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Marcharon por las calles iluminadas por antorchas y lámparas.

Eran centenares de soldados uniformados marchando delante de estandartes por las calles de Andreanne, con su rey y sus capitanes entre ellos, en dirección al puerto. Aquella marcha por las calles era una demostración de fuerza, un estímulo a los soldados y, tal vez, para que dijeran un último adiós, pues nadie sabía si regresarían o no de la batalla.

Aquella noche Andreanne no durmió.

Miles de personas se volcaron a las calles e iluminaron la caminata de sus soldados. Entre llantos, gestos, canciones, gritos, apoyo o protesta, centenares y centenares de tropas marcharon delante de arzallinos tensos y no del todo convencidos de los motivos por los cuales sus hijos y jefes de familia salían de casa para luchar por la patria atacada.

Las noticias, sin embargo, habían corrido lo suficiente. Al final las noticias malas viajan en alas de grifos. Las personas sabían que Brobdingnag había desafiado a Arzallum y que estaba en posesión de un arzallino que sería el nuevo avatar. Por eso sabían qué tan importante y necesario era ese momento.

Era difícil convencer al corazón de una madre que veía a su hijo partir para un viaje incierto, o al corazón de una muchacha que sabía que estaría despidiéndose por última vez de su enamorado, o a cualquier bardo pacifista, de que la única forma de diálogo entre razas diferentes —y hasta semejantes— es mediante el exterminio de la vida, que ninguno de los dos lados puede devolver.

En su corcel, el rey Anisio Branford marchaba al frente de sus caballeros y veía en los semblantes diferentes expresiones y sentimientos. A su lado marchaba, uniformado y repatriado, el debilitado capitán Lemuel Gulliver, el padre del niño en discordia, con la apariencia frágil de un muerto en vida que ya no sabe por qué senda camina un hombre encarnado y por cuál un espíritu perdido.

El ejército de Arzallum marchó en aquel comienzo de madrugada dotado de la seguridad del hombre que pretende morir por una bandera que ha aprendido a amar. Y entregó las vidas en las manos de un hombre que nunca se sabía si era lo bastante santo para tener tantas vidas y corazones en su poder. Anisio Branford marchaba en silencio en su corcel, con muchas voces en la mente. Voces de personas cerca de él, de personas distantes, de personas que no estaban más ahí.

El rey oró al máximo Creador y le pidió con vehemencia a los semidioses que se quedaran y lucharan a su lado. Había caminado por una senda y se había perdido en ella lo suficiente para saber que ya no había forma de volver atrás del camino que estaba por tomar.

El proceso entero había comenzado.

Arzallum estaba ya en la primera marcha de guerra.