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Otro círculo se había formado. Y de nuevo había trece.
Pero aquel círculo no era un aquelarre. Y aquellas personas no eran personas comunes. Algunas incluso eran magas, brujas o místicas. Todas sabían mucho, o casi todo, de un camino de magia. Y aun así se respetaban. Tal vez por eso se respetaran.
El hecho era que allí, juntos, estaban los trece más grandes. Los trece mejores.
Los trece más grandes del mundo.
Ellos se reunían el día 8 del octavo mes, cada ocho años. Y formaban el Círculo de los Dragones. Había poco o tal vez nada que se igualara a un momento como aquel en expresión semidivina en todo el mundo. Aquel no era un círculo de brujería blanca ni negra, sino algo muchísimo más grande. Aquel era el consejo de magia más poderoso del mundo, por encima de cualquier sala redonda o política humana, pues decidía el destino del mundo y la evolución o la involución de la humanidad de Nueva Éter.
Lo curioso era que incluso una involución, en ese caso, implicaba una evolución.
Aquel era el consejo supremo. El Consejo Druida.
Aquel era el Círculo de Pendragon.
—Hoy es la primera vez que nos reunimos desde que nos volvimos doce —dijo el clérigo cardenal Próspero, sacerdote máximo de Quimera.
Los demás estuvieron de acuerdo. La realidad era que una de aquellas vacantes correspondía a la fallecida reina-hada Terra Branford, madre del actual rey de Arzallum.
Obviamente, esa vacante requería ser llenada.
—Los lugares en este consejo se desocupan cada vez más rápido —dijo el mago trol Krull.
El comentario era una provocación directa a Morgana le Fey y a la trágica muerte de Arthur le Fey, el último Pendragon, a manos de su propio hijo. Decían que el trágico acontecimiento se había dado por manipulación directa de la propia Morgana, hermana y reina por derecho de Albión, la cual planeó colocar en el trono a su amante y actual rey, Oronte.
Nadie hasta hoy había logrado probar nada concreto sobre el caso.
—Roguemos porque esto no siga pasando —comentó Morgana con una voz ronca y en extremo fría, como si sólo aquel timbre fuera responsable por todo un invierno.
—La cuestión es ¿quién tomará el lugar en la vacante de la reina-hada Terra? —insistió el clérigo cardenal Próspero.
Silencio.
—Todos aquí saben cuál es la regla —dijo el maestre enano Orgullo—. No somos nosotros quienes lo decidimos. Así fue con Arthur; así será con Terra. El Creador hace el llamado. El elegido llega aquí solo.
El maestre enano tenía razón. Así había funcionado siempre: el consejo se reunía en la misma fecha, pero nunca en el mismo lugar. Y casi todas las personas allí sólo se veían una vez cada ocho años, así que no había forma de que se comunicaran previamente.
En suma, era preciso escuchar el llamado.
Una voz que simplemente les decía a dónde ir y que todo miembro por derecho de aquel círculo escuchaba. Así era, así había sido siempre y ese día no era distinto.
Así, pasado algún tiempo, los presentes escucharon que ella se aproximaba.
El consejo entero se volvió a la recién llegada.
—¿Quién es ella? —preguntó Iddian-Si, la Madre Gorda.
Nadie parecía reconocerla. Incluso así, con sus vestiduras vastas y claras que le cubrían el cuerpo añoso, se aproximó con un bastón que más parecía un báculo místico.
Sin contar el sombrero en forma de cono en la cabeza.
—Es Viotti —respondió Próspero. Madame Lenora Viotti.
—¿De dónde la conoces?
—De un incidente que involucró a nuestro clérigo Thamasa y a la catedral de la Sagrada Creación de Andreanne.
—¿«Un incidente»? Lo dices como si no hubiera sido el motivo de que ya no contemos más con Terra —comentó Krull.
La señora se aproximó, y el consejo la miró fijamente, intentando entender el motivo de su presencia, o el motivo de su elección, que al final eran la misma cosa.
—Buenas noches a todos los presentes de ambos lados —dijo ella—. Como señaló el clérigo cardenal Próspero, soy Lenora Viotti, suma sacerdotisa y una de las únicas sobrevivientes de la cacería.
—¿Una blanca? —dijo con desdén Calígula, suma sacerdotisa calva y repleta de tatuajes y pendientes esparcidos por el cuerpo, el hada caída y maestra suprema de la más temida orden de magia negra del mundo: las Hijas de Bruja.
Los Caballeros de Helsing y otros cazadores de brujas en general serían capaces de hacer pactos con entidades sombrías sólo para tenerla en las manos.
Antes de que alguien se confunda, es obvio que el comentario de la bruja no se refería al color de la piel de Viotti, sino a su clase como maga.
—¿Decepcionada? —preguntó el hechicero Oberon.
Oberon era el hechicero maestro del reino de Orión, que en la actualidad intentaba todo para sacar a la reina durmiente Belluci de su coma profundo. Sin embargo, lo más curioso del caso de este hechicero es que había acabado por hacerse mundialmente famoso por su mayor desliz: un infeliz aprendiz que decidió crear gólems de madera y llevó al reino de Orión a la locura con una caterva de criaturas destructivas.
El episodio fue conocido como el caso del «infeliz aprendiz de brujo».
Aparte de eso, era uno de los magos más notables del mundo.
—Calígula probablemente esperaba que fuera Helena —volvió a decir el clérigo Próspero.
—¿Helena Bravaria? ¿La «desterrada»? —preguntó el mago trol Krull—. Supe que fue expulsada de Stallia como una perra preñada de la que nadie quiere que dé a luz a sus crías.
—Helena Bravaria forma parte del Consejo del Mal —dijo Oberon—. Tal vez un día ella esté en este círculo en el lugar de Baba…
Oberon tenía razón. Cada uno de esos magos y brujos presentes lideraba algún aquelarre, consejo o círculo propio en sus propias tierras. En el Consejo Druida, sin embargo, nunca se aceptaba a dos personas de un mismo círculo o consejo.
Baba Yaga, la bruja de casi tres metros de altura y dientes puntiagudos de acero, exclamó con su voz proporcionalmente alta:
—El nombre que quieres decir es Consejo de Sangre. Para que eso ocurra, hechicero aprendiz —el desprecio venía del caso del infeliz aprendiz—, yo tendría que morir primero.
—No siempre. Zoroastro murió y se convirtió en un maldito «linche».
Él surgió de las sombras. De lejos, entre todos, era el más pavoroso. El más sombrío. El más temido. La presencia del siniestro mago de Oz era tan estremecedora que hasta Baba Yaga, respetada por todos, lo respetaba a él. Vestía de negro y más parecía una inmensa sombra en pie. Su cuerpo era esquelético. Y cuando la luna o alguna otra estrella decidía iluminar su rostro, lo que antes había sido carne ahora era apenas una calavera.
Era el precio de que un humano se convirtiera en un linche. Su poder se triplicaba, pero perdía tres veces humanidad.
Hoy se decía que, si algún día fuera preciso, el único capaz de anular el poder del mago de Oz sería el maestre enano Orgullo.
Quizá eso fuera verdad.
—No estoy viendo mucha productividad en este consejo hoy —dijo, con una voz que parecía no decir nada—. De hecho, cada ocho años veo cada vez menos.
Las personas notaron que, al fondo, el mago Atlantis se mostraba de acuerdo. Guelron no hablaba ninguna lengua de los reinos de la superficie y sólo comprendía las reuniones porque eran habladas en erdim. Tenía un color azulado, sin pelo, con orejas que parecían ostras, piel escamosa y agallas.
No podía estar mucho tiempo fuera del mar, y por eso contaba cada minuto perdido.
Sin embargo, su estadía allí cada ocho años sólo era pautada por la propia presencia en sí. Él nunca decía nada. Sólo observaba, y de vez en cuando se mostraba de acuerdo o en desacuerdo con algo que se decía. Créeme, para el pueblo atlante, que no se involucraba con el pueblo de la superficie, eso ya era un avance.
Para que te des una idea, ninguno de sus príncipes y princesas salió de sus reinos sumergidos ni siquiera para la coronación del nuevo rey de Arzallum.
—Nadie está obligado a venir al consejo —dijo maestre Orgullo.
—Desafortunadamente somos llamados —respondió el mago de Oz.
La atención se volvió hacia él.
—¿Ya pensaste en rehusarte al llamado de tu Creador, mago sombrío? —preguntó el clérigo Próspero.
—Sólo el día en que tome Su lugar o me convierta en uno de Sus preferidos.
Los presentes no sabían si tomar aquello como una gran broma o como la mayor de las amenazas imaginadas.
—Basta de blasfemias por hoy —dijo Oberon—. Tenemos más miembros que aún necesitan decir algo.
Era verdad. Había un encapuchado, con una vestimenta que le cubría todo el cuerpo y la cabeza. Aquella era la vestimenta sagrada del círculo.
Y sólo el actual Pendragon la vestía.
El Pendragon era el único tocado capaz de abandonar el cuerpo físico y, a través de su espíritu, tener acceso al plano de los dragones de Éter.
Sólo un ser vivo en el mundo era tocado con tal don a la vez.
El último había sido el rey y caballero Arthur, y sólo eso da una idea de lo que su pérdida significó para el mundo.
Sin embargo, ser un Pendragon implicaba un camino de gran sacrificio. Era necesario pasar por una gran provocación para ser tocado, y por otras dos para ser elegido.
El tocado podría hablar con los dragones etéricos. El elegido sería capaz de despertar a los devas y decidir el destino del mundo. Por eso el retorno de Merlín Ambrosius era tan esperado.
Porque sería él quien guiaría al nuevo tocado. Y, así, al nuevo elegido.
Otra vez.
Arthur Pendragon había pasado su primera provocación cuando arrancó la espada de la piedra y se convirtió en rey. La segunda fue por matar al propio hijo que lo traicionó.
Mas no pudo hacerlo.
Aquel nuevo encapuchado, allí presente, había pasado por la primera provocación. Y había sido tocado.
En breve todos en aquel círculo sabrían que él pasaría por una segunda provocación.
Pero en aquel instante las personas se volvieron para ver mejor a un mago de vestimentas orientales, con telas y tocados ligeros, como los descritos por las pocas personas confiables que, según deliraban, habían visto a los genios. Vestía una faja que le cubría hasta el ombligo y usaba dos toallas azules: una en cada hombro.
—Y en cuanto a ti, oriental —preguntó Calígula—, ¿necesitas una lengua para decir algo? Puedo arrancarte una, si me la devuelves después.
El mago oriental, que mantenía los brazos cruzados y los ojos cerrados, los abrió con paciencia. Y dijo:
—No hay mucho que decir. Hace ocho años les dije lo que ocurre hoy.
—¿Que llegarían gnomos de los cielos? —preguntó el mago trol Krull.
—El detonador que llevaría al inicio de la gran guerra. Por mí fue dicho que la tecnología evolucionaría con rapidez en este continente, pero que la ambición de este lado de las tierras no la acompañaría. Y entonces habría una gran guerra.
—Tonterías —dijo la horrenda Baba Yaga—, la gran guerra ocurrirá a causa del avatar.
—¿No es increíble cómo el retorno del hijo del Creador está rodeado de odio y rivalidad, cuando debería estar rodeado de amor? —preguntó el clérigo Próspero.
—El día en que tus frailes compartan el poder de las piedras de la creación, entonces hablaremos sobre amor y desapego, sacerdote hipócrita —dijo Calígula.
—Hablar sobre el poder de las piedras y sobre el amor es un pleonasmo, maga de juguete.
Maestre enano Orgullo tomó la palabra:
—Sus discusiones son inoportunas y ajenas a la objetividad que exige nuestro poco tiempo. Tomemos ahora una línea concreta de razonamiento. Den la palabra a aquella que nos confirme o no…
Y todos se volvieron hacia Iddian-Si, la inmensa Madre Gorda.
—¿Qué es lo que este consejo desea saber? —preguntó ella, con su voz poderosa.
—¿Es verdad que tienes a un niño que rompe el Pacto de Swift? —preguntó maestre Orgullo.
—No se habla de política en el círculo —dijo Morgana le Fey.
—Sí se habla cuando nos referimos a una criatura que puede ser el avatar —comentó el mago de Oz.
Las personas callaron. Hasta que el mago trol dejó escapar:
—No me sorprende que a Morgana no le guste hablar de política en este círculo.
—Cállate —dijo el mago de Oz, el único que osaría hablar con alguien presente en esos términos sin sufrir las consecuencias. Y dijo, en dirección a la Madre Gorda—: Ahora ratifica o rectifica lo que te fue preguntado.
Iddian-Si pareció incómoda. Y al fin dijo:
—Sí. Es verdad.
—¿Un niño que puede provocar la gran guerra? —preguntó maestre Orgullo.
—No es esto lo que provocará la gran guerra —dijo el mago oriental.
—Sé que soy nueva en este consejo y pido disculpas por solicitar la palabra —dijo madame Viotti, volviéndose hacia el mago genio—, pero una vida no es una cosa, mago oriental, para usar ese término.
—Ni siquiera me refiero a una vida, bruja menor —era extraño que una señora como Viotti fuera llamada «menor», pero, a fin de cuentas, ¿no era ella la integrante más nueva de ese consejo?—, sino a una actitud.
Maestre Orgullo ignoró el comentario del mago genio y preguntó a la Madre Gorda:
—Bueno, ahorra tiempo y dinos: ¿es él?
De nuevo se hizo el silencio ante la tensión de una respuesta que lo cambiaría todo. Las motivaciones. Las actitudes. Las búsquedas. El mundo.
Iddian-Si, sudando como una puerca por todos los poros y exhalando un fuerte olor por las axilas, dijo al fin:
—Yo creo que sí.
Hubo explosiones de murmullos de desdén. Y hasta burlas.
—Oh, mi Creador, ella «cree» —rezongó Oberon—. Ahora el mundo está listo para cambiar.
—¿Y qué vendría después? ¿Enseñarnos cómo crees que debemos mantener la forma física? —preguntó el mago trol Krull.
Iddian-Si cerró la expresión, mas no respondió a ninguna burla. Hubo más en un corto lapso.
—Dame al niño y lo descubriré en dos tiempos —dijo Baba Yaga—. Si no lo es, le devoraré la cabeza. Y los brazos. Y todo el resto. Y serviré la sangre en copas ante el altar de sacrificios.
—No hoy —dijo Zoroastro, y todos callaron una vez más ante el mago de Oz. Cualquier risa, broma o comentario perdió vida y se secó—. Hoy, Iddian-Si es parte de este consejo.
—Lo cual debería darle la prudencia para pensarlo los días a partir de mañana —dijo Calígula, mostrando la lengua; el órgano también tenía un pendiente—, tal vez incluso más de uno.
—Madre Gorda —intervino maestre enano—. ¿Estás consciente de lo que es expuesto en este círculo?
Iddian-Si movió la cabeza. Y se tardó en decir:
—Lo sé.
—¿Y sabes que, si no lo compartes, cada uno de nosotros apoyará a cada aliado que decida buscarlo?
La mayoría se mostró de acuerdo y asintió con la cabeza. Incluso el callado mago Atlantis.
—Lo sé —respondió ella.
—¿Y que estamos hablando no sólo de místicos, sino de ejércitos?
La Madre Gorda casi pareció sonreír.
—Lo sé.
—¿Y aun así pretendes correr el riesgo?
—Sí.
—Date cuenta de que, cuando digo riesgo, me refiero al de que él no sea quien tú crees que es.
—Aun así, maestre enano, me arriesgaré.
—¿Entonces eliges guardar para ti el conocimiento dado a la humanidad? —preguntó el clérigo Próspero—. ¿Será que tamaño corpachón necesita también de un enorme egoísmo para saciarse?
—Si este niño vino a mí, creo en un motivo dibujado en los trazos del destino.
La mayoría rio con ganas.
—Se creen muchas cosas cuando el poder pasa por nuestras manos.
—Nada que ninguno de ustedes no habría intentado.
Se hizo el silencio. No porque analizaran la última frase, sino porque meditaban cómo dar el próximo paso. En realidad todos sabían cómo hacerlo. Pero pocos en ese círculo serían capaces de decirlo.
—Vamos a consultarlos —dijo el mago de Oz.
El corazón de todos los presentes latió más rápido.
—¿Estás seguro? —preguntó Morgana—. Desde Arthur, todavía no intentamos un contacto con…
—Algún día llegaría ese momento —dijo el pavoroso mago.
—Y en verdad llegó —dijo maestre Orgullo—. Nuestro caso es obvio. La única forma de confirmar si este niño es o no el avatar será preguntándole a ellos.
Madame Viotti, que ya había visto mucho en esa vida, casi no podía hablar. Llegaba a erizar la piel que su Creadora la hubiera elegido para ver un momento como aquel, después de todo lo que había presenciado.
—Entonces que sea —rezongó Morgana—, y que acepten las consecuencias de la respuesta.
—Vamos a limpiar la energía de este círculo —dijo el hechicero maestro Oberon, casi como una orden—. Es hora de que hablemos con los dragones de Éter.
—Que el nuevo Pendragon, actual señor de los dragones, se presente —dijo maestre Orgullo.
El encapuchado, que se había mantenido en silencio por su propia y absoluta elección, dejó caer su capucha y quedó con el torso desnudo.
En su espalda, con marcas que aún mostraban algunas cicatrices, se hallaba el dibujo de un dragón tatuado en la carne, que se enroscaba a lo largo de la columna vertebral de aquel tocado.
El círculo pronunció mantras que generaron un violentísimo embudo de poder.
El otrora encapuchado caminó hacia el centro y sintió cómo se agitaba con violencia la vibración a partir de sus entrañas.
Abrió la boca y gritó. Los ojos se encendieron. El dragón enroscado y grabado en su espalda adquirió color. El espíritu fue violentamente separado del cuerpo físico y lanzado a otro plano espiritual.
Y él preguntó a los poderosos dragones de Éter si ese niño al fin era o no el esperado avatar del Creador de Nueva Éter.
Y obtuvo la respuesta.