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El esquí jalado por los dos inmensos tigreses se aproximó a una gigantesca torre.

La ubicación era en el centro de varias casas rústicas. Axel había pasado por ellas al ser conducido y seguía observando la arquitectura alienígena. Las construcciones estaban hechas a base de bambú, lianas trenzadas, madera y paja. Acababan de salir de una playa, donde vivían los mohicanos, y ahora caminaban por un bosque con diversos senderos abiertos. Las casas se desparramaban por el camino, con una arquitectura propia y original, difícil de aceptar para un ser acostumbrado a vivir en metrópolis urbanas.

De hecho, las casas se complementaban con la naturaleza en que se hallaban. No destruían la región natural alrededor, sino que se complementaban con ella. Incluso el diseño de la luz del sol parecía haber sido tomado en cuenta en la técnica con que aquellas construcciones eran hechas, y ese artificio resultaba una ciencia exacta. Con todo, el detalle más impresionante de la arquitectura era que las casas por lo común se expanden sobre una base vertical, y aunque haya construcciones de varios pisos, una ciudad se extiende en sentido horizontal.

Pero no aquella.

—¿Qué lugar es este, mohicano? —preguntó Axel, con los ojos muy abiertos.

—Esta es Themiscyra, hogar de las elfas amazonas.

Aquella urbe se expandía en vertical y eso era lo que impresionaba. Sus casas estaban conectadas por rampas y puentes de lianas y madera, además de sistemas de gruesas cuerdas y poderosas poleas que llevaban objetos de un lugar a otro. Varios bultos caminaban de un punto a otro, saltando como gatos cuando era necesario, pero con la agilidad, ligereza y confianza de un simio al moverse entre los árboles de un bosque.

Entonces Axel reconoció a los «bultos». Eran elfas.

Además de ellas había niños elfos que, cuanto más alto era posible observarlos, más recordaban a pájaros en vuelo, abriendo los brazos y flotando con el viento. El esquí aún era jalado por los tigreses y aquello comenzaba a desesperar a Axel, que deseaba parar para observar mejor aquella maravilla. Parar un poco. O incluso para siempre.

En algunos puntos percibía a mujeres… elfas que se situaban junto a las ventanas y los puentes para mirarlo pasar, jalado por aquellos felinos y escoltado por el mohicano. De vez en cuando, de acuerdo con el humor del viento, algunos árboles se retorcían como si lo saludaran, y hojas y flores caían por el camino recorrido como si hubieran sido arrojadas a propósito.

Y así era conducido, cada vez más hacia las profundidades, por aquellos senderos del bosque, cada vez más devorado por aquella ciudad que crecía hacia arriba, al grado de que los ojos no distinguían su fin.

—¿Qué es aquello? ¿Una prisión? —preguntó, observando la torre que se aproximaba y a donde parecía que era llevado.

—Es la morada de su majestad, donde serás recibido. Aquella es la Torre de Vidrio.

La Torre de Vidrio: diseñada y esculpida con precisión, era ancha, larga e inmensa. De lejos parecía de metal, pero Axel no habría podido asegurarlo. Tenía muchos pisos y muchos vitrales. En la base, alrededor, había mohicanos armados y apostados, con otros tigreses sujetos con gruesas cadenas. Algunos pisos poseían balcones y verandas, donde también había guardias mohicanos. Y había numerosas plantas: raíces que se extendían alrededor de la torre y se ubicaban entre vitrales, gárgolas y otras estatuas de seres fantásticos y desconocidos; más balcones y más ventanas. Las hojas tenían una coloración metálica y contribuían a la conclusión anticipada del príncipe sobre la construcción. El corazón le latió más deprisa conforme la entrada se aproximaba.

Y era bueno que latiera.

Los mohicanos colocaron sus lanzas en vertical y aquello pareció una señal de permiso. Los dos tigreses, siguiendo la orientación del mohicano que los traía de las riendas, pasaron entre los centinelas mohicanos y entraron con el extranjero.

Adentro era mucho más cálido, lo que justificaba las diversas ventanas y aberturas para el paso de la ventilación. Nunca Jamás era una tierra en extremo caliente, pero en el interior de esa Torre de Vidrio era como estar sofocado dentro de una colosal armadura, en pleno fragor de una batalla incesante.

Al mohicano, con su escasa vestimenta, aquello no parecía importarle.

Había una escalinata en espiral, y fue allí donde pararon los tigreses. Dos elfas estaban apostadas al lado de Lirath, la hermana de la princesa. El vehículo paró y el indio dijo al príncipe:

—Sigue con las señoras.

Axel ya descendía de aquel maldito esquí cuando el mohicano lo sujetó por el hombro y lo obligó a mirarlo.

—Sólo mira a cualquiera de ellas a los ojos cuando te hablen. Nunca inicies una conversación. Espera a que ellas lo hagan. Nunca mires, espíes ni muestres deseo por el cuerpo de ninguna de ellas, a no ser que ellas así lo soliciten. Refiérete a ellas por el término «señora» y siempre mantén tu tono por debajo del que ellas emplean para ti.

Axel estaba boquiabierto. Nunca, pero nunca en toda su historia de vida como príncipe real, alguien le había ordenado que fuera tan sumiso en relación con otro ser humano; más aún con las mujeres. Aquellas eran las reglas de un juego que él desconocía y, es más, ni siquiera imaginaba que existiera.

O que debiera coexistir con él.

Las elfas vestían túnicas claras, con sandalias y cabellos que alternaban la parte central lisa y los laterales trenzados. Los ojos eran claros, en tonalidades rosadas, y el olor que emanaban recordaba el de fragancias traídas de Oriente como mercancías raras por marineros mercantes a los puertos occidentales.

La belleza de un ser como aquel trascendía el concepto de belleza y fealdad. Pues la fealdad no existía en Nunca Jamás. Su arquitectura era imponente; sus ciudades, exuberantes; su Torre de Vidrio, magnífica; sus hombres mohicanos, perfectos; sus elfas amazonas, indescriptibles. Los rostros eran más ovalados que los de las mujeres humanas, pero cada trazo resultaba mucho más fino. Los ojos, la nariz, los labios que formaban la boca: todo era un conjunto de sensibilidad extrema y sutil, el cual parecía dibujado con una estilográfica por un artista obcecado.

Y las orejas…

Las orejas eran distintas de las de los niños elfos. Las de las elfas crecían hacia arriba. En ellas, la parte donde las mujeres se pondrían los pendientes no existía y estaba pegada a la oreja en sí, mientras que la de arriba crecía en diagonal: era allí donde estaba adornada con argollas de colores.

Las elfas lo condujeron a otro piso de aquella torre, después de algunos tramos de escaleras y corredores. Por dentro, la arquitectura se mostraba mucho más compleja de lo que parecería en un principio al observarla desde fuera. Había escalinatas que llevaban a corredores que poseían otras escalinatas que llevaban a otros corredores.

Desde lo alto, quién sabe de dónde, resonaba por la torre un sonido lírico y trascendental, producido por las cuerdas de un arpa poderosa. Algunas veces una voz igualmente onírica entonaba canciones en lenguas olvidadas, las cuales recordaban óperas y mantras. Ya fuera el poderoso acorde del arpa o la extasiante voz lírica, cualquiera de los sonidos estremecía. Y en verdad estremecía.

Axel Branford caminaba por aquellos corredores curvos, aún desconcertado. Era como si hubiera sido lanzado a otra dimensión; como si alguien obligara a un ser humano a olvidar todo lo que había conocido como realidad y concretara sueños que antes le eran efímeros.

Justo como sólo los semidioses eran capaces de hacer.

No había en realidad ni un solo elfo adulto en ese lugar. De vez en cuando niños elfos pasaban flotando por las vidrieras, pero incluso los indios mohicanos se constreñían a sus lugares como guardias o centinelas. Y jamás quitaban los ojos del horizonte o de lo que fuera que debieran vigilar. Jamás las miraban. Jamás les dirigían la palabra. Jamás.

El príncipe intentaba no mirar directamente a las dos «señoras» que lo conducían, o a ninguna de las otras elfas que se cruzaban en su camino y que lo miraban directamente, pero era difícil seguir el consejo del mohicano. Ellas vestían ropas de muselina, una tela de alta torsión, hecha de seda muy fina, ligera y… transparente. En definitiva, era muy, muy difícil seguir las indicaciones del mohicano. Sobre todo en determinados ángulos en que la luz del sol penetraba con delicadeza y complementaba las curvas de belleza y gracia de aquellos cuerpos oníricos.

Todo lo que ellas hacían estaba dotado de ligereza. Cuando caminaban, lo hacían con suavidad. Cuando hablaban, la voz era sutil. Cuando lo tocaban, el contacto era tierno.

No había brusquedad en ningún suspiro, en ningún diseño de luz, en ningún gesto de menor o mayor grandeza. Había infancia —o lo más próximo a eso—, había juventud, había incluso madurez, pero era curioso que no hubiera vejez. El tiempo en Themiscyra, o mejor aún, el tiempo en todo Nunca Jamás transcurría distinto porque traía un bagaje histórico, aunque nunca miraba atrás.

Y mientras cada ser permaneciera con esas características dentro de sí, pertenecería a ese lugar. Cuando ya no…

—Alteza.

Una de las elfas tocó la espalda de Axel y el contacto más pareció una descarga eléctrica. El príncipe se volvió hacia ella y la miró a los ojos, sin saber si eso estaba permitido o no.

—Señora.

La segunda elfa también lo tocó y de nuevo el contacto le pareció dotado de las mismas condiciones.

—No la necesitarás, príncipe de Arzallum.

Frente a él había una bañera con agua perfumada con hierbas. Del agua salía un vapor que anunciaba su agradable temperatura. Axel imaginó qué tan sucio estaría y qué tan molesto sería su olor, y se sintió mal. Había un atuendo que parecía de seda y recordaba una vestidura ceremonial.

Y en verdad era una vestidura ceremonial.

Él comprendió.

Permitió que las señoras elfas le quitaran las ropas sucias y entró en la bañera de agua caliente. El aroma era agradable; la temperatura, ideal. Las dos elfas cuidaron de él durante el baño y pasaron hierbas por su espalda, las cuales lo impregnaban de un buen olor. Lo bañaban en aquella agua, mas no de la forma ni con la intención con que una mujer lo haría con un amante, sino mucho más como una madre lo haría con un hijo o una bruja con una iniciada.

En realidad Axel percibió que la forma como ambas lo trataban más parecía la forma en que actúa un dueño cuando baña a su perro que en cualquier otra escena en que se pudiera pensar. Lirath sólo observó, pero lo hizo como si comprobara que las elfas cumplían de manera adecuada con su papel.

Cuando salió del agua, Axel sintió el cuerpo y el espíritu más ligeros. Se puso la ropa ceremonial. Para él, le recordaba vestiduras femeninas, pero es difícil utilizar conceptos propios cuando se comparan culturas extranjeras.

A la postre, las culturas no se miden con señales de más ni de menos.

—¿Qué tela es esta, señora? —preguntó del modo más formal que consiguió, y ellas comprendieron bien sus intenciones sinceras.

—Es chifón —respondió Lirath.

—Se siente muy agradable. Pero me recuerda vestiduras femeninas.

La tela causaba una agradable sensación térmica junto a la piel y era ligera y fina, así que resultaba en extremo apropiada para un lugar caliente y bien ventilado como aquella torre-castillo.

—Tiene sentido, pero nos encontramos en una tierra gobernada por mujeres. Así, el único que mantiene un sentido de masculinidad en esta tierra es nuestro rey elfo.

—Espero que un día me reúna con él.

—Lo harás.

Las tres comenzaron a conducirlo fuera del área de baño. Axel, todavía encantado con la ligereza de la tela, preguntó:

—Disculpen la pregunta, que sonará como la ignorancia de un extranjero, pero me gustaría entender: ¿cómo gobierna un hombre una sociedad de mujeres tan independientes?

Las tres se detuvieron. Y lo observaron sin que se pudiera decir si había censura o comprensión en la mirada.

—El rey elfo no gobierna Nunca Jamás porque sea hombre.

—Perdónenme si di una falsa impresión de machismo; no me refería a eso, señoras. Digo: ni siquiera existen elfos crecidos aquí, ¿no es verdad?

—Sólo uno. Sólo el rey elfo.

—Entonces allí está la cuestión que me gustaría entender: ¿qué lo hace especial? Especial al grado de ser el único crecido. ¡Especial al grado de conquistar el respeto y el liderazgo de una sociedad de mujeres que ni siquiera se inclinan ante indios fuertes y bien entrenados!

—Lo que lo hace especial es que él es elfian pan —insistió Lirath.

Axel se perdió en el erdim sin entender el final de la frase. Comprensible: no tenía en la mente el conocimiento suficiente de aquel asunto para que la intención de aquella frase se tradujera en algo comprensible para él.

—Señora, ¿podría traducir de una forma intencionalmente más clara en erdim qué significa esa expresión en lengua élfica?

—En tu lengua, príncipe, él sería el «elfo tocado».

Axel al fin captó algún sentido.

—Entiendo: pan significa «tocado».

—Más que eso; pero creo que en tu lengua sería lo más aproximado —continuó la elfa—. Pan sería un ser tocado por una fuerza superior. Pen sería un ser tocado por más de una.

—¿Y el rey elfo fue tocado por una fuerza superior?

—En realidad, por más de una. Por eso es el actual Pendragon.

¡La quijada de Axel casi se estrelló en el piso!

—¿Él… él fue elegido después de Arthur?

—Sí, y es por eso, y no por su sexo, que él gobierna Nunca Jamás.

Axel todavía era todo sorpresa. Y deslumbramiento. Y estupefacción.

—¿Y cuándo lo conoceré? —preguntó, con una voz débil.

—Ahora.