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Axel sintió que el corazón se le disparaba. La llegada de la princesa a aquella sala no era un hecho, sino un acontecimiento. Resultaba difícil creer en la existencia de un ser como ese, y aun después de creerlo seguía siendo difícil aceptar tal realidad.
Existen dos puntos que deben ser aclarados sobre las mujeres de raza élfica.
Primero, es un hecho que todas eran seres de belleza femenina exótica para los patrones humanos. Sin embargo, eso no significa que todas poseyeran cuerpos considerados como perfectos más por la vanidad femenina que por cualquier exigencia masculina. Así, había elfas pasadas de peso; otras de cabellos cortos, senos grandes, cintura larga, labios gruesos, muslos finos o traseros pequeños. Había de todos los tipos de cuerpos y formatos que un semidiós imaginaría.
Sin embargo, cada cual a su manera, todas ellas eran lindas de ver.
Ya fuera por el contorno delicado del rostro, por los ojos, por la luz que provenía del interior al exterior, cada elfa mostraba lo mejor que tenía y captaba una atracción magnética del sexo opuesto imposible de ignorar.
Pero no la princesa Livith.
Ella era un caso del todo diferente en que allí, sin duda, la exótica perfección imposible de alcanzar por la exigencia humana se mostraba posible. El cuerpo que se movía en vestiduras blancas y ligeras como la seda tenía la piel bronceada, sin marcas de ningún tipo. El tipo de piel que se bronceaba desnuda bajo el sol. Los ojos eran del color de la plata. Los cabellos, de un brillo inhumano que tendía al violeta. De nuevo: la elfa tenía un maldito cabello que brillaba en tonos violáceos: tonos violáceos. Axel conocía a adolescentes que habrían muerto por un cabello así. Las hebras de ese cabello eran lisas y espesas, de una longitud inmensa, presas en una cola de caballo poderosa que aun así se extendía más allá de la cintura. Axel imaginó que aquel cabello suelto y mojado debía tocar el suelo.
Había un cordón con una joya esculpida en entalladura élfica alrededor del cuello. Había pulseras de perlas retiradas de ostras alrededor de la muñeca.
La elfa no caminaba: flotaba sobre el suelo. Tenía una mirada que dejaba a un hombre embelesado y una postura corporal que desafiaba el concepto de fragilidad.
Axel, que era un príncipe, no sabía si sentirse a la altura de aquel ser. Ni siquiera sabía si Anisio, que era rey, se sentiría así. Y fue así, con perplejidad y conflicto, como vio a la princesa hacer una reverencia ante él y decir en erdim lo que el cerebro comprendió:
—Axel Terra Branford, príncipe legítimo de Arzallum, yo soy Livith, princesa hada élfica de la Tierra de Nunca Jamás, y tu novia prometida.
Existían momentos difíciles de creer.