22
João Hanson iba en el carruaje de lady Almirena en dirección a la hacienda de los Goffredo. Un conductor guiaba los dos caballos. Los acompañaba un siervo montado en una mula. En la grupa de esa mula João Hanson volvería después a la hacienda de su mentor. Vestía y cargaba algunos equipos típicos de escuderos, como capacete de hierro, venablo, ballesta y chaqueta reforzada.
João viajaba en el interior del carruaje, frente a lady Almirena, en silencio. De vez en cuando los ojos de ambos se cruzaban e intentaban desviarse. Pero el viaje, aunque no resultara en extremo largo, era lo bastante distante para que aquella situación no pudiera prolongarse demasiado antes de alcanzar la situación de insoportable.
—¿Me quieres decir algo, Hanson? —preguntó la lady de manera directa, como es típico en las mujeres.
João Hanson la miró y dijo, sin cambiar su expresión:
—Nada que a milady le interese.
—La que debería juzgar mis intereses sería yo misma, ¿no estás de acuerdo?
—En todos lo casos que no involucren a mi persona, señora.
El escudero volvió a mirar hacia abajo. ¡Por el Creador, cómo odiaba ese olor! Fuera cual fuese la colonia que usaba aquella mujer, resultaba tan poderosa que en aquel carruaje cerrado tomaba por asalto los sentidos, al grado de dificultar el pensamiento.
—Señora Almirena, ¿le importaría si abro una de las ventanas?
—¿Tienes calor, escudero?
—Un poco.
—¿O no te gusta mi olor?
João tragó en seco. Suspiró y pensó ocho veces en lo que debería responder antes de decir:
—Es una excelente colonia.
Almirena rio con fuerza.
—No es el olor de la colonia lo que te está poniendo así, bobo. Es el olor del aceite esencial.
João siguió mirándola, como si la mujer hablara con él en la lengua olvidada de los devas.
—Está hecha a base de salvia esclarecida. Mi padre la encarga para mí directo de Oriente. —João se sorprendió. Hacía poco tiempo su familia tenía dificultades para decidir qué comprar para comer. Era surrealista saber que, en el mismo mundo, había personas capaces de gastar fortunas para traer aceites de otro continente con la intención de satisfacer los caprichos de una hija—. Es un poderoso afrodisiaco.
João volvió a sudar. Eso explicaba muchas cosas.
—¿De dónde viene ese término?
—De Afrodita. Una mujer que vivió hace tiempo, tan bonita, pero tan bonita, que los hombres se arrodillaban a sus pies y hacían guerras por ella. Dicen que era una semidiosa.
—¿Y por qué el nombre «afrodisiaco»?
—Vamos, porque a toda mujer le gustaría tener su «momento de Afrodita», ¿no es verdad? ¿A qué mujer no le gustaría conquistar a un hombre al grado de que él promoviera una guerra por ella?
—Entiendo —incluso de más.
—¿Tú ya hiciste una guerra por alguien, Hanson?
—En las proporciones en que soy capaz de guerrear, sí, señora.
—¡En serio! Tú eres capaz de arriesgar tu vida por otros, ¿no?
—Creo que todos somos capaces de arriesgarla por quien amamos, señora.
—¿Tú entrarías en una guerra por mí, Hanson?
Era una pregunta capciosa. Negar sería decir que no juraba su lealtad a su tutor. Confirmar sería afirmar que…
«Creo que todos somos capaces de arriesgarla por quien amamos, señora».
Bueno, sería complicado.
—Sería mi deber como discípulo de mi tutor, señora —esquivó.
Lady Almirena sonrió, como si le agradara ese modo esquivo de João. Él lo percibía y seguía sin entender la mente de las mujeres. Al percibir que él miraba hacia fuera, concentrado para no tener que mirarla, Almirena preguntó:
—¿Aún te molesta el olor?
—Ese no sería el término.
—¿Y cuál sería?
João tragó en seco. De nuevo.
—No lo sé, señora. Sólo afirmo que no necesariamente me molesta, como resultaría grosero de mi parte ratificar.
La lady volvió a sonreír, encantada con la educación y la manera esquiva del muchacho.
—¿Sabes? Una de las cosas que las mujeres aprendemos al utilizar esos aceites exóticos es que ellos atacan de manera más directa los sentidos de ustedes, los hombres, cuando los aplicamos en lugares específicos.
—¿Lugares específicos?
—Sí, como aquellos en los que ustedes entrenan atacar para matar.
—No comprendo, señora —ni siquiera sabía si quería comprender.
—Acércate.
João tragó en seco una vez más. En definitiva no debería acercarse, pero…
—No te lo estoy pidiendo; te lo estoy ordenando, escudero Hanson.
El término recordaba el motivo de la obediencia obligatoria. João respiró a fondo y se acercó a ella. La sensación embriagadora de aquel olor se intensificó.
—Siente. Existen puntos como este, aquí, al lado del cuello —ella aproximó el cuello a la nariz de João Hanson y el muchacho sintió que el corazón le latía más rápido: la misma ansiedad que siente un vampiro tentado—. Y existe este otro punto, en la nuca —la joven apartó el cabello pelirrojo para el otro lado y se acercó más, casi reclinando la cabeza en el hombro de João para que él aspirara detrás de su cuello.
Uno de los senos de ella tocó el pecho de él y João tensó todo el cuerpo y apretó las manos hasta que sus propias uñas lo cortaron, al grado de sacarle sangre e impedir que se movieran en direcciones equivocadas.
—¿Sentiste? —la lady se apartó de él, no mucho, pero lo suficiente para mirarlo de frente. João continuó con los puños cerrados.
—Lo suficiente, señora.
—¿Y cuál es la sensación que ese olor te produjo, escudero?
João pensó con rapidez. Rápido, rápido. Y nada le vino a la mente. Pensó de nuevo y… ¡nada! Avergonzado, bajó la cabeza en silencio y se la rascó.
Lady Almirena soltó una carcajada y volvió a recostarse en el banco. Su pierna tocó la de él a la altura del tobillo.
Ninguno de los dos se apartó.
—Una vez encontré a una mujer que vestía ropas extravagantes y decía que era capaz de saber el destino de una persona por las líneas que existen en nuestras manos. ¿Crees que eso sea posible? —preguntó ella.
—Es difícil decir qué es y no es posible en el mundo, señora. Aprendí a confiar en la ley de la espada, pero sólo el Creador y sus semidioses pueden definir qué es o no posible en este mundo.
—Ella me dijo que un hombre haría una guerra por mí. Y que ese hombre haría cosas por mí que ningún otro sería capaz.
—Y desde entonces la señora frecuenta fiestas como las de los De Marco y utiliza aceites que le den un momento de Afrodita para encontrarlo. —João estaba tan distraído, intentando sustraerse de la figura de aquella joven, que sólo percibió que había hablado, sin ninguna pretensión, demasiado tarde.
Los dos se quedaron mirando, serios. Ella parecía conmocionada. Él no sabía si disculparse sería mejor o peor en su situación. Ambos optaron por el silencio.
Y la lady apartó la pierna que se apoyaba en la de él.
Ella también pareció estar a punto de decir algo, aunque tampoco sabía si mejoraría o empeoraría la situación. Así que ambos volvieron al silencio inicial, mirando más allá de la ventana y preguntándose cuánto tiempo restaría de viaje.
Y fue cuando ambos escucharon a la mula que los acompañaba frenar con brusquedad, sin su jinete siervo. Y el olor afrodisiaco de adentro fue sustituido por el olor a muerte de afuera.
El hecho era que aquel viaje demoraría mucho, demasiado tiempo más de lo que cualquiera de los dos jamás habría imaginado.
Y sería recordado por siempre.
Por desgracia, no debido a sus mejores partes.