29
Cuando despertó, el mundo todavía era dolor. Y todo cuanto caminaba en él era sombrío, lúgubre, solitario, injusto. Y cruel.
Gritó sin saber por qué con exactitud, ya que motivos no le faltaban. Miró a su alrededor y no vio ni escuchó a nadie. Una brisa sopló, y sintió ardor cuando lo tocó en sus varias y diversas heridas expuestas. Alrededor la tierra no era negra, sino roja. Había un círculo de sangre alrededor del cuerpo estático, el mismo en el que hasta pensar dolía. Finalmente existen recuerdos tan traumáticos que parecen dolores físicos. Buscó fuerzas para intentar levantarse.
Entonces se dio cuenta de que ya no sentía las piernas.
—No, ¡oh, Creador! ¡Por el Creador! ¡Mi Creador! ¡No! —y se quedó allí, golpeando contra el suelo como un luchador que desistiera de un combate. Las lágrimas escurrieron como cascadas en el rostro herido y él sabía todos los motivos que corrían con ellas.
Hundió el rostro en el lodo rojo y se esforzó por no seguir llorando alto como un niño, sino en silencio, como un hombre. Si ese era su destino, si estaba allí para morir solitario sin convertirse en el caballero que se había prometido a sí mismo, que muriera entonces como un guerrero.
Y sólo como guerrero.
—Eso debe doler, ¿no?
Intentó volver el cuerpo, asustado, en busca de la voz de alguien que hacía algunos segundos no estaba ahí. Tenía los ojos desorbitados, conmocionados, emitiendo gruñidos e intentando girar el cuerpo, cuyas piernas no obedecían.
—Es el precio de ser mortal.
La voz se había aproximado. Una voz femenina. Tardó en distinguir de dónde venía. Pies femeninos se acercaron al rostro marcado, pero no parecían tocar el suelo.
—Sin embargo, existen mortales por los cuales vale la pena…
Aquella era una mujer mística. Vestía una especie de corsé negro, con decenas de bordados de símbolos místicos. La falda le llegaba hasta los tobillos y traía sandalias en los pies que no parecían tocar el suelo. Guantes bordados subían por los antebrazos hasta arriba del codo y también era posible ver algunos símbolos bordados en ellos.
Traía un cordón con la forma de un pentagrama grabado en una piedra de jade en el cuello. Y algo semejante a una tiara con una piedra violeta le colgaba en medio de la frente. Además, era un gran ejemplo de mujer gótica. Desde la piel pálida y los labios oscuros hasta el cuerpo espigado cuyo corsé no parecía conseguir contener, así como los cabellos negros con mechones que casi cubrían los ojos alargados, más allá de las sombras alrededor de esos párpados.
—Puedes conseguir de mí una muerte rápida, bruja. Pero no me tendrás en uno de tus rituales sombríos —dijo él, con dificultad en cada palabra.
La mujer sonrió.
—¿Por qué crees que vine para usarte en un ritual?
—Porque eso es lo que hacen las brujas.
Esta vez la mujer rio.
—No porque una de ellas intentó hacer eso contigo, todas lo harán.
Él abrió mucho los ojos, como si el hecho de que ella lo supiera fuera extremadamente sorprendente. Luego modificó la expresión, como si esa información ya no importara.
—No, Hanson. Hoy tuviste una gran suerte. De hecho, sueles tener buenos mentores velando por ti.
—Sólo cuento con uno.
—No me refería a los vivos.
—¿Quién eres?
—Me llamo Strix.
—Una bruja.
—Un hada.
Él abrió mucho los ojos. Si las piernas le hubieran funcionado, habría dado un salto y estaría de pie.
—¿Un «hada»?
—Sí. De las que ofrecen segundas oportunidades.
—¿Y por qué estás aquí?
—Porque me necesitas.
—¿Por qué yo?
—Porque vales la pena.
João iba a hacer otra pregunta, pero todo le volvió a doler. Necesitó algunos segundos bufando en su posición estirada, en busca de fuerzas.
—¿Qué quieres de mí?
—No, la cuestión es qué quieres tú de mí.
Él se quedó observándola, pensando si aquello era un simple alarde. No llegó a ninguna conclusión. Ante el silencio, ella dijo:
—Del otro lado está la Banshee. Tú ya la viste una vez.
João siguió callado. Sabía quién era la mujer de rojo, mensajera de la muerte, que venía a buscar a las almas que estaban por partir.
—Ella espera que decidas si quieres llorar por un solo lado de la cara o por los dos.
Él comprendió. Y todavía no sabía la respuesta.
—Y yo también lo espero —agregó ella.
—Pensé que necesitaría pasar por una prueba o algo similar.
—No soy un hada de ese tipo.
—¿Y de qué tipo eres tú?
La mujer sonrió.
—¿Cómo funciona esto? ¿Te digo qué deseo y tú me lo concedes?
—No; haremos un pacto.
La palabra estremeció a João Hanson.
—No me gustan los pactos.
—Bienvenido al mundo real, fuera de los felices cuentos de los bardos.
—¡Tampoco me agradan las brujerías!
—Estás tratando con un hada.
—¿Y qué quieres a cambio?
—Una vida.
João miró hacia abajo, intentando analizar la situación, y le pareció absurda desde todos los ángulos en que la miró.
—¿Mi vida?
—Dije una vida.
—¿Y de quién sería esa vida?
—En el momento que lo desee vendré a ti: tú la tomarás o me la entregarás, según mi voluntad.
—¿Y si me rehúso?
—Tomaré una vida que sea tuya.
—¿Mi vida?
—Una vida tuya.
João Hanson apretó la tierra roja a su alrededor. Comprendía lo que esto implicaba.
«Porque mi vida está ligada a la de él. ¿Está claro?».
—Pensé que las hadas eran buenas.
—Las hadas no siempre son buenas como narran los bardos. Y está bien, de lo contrario hoy sólo tendrías la opción de morir aquí.
—Tal vez sea la elección correcta.
—¿Quieres que me retire? Sólo necesitas desearlo.
Él así quería. Lo desearía. Pero todavía estaba aquel collar en el cuello. Y un juramento pendiente que no quería morir sin cumplir.
—¿Sabes qué hicieron con mi protegida?
—Sí.
—¿Me lo puedes decir?
—La llevaron a un lugar prohibido, cerrado con magias antiguas y construido sobre huesos de hombres entrelazados con huesos de animales.
—¿Para qué?
—Para atraer a tu tutor. Y cobrarle asuntos pendientes.
—¿Y quién era el ser en los árboles?
—¿Qué te puedo decir? —la mujer abrió los brazos—. Un hada. Como nosotros.
João apretó los dientes.
—¿Y quieres que confíe en ti?
—No tienes muchas opciones.
—¡Vete a Aramis!
—Ya estuve allí.
João volvió a estremecerse. Su nariz sangró.
—Tú no eres un hada. ¡Eres una caída!
—Aun así: un hada.
—¡No hay diferencia entre ustedes y las brujas!
—¡Ah, claro que sí! ¡Y vaya que la hay! ¿Sabes cuál es la diferencia entre nosotros, João Hanson? Nosotras enseñamos a las brujas cuanto saben y sólo les mostramos lo que nos interesaba que supieran. Pero estamos muy por encima de lo que ellas jamás estarán.
—¡Las hadas que cayeron se convirtieron en brujas!
—Sólo las que nacerán de nuevo. No las que, como nosotras, ya estaban en Aramis.
João Hanson tenía ganas de llorar una vez más de desesperación por no saber qué hacer. Pero hasta eso le daba miedo. Al final no sabía por cuál de los lados de la cara iría a lagrimear.
—Tú me traicionarás. Es mejor aceptar la muerte.
—¡No nos confundas! —dijo ella, irritada—. Los demonios traicionan los pactos. Las brujas, a veces. Las hadas, nunca.
—¿Por qué «nunca» lo hacen?
—Está en nuestra naturaleza.
João Hanson se burló.
—¿Cómo puedes decirme eso cuando me encuentro en una situación así, a causa de una de las tuyas?
—Estás así por tu propia incompetencia para lidiar con ella. Además, entiende, infame, que las hadas caídas tienen libre albedrío. Rastyara sólo cumplió su pacto con otra mortal, así como nosotros estamos a punto de hacer el nuestro, si estás interesado.
João se quedó en silencio.
—¿Y qué obtendré a cambio?
El hada sonrió, como si creyera que él jamás preguntaría.
—Cerraré tu cuerpo. Abriré uno de tus chakras para liberar instintos que reprimes. Entonces pelearás sin que te afecten las energías sombrías y enfocarás la energía que posees, pero que no logras canalizar ante magias oscuras.
João todavía era estremecimiento. Y duda. Y miedo.
—No creo en ti.
Ella se puso en cuclillas para quedar más próxima a João. Su olor era mil veces más fuerte e intenso que cualquier afrodisiaco que lady Almirena pudiera comprar.
—¿Cuál es tu deseo, Hanson?
Él quería llorar, pero no se lo permitía a sí mismo. Entonces bajó la cabeza y miró el cordón.
—¿Quieres ir con ella?
Las lágrimas comenzaron a brotar y él les ordenó que no cayeran.
El hada puso dos dedos a la altura de la nuca del muchacho, donde se localiza el bulbo raquídeo. Dijo algunas palabras en idiomas olvidados y João sintió que el cuerpo se le doblaba y sufría espasmos, como si alguien le electrificara la columna vertebral.
La nariz de João Hanson continuó escupiendo sangre, enloquecida.
—Te daré un plazo —dijo ella—. La mitad de la mitad de la mitad de un día. Ese es el tiempo con el que cuentas para ir con ella y decidir. Si eliges volver aquí, cumpliré mi parte del pacto: cerraré tu cuerpo, liberaré tu centro y te mostraré dónde está tu protegida. Y tú me deberás una vida que yo cobraré cuando quiera. —João la observaba tratando de no vomitar—. Si decides que prefieres a la Banshee, ni siquiera llegarás a ella. Llorarás por un solo lado de la cara y tu corazón se detendrá.
João sintió que su corazón latía más rápido, y más rápido, y todavía más rápido, cuando la sensación de vómito pasó y sintió los dedos de los pies.
—Vives en un mundo de intenciones, Hanson. Cuando camines hacia aquella casa, ten la certeza de lo que quieres, pues no habrá retorno.
João sintió que sus rodillas se doblaban. Y el empeine del pie le hormigueó.
—Ahora ponte de pie y toma las riendas de tu destino.
Las manos se apoyaron con firmeza y el cuerpo se balanceó un poco para levantarse, como si tuviera miedo de todo aquello. Pero se levantó.
Cuando João Hanson se puso de pie, otra vez estaba solo. No había hadas ni mensajeros. Sólo él, su conciencia y su centro más profundo.
Tomó el cordón de compromiso en las manos y lo apretó como si fuera el amuleto más poderoso del mundo.
Tal vez en verdad lo fuera.
Las lágrimas seguían corriendo sin que fuera capaz de controlarlas. Y cuando descendieron parecieron limpiarle el corazón, pues lo hacían por ambos lados de la cara.