6
João Hanson despertó tras recibir una cubetada de agua fría en la cara.
Se levantó asustado, procurando comprender en orden lógico lo que en ese momento aún le resultaba subjetivo. Dormía en una cama dura, improvisada con paja y cobijas, en el suelo de un establo donde también descansaban los caballos. El olor del lugar era nauseabundo, con excremento animal y orina por todos lados. El tipo de peste que no se va aunque el sitio se lave y al que tras un largo tiempo de exposición el ser humano se acostumbra, sin saber si se debe a que el olfato decidió ignorar la información sensorial o si el tufo se impregnó tanto a lo largo de la exposición que resulta casi imposible olvidarlo tras distanciarse de él.
—¿Cuántas malditas horas necesitas para dormir, Hanson? —preguntó un hombre de pie ante él.
Eran las cinco de la mañana.
Tal vez João se había ido a dormir hacia la medianoche. Había sido asía lo largo de la semana. João había llegado sonriente al nuevo puesto de escudero de caballero. Traía una sonrisa en el rostro, satisfacción en las espaldas y un orgullo inflamado en el pecho. Una mochila con pocas pertenencias y una cobija personal.
Saludó a Reinaldo Grimaldi, caballero de la Guardia Real y su nuevo señor, y preguntó dónde guardaría sus cosas. Reinaldo le dijo que en su cuarto. João ya entraba satisfecho a la casa, cuando el caballero le gritó. El muchacho se volvió asustado, sintiéndose como un criminal atrapado en flagrancia por un delito del que aún no tenía conciencia suficiente para comprender que lo había cometido.
—Si te veo entrar otra vez por la puerta delantera de la casa, te golpearé en la nuca, ¿comprendes?
João pensó en responder, pero sólo asintió.
—El escudero entra por la puerta trasera de la casa de un caballero. Su lugar es con los animales y con la ralea a la que pertenece. ¿Comprendes?
João comprendió. Y con la cobija entre los brazos, en profundo silencio, caminó hacia el establo sucio, vacío y embriagador.
En los cuatro días que llevaba la semana, había sido despertado a cubetadas de agua fría. Primero, a las ocho de la mañana. Después, a las siete. Luego, a las seis. Y ese día, aunque no lo sabía, eran las cinco.
Otra vez estaba mojado y con frío. Sentía sus huesos crujir como ramas en crecimiento que acumulan nieve sobre sí. Ramas que crujen con el peso que cargan. Pero no se rompen.
—¿Cuántas malditas horas necesitas para dormir, Hanson?
El hombre continuaba allí, mirándolo, a la espera de una respuesta grosera. Deseando una respuesta así. Pero, sin inmutarse, João se levantó y sólo dijo:
—Pocas, señor.
El hombre ante él no era sólo un caballero. Conocido como lord Ivanhoe, Reinaldo Grimaldi era uno de los caballeros originales de la histórica y sangrienta Cacería de Brujas, convocado personalmente para aquello. Un caballero que había testificado el desafío ante un Tribunal de Arthur por parte de João Hanson contra un hombre que insultó la honra de su prometida, en una arena dominada por magias antiguas donde el chico mató por primera vez. De vez en cuando João tenía pesadillas cuando recordaba lo sucedido. Pesadillas por rememorar la sensación de quitar una vida. Pesadillas porque le había gustado aquella sensación. Por no sentir remordimientos.
Y por sentirse pecador ante la culpa de no sentir culpa.
—¿Tienes frío? —preguntó el caballero Reinaldo Grimaldi.
Era la primera vez en cuatro días que se lo preguntaba.
—Un poco, señor.
Reinaldo hizo estallar una palmada en la nuca de João.
—El frío es «psicológico» —una expresión difícil y poco utilizada aquella empleada por el caballero—. Repítelo.
—El frío es psicológico, señor.
Reinaldo asintió dos veces, se volvió de espaldas y salió mientras rezongaba:
—En dos minutos allá afuera. Con la espada.
Y dejó el establo antes incluso de que João Hanson dijera: «Sí, señor». En la nuca sentía la marca roja en la región castigada. El joven miró la espada de madera apoyada en un rincón. Una espada de entrenamiento, como la que había utilizado al prepararse como escudero. Como aquella con que había derrotado a un guardaespaldas y espadachín experimentado, antes de matar a su protegido algunas horas después.
La culpa ante la falta de culpa volvió a corroer al joven Hanson.
Parecía que el hedor de aquel no disminuiría.