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Sala Redonda. Una mesa octogonal, que recordaba a un círculo.
El rey Anisio Branford estaba ante la mesa que antiguamente había contado con siete consejeros, uno de cada color, pero que ahora tenía ocho, un poco más apretados. Antes había sillas que más parecían tronos, con joyas incrustadas en la mesa que representaban el color y la importancia de cada consejero.
Hoy las joyas seguían allí, pero las sillas habían sido abolidas. El rey Anisio llegó a la conclusión de que las medidas de emergencia necesitaban soluciones rápidas. Y que las reuniones terminan mucho más rápido cuando las personas están de pie. Era muy probable que la reina Blanca Corazón de Nieve también quisiera estar presente, pero en ese instante dormía con tranquilidad, sin imaginar lo que hacía su esposo.
El sol aún no había nacido.
—La situación que hoy debe ser juzgada tiene el carácter urgente que esta convocatoria súbita exige. Como todos saben, Arzallum fue invadida por una tecnología a la que nunca tuvimos acceso, y mi llegada al trono de este reino inició una nueva era en la que enemigos y aliados declarados están muy bien establecidos.
La sala se encontraba decorada con blasones de guerra, con las banderas de Arzallum y de la Guardia Real y, hoy en día, también con la de los Caballeros de Helsing.
Cuando el rey se reunía con sus consejeros en la Sala Redonda, nadie debía molestarlo, a no ser por un motivo de extrema urgencia. Y así como toda reunión con los consejeros se daba por cuestiones de emergencia, resultaba difícil imaginar mejores motivos para interrumpir una sesión.
Sin embargo, en ese momento tocaron a la puerta. Y el motivo era justo.
La capitana de la guardia entró con el capitán Lemuel Gulliver. Todos los presentes guardaron silencio, sorprendidos con su entrada, aunque ya supieran que ocurriría. La verdad sea dicha, no ocurría todos los días que incluso los consejeros reales vieran ante ellos a un original.
—Su majestad. —Bradamante hizo una reverencia.
El capitán Gulliver la imitó.
—Consejeros.
Sabino von Fígaro, con la figura y el manto claro del consejero Blanco, invitó a Lemuel Gulliver a colocarse a su lado. La capitana se quedó al fondo, a la espera de ser solicitada en caso de que su opinión fuera necesaria.
—Señores, con mucha sorpresa y admiración tenemos hoy de vuelta en este palacio a uno de los héroes originales que lucharon al lado de mi padre, el rey Primo. Su llegada, sin embargo, trajo noticias alarmantes, que me ponen en una peligrosa encrucijada, donde cualquier decisión que tome cambiará a Arzallum para siempre. Otra vez.
Los silenciosos consejeros menearon las cabezas cubiertas. Todos estaban enterados ya de lo que ocurría.
—Pues bien, en este momento Brobdingnag tiene en su poder a un niño arzallino, llamado Jack Spriggins. No obstante, su verdadero nombre es John Gulliver, hijo de nuestro capitán, aquí presente, Lemuel Gulliver —los consejeros permanecieron en silencio, aunque era posible sentir las ansiedades y las preocupaciones—. Los motivos que llevaron a nuestro capitán al aislamiento ya les fueron explicados y no será juzgado por nosotros en esta sala, pero sí el hecho de que, independientemente de la forma como se dieron los acontecimientos, hoy existe una ruptura del tratado establecido en el Pacto de Swift. Y aquí, en este día, es hora de que Arzallum decida qué posición adoptará ante eso.
El consejero Negro, en la figura del robusto coronel Athos, segundo en comando en la Orden de los Caballeros de Helsing y adversario de Sabino von Fígaro, exclamó:
—Su majestad, ante el escenario propuesto no es mucho lo que debe discutirse. Si Brobdingnag tiene a un niño arzallino en su poder, con lo que falta al pacto, es obligación de esta nación ante el mundo exigir tal custodia de regreso o tomarla por la fuerza si es necesario.
El rey hizo una señal en dirección a Sabino y el consejero Blanco opinó:
—Sin embargo, uno de los grandes dilemas aquí establecido es que el niño del que hablamos en realidad es un infante medio arzallino —por debajo de las capuchas coloridas todos abrieron mucho los ojos—. En realidad, John Gulliver es hijo de dos arzallinos, pero nació en la capital del reino gigante, Lorbrulgrud.
Los consejeros murmuraron para sí mismos. Al fin comprendían dónde estaba el gran punto de aquel conflicto. O al menos creían comprenderlo.
Sin embargo, no estaban conscientes de que aún no tenían ni idea.
—Me gustaría comprender mejor dónde se encuentran las ideas ambiciosas de la señora Mary Gulliver al tener a su hijo en esas tierras.
El propio capitán Gulliver tomó la palabra. Impresionaba cómo, poco a poco, la figura de aquel viejo padre cansado, que había llegado a Arzallum desesperado y en harapos, daba lugar a un capitán militar con años de experiencia como héroe de guerra.
—La señora Mary Burton —repara en la ausencia de su propio apellido— se convirtió en aprendiz de la bruja más influyente de Brobdingnag.
—¿La Madre Gorda? —preguntó el consejero Negro, demostrando por qué era el antiguo comandante máximo de los Caballeros de Helsing.
—Sí —respondió Sabino, en su eterna reyerta—. La bruja Iddian-Si.
Ambos consejeros se quedaron mirando. Y el consejero Púrpura, conocido por tener la mayor preocupación debido a la responsabilidad de los consejeros de aquella sala, afirmó:
—Su majestad, si comprendo lo que está en juego, me gustaría adelantarme para votar en contra. Todos aquí tenemos conciencia de que armar ejércitos para subir hasta un reino en posición estratégicamente superior y de poder destructivo mayor que el nuestro no sólo implicaría condenar a muerte a miles de arzallinos, sino también incendiar la pólvora que provocaría una Primera Guerra Mundial en Nueva Éter.
—Exactamente —comentó el rey, para dejar en claro que quería escuchar el resto de la conclusión.
El consejero no tuvo otro remedio y concluyó:
—¡Entonces, su majestad, no entiendo cuál es la duda aquí propuesta! Sí, todos podemos solidarizarnos con el dolor del capitán Gulliver. Muchos aquí son padres y saben lo que eso significa. Pero, como consejeros reales, estamos conscientes de que no podemos matar a miles para salvar a uno.
—¿Pero y qué de la moral de Arzallum? —preguntó el impulsivo consejero Rojo.
—¿Cómo? —el consejero Púrpura se volvió hacia él.
—¿Y qué de la moral de esta nación? —insistió el consejero Rojo.
El rey Anisio no dijo nada; ya había evaluado aquella situación, pero quería ver a sus consejeros debatiéndola.
—Eso no tendría relevancia en este momento —dijo el consejero Verde, siempre con la esperanza de tiempos mejores—. ¡Concuerdo con el consejero Naranja! No podemos mandar a miles a la muerte por una cuestión de «moral nacional». Si así fuera, deberíamos pensar primero en la moral humana.
—¿Amarillo? —preguntó el rey, y sólo entonces percibieron qué tan en serio se tomaba Anisio Branford aquella cuestión, como si ya se hubiera abierto oficialmente una votación.
—Su majestad, comprendo los dos lados que están siendo sopesados en esta balanza. Comprendo la prudencia y el impulso. No considero sensato matar a miles para salvar a uno, pero la cuestión es que estamos ante la violación de un pacto conocido por el mundo, y la no intervención de Arzallum en el asunto sería algo más grave de lo que parece.
—¡Es obvio que sí! —dijo el consejero Negro—. Si Arzallum aún quiere mantenerse como la más grande de las naciones, ¿qué moral tendrá ante el mundo si decide esconderse cuando alguien la desafía en forma tan abierta? ¿Cómo podrá exigir la palabra de otras naciones si no cobra el cumplimiento de lo que ha sido establecido en acuerdos?
—Azul —dijo el rey; así como hacía Primo Branford, más parecía una intimación que una pregunta; era el momento de cuestionar al consejero de mayor intuición—. ¿Qué opinas sobre el caso?
Azul se mantuvo quieto por un momento. Y dijo:
—Que no podemos dejar la situación tal como está o Arzallum perderá la moral, pero antes deberíamos dar al rey Blunderbore y a Brobdingnag la opción de entregarnos a la criatura de modo pacífico.
El capitán Gulliver miró para abajo, pensativo. Todos los presentes emitieron murmullos, pues concordaban en que aquella parecía la mejor solución.
—Brobdingnag no nos entregará al niño pacíficamente —dijo Lemuel Gulliver.
—¿Y cómo estás tan seguro, capitán? —preguntó con su cordialidad de siempre el consejero Naranja.
—Porque yo estuve allá. E hice la misma petición.
Los consejeros se sorprendieron.
—¿Y cuál sería el interés de Blunderbore en provocar a Arzallum por una simple criatura? ¿Y el interés de Mary… —casi dijo «Gulliver»—. Burton en permanecer al lado de una nación que puede usar a su hijo como detonador de una guerra mundial?
Sabino von Fígaro respondió:
—Mary Burton espera la guerra. En su ambición, anhela que Brobdingnag destrone a algún rey enemigo y la coloque en el puesto de reina.
—Además de eso —dijo el rey Anisio— sabemos que Brobdingnag y Minotaurus son aliados. Y Ferrabrás está ávido de un motivo para enfrentar a Arzallum.
—Otra razón más para no meternos en esta guerra con ellos —insistió el consejero Púrpura.
Se hizo el silencio en la sala. Y silencio. Y sonido:
—Consejeros —dijo el rey—. En vez de preguntar en forma individual, el día de hoy haré una excepción para pedirles que sólo levanten las manos tras mi pregunta.
Los consejeros se miraron. Pero nadie protestó.
—Tomando en cuenta que hay una falta de respeto al Pacto de Swift y que Brobdingnag ya manifestó a un testigo aquí presente que no pretende disculparse ni mucho menos ceder al motivo de tal falta de respeto, ¿quién de ustedes está a favor de la declaración de guerra?
Los consejeros Rojo, Negro y Azul alzaron las manos. Así eran cinco votos contra tres.
Hasta que Sabino von Fígaro la levantó también.
El rey movió la cabeza. Los otros consejeros se extrañaron de que el consejero Blanco hubiera tomado parte de la decisión. A final de cuentas era raro que estuviera de acuerdo con cualquier razonamiento del consejero Negro, al menos con las informaciones que estaban sobre la mesa.
A no ser que hubiera algo más que ellos no supieran.
—Señores, tenemos un empate. Así, pediré que quienes estén a favor de la guerra que mantengan los brazos levantados —dijo el rey—. Y de cara a la información que revelaré ahora, que los otros se manifiesten todavía en contra o, en caso de que cambien de opinión, levanten también las manos.
El ambiente de aquella sala en verdad se estaba poniendo tenso. Y empeoraría.
Al fin había llegado la hora de poner todas las cartas sobre la mesa.