su vida y el de todos los que lo rodeaban.
Ignoraba si había liberado el alma de su padre. Y sabía que necesitaba tener el alma libre para servir en su lugar después de la muerte, en caso de que hubiera fracasado.
Ignoraba también si ya había crecido lo suficiente para tomar una decisión sobre la cual hombres sabios no tendrían una respuesta.
El puño cerrado seguía levantado, sin tocar a la puerta. El yelmo continuaba en su cabeza y no entendía por qué no lograba quitárselo. Tal vez porque, para alguien que lo mirara de afuera, al menos parecería un caballero imponente.
Al final, en su interior, en ese momento João Hanson se sentía como un niño asustado por la vida, torturado por las palabras de una bruja que pretendía sacrificarlo en rituales oscuros en el futuro.
Adentro, Ariane seguía arrodillada en la alfombra. Como un perro condicionado, a la espera del golpe en la puerta.
Aguardaba los tres malditos golpes que acabarían con su vida.
Afuera, João Hanson se acordaba de las palabras más difíciles.
«¿Y si me rehúso?».
Exclusivamente de las más difíciles.
«Tomaré una vida que sea tuya».
Ella tomaría la de él. Si él se rehusaba, tomaría la vida de ella, y eso sería para él como estar muerto en vida y más angustiante que servir en Aramis por el resto de la existencia.
Sería como pasar los días pidiendo al Creador ya no existir más.
Sería como pedir ser borrado de la memoria de semidioses.
Sería simplemente como no ser. O ya no.
Y fue así, pensando en todo lo que le pesaba en las espaldas, como João Hanson desistió de los tres golpes, se volvió de espaldas y caminó en dirección a la mujer de rojo que lo observaba desde el otro lado.
En la caminata, él lloraba y sabía que eran lágrimas.
«Vives en un mundo de intenciones, Hanson».
Detrás del yelmo, João Hanson comenzó a sentir que la presión del cuerpo bajaba. El pecho comenzó a arder y a crepitar como si fuera a explotar. El corazón comenzó a disminuir sus latidos, y algunos metros al frente de la casa se tambaleó y cayó pesadamente, con una rodilla en el suelo.
Una de las manos tocaba el corazón.
La otra apretaba cada vez con mayor debilidad el cordón de compromiso, ante las lágrimas de la lluvia.
En la casa, Ariane vio que la sombra se apartaba del umbral de la puerta sin tocar tres veces. Los ojos continuaban muy abiertos y el corazón seguía latiendo fuerte. Y latiendo vivo.
Su madre intentó tocarla, pero ella se levantó de manera precipitada y violenta, y derribó algunos muebles de la sala mientras corría hacia la puerta como si estuviera ante el fin del mundo.
Corrió como si su mundo estuviera ante el fin.
Y en el momento que abrió la puerta y vio al caballero a algunos metros de la entrada, de espaldas, a punto de caer muerto, ella gritó su nombre.
Y fue así.
Fue así como el mundo y todo cuanto era sombrío, lúgubre, solitario, injusto y cruel en el planeta por un instante, aunque fuera por un solo, bendito instante, pareció iluminado, vivo, presente, justo, bueno y repleto de todo cuanto el ser humano tenía y tiene de mejor.
Al oír la voz de ella, al oír su nombre en la voz de ella, João Hanson se puso de pie, de espaldas a ella, con la imponencia de un caballero real.
Y modificó su intención, sin retorno.
En un solo movimiento se quitó el yelmo y se volvió de frente a ella con la mirada del hombre en el que se había convertido.
Y del otro lado, la dama de rojo, por segunda vez en la misma noche, lo miró llorar por los dos lados de la cara.
«¿Qué es realmente sagrado?».
Ariane Narin corrió hasta él llena de la más pura emoción, y el sentimiento de miles de semidioses corrió con ella a cada paso, a cada aproximación, a cada respiración proveniente de pulmones que respiraban vivos. El sentimiento de miles de semidioses que daban existencia a ese momento purificaba el amor de las dos almas.
«¿De qué está hecho el espíritu?».
Y cuando ella se abalanzó sobre él, y cuando los cuerpos se entrelazaron como dos notas musicales, dos corazones siguieron latiendo con fuerza y al mismo ritmo. Con la misma intensidad.
Y con la misma intención.
«¿Por qué vale la pena vivir?».
Un señor de sombrero de paja pasó por el lugar y pensó que era bonita la escena de dos jóvenes visiblemente enamorados.
Entonces continuó su caminata, pues la vida debía continuar.
Ella apretó los labios contra los de él con tal fuerza, que los dientes se presionaron. Ninguno de los dos protestó de dolor. Y cuando los cuerpos se apartaron, esta vez sí fue imposible decir en el rostro de ambos qué era lluvia y qué lágrimas.
«¿Por qué vale la pena morir?».
João levantó la mano que sujetaba el cordón de compromiso y las lágrimas de Ariane no disminuyeron.
Otros transeúntes observaban la escena y cuchicheaban con sus acompañantes que aquella debía de ser una emotiva despedida entre una novia y un caballero que iba a la guerra.
En cierta forma tenían razón.
En la mente de João Hanson la decisión había sido tomada y él debía honrar y estar listo para todo lo que viviría con ella. Y lo estaría. Porque no lo haría solo.
Finalmente, por más dudas, conflictos y preguntas que la vida le obligara a formular…
«La respuesta a todas ellas es la misma».
… él sabría dónde buscar las fuerzas para proseguir.
«Sólo el amor».
El cordón de compromiso fue colocado una vez más alrededor del cuello de ella. Y ella lo aceptó.
No fue necesario decir nada más. No fue necesario.
«Sólo el amor».
En los mejores momentos de la vida nada más era necesario.