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Los guardias de la parte trasera fueron dominados con rapidez. Tanto por el asunto numérico como por la sorpresa del ataque.
Era un hecho: aquella prisión solía tener intentos de fuga. Pero toda amenaza siempre venía «de adentro hacia fuera». Jamás había ocurrido que la regla se invirtiera.
Como en aquella madrugada.
Los ocho guardias del espacio trasero fueron sorprendidos, dominados y amarrados. Todos quedaron bastante lastimados. Mas ninguno fue asesinado.
Al frente de la prisión casi cien adolescentes comenzaron a hacer alboroto y a arrojar objetos hacia la entrada para obligar a los guardias reales a pedir refuerzos y acudir a la entrada con antorchas y lámparas.
Atrás, Snail incapacitó de un golpe poderoso al guardia de la derecha.
«Es el que toca la alarma».
Después caminó, con sus seguidores detrás, hacia el corredor oscuro, cuyo acceso estaba impedido por la secuencia de portones de hierro y poderosos candados.
—¿Y ahora, cabezona? —gritó, sin mirarla.
—Apártense.
Todos abrieron un espacio entre Liriel Gabbiani y los portones de hierro. La voz de mando de la chica incluso asustaba. Pasó ante un Snail boquiabierto sin mirarlo. Estiró una de las manos. Y…
¡Clanc!
Uno de los candados se torció con violencia, en una dirección absurda, como un dedo roto. La chica continuó caminando en dirección al portón, frunciendo las cejas y seguida de…
¡Clanc! ¡Clanc! ¡Clanc! ¡Clanc!
¡Cuatro candados rotos en los portones que venían después del primero! Los adolescentes se miraban maravillados. Snail no, pero siguió detrás de ella.
Liriel Gabbiani caminaba y las viejas rejas de hierro se doblaban a su paso, abriéndose solas con violencia y ruidos estruendosos de choque entre metales.
Cuando cruzó el quinto portón estaba por seguir adelante cuando Snail le tocó el hombro:
—¡No, ponte en medio! ¡Quédate detrás de mí y entre ellos!
Los veinte adolescentes se agruparon alrededor de ella. Otras decenas comenzaron a surgir de las sombras, afuera, y a invadir el lugar como lombrices perforando la tierra.
Snail corrió con ellos detrás, mientras que la mayoría de los guardias reales se ubicaba en la entrada, donde más adolescentes hacían alboroto como si quisieran invadir la prisión por el frente.
Él corrió por una inmensidad de corredores, como si estuviera acostumbrado a ese lugar o al menos ya hubiera estado preso allí y no sólo conociera la rutina de aquel sitio, sino también su estructura.
Un grupo de doce guardias pasó corriendo y percibió el movimiento, asustado. Estaban en un pabellón por encima del subsuelo; el grupo corría hacia el pabellón superior cuando se topó con decenas de adolescentes que invadían el lugar. El grupo de Snail no lo pensó dos veces y se les echó encima, en un cruento combate.
Esta vez habría muertes.
Con todo, Snail dejó que algunos de sus jóvenes se trabaran en la lucha, mientras seguía con Liriel y algunos más por aquellos corredores y escaleras oscuros, como un gato que anduviera por la mansión donde creció.
—¿Acaso ya cumpliste pena en esta prisión, negro? —preguntó ella, mientras corría en medio de los otros.
—No. ¡Pero soy bueno con los mapas!
Liriel frunció las cejas, intentando comprender. Y al fin lo hizo.
—Eres un desgraciado.
Era obvio. ¿Por qué, al final, había pasado meses con su grupo al lado de William Scarlet y otros de la confianza de Locksley, patrullando puertos y lugares sospechosos en busca de la misma runfla a la cual siempre había pertenecido?
Para ganar confianza y reunir mapas de esos mismos «lugares sospechosos que debían ser conocidos para evitar invasiones». O ser colocado en aposentos donde esos mapas estarían, lo cual, para un ladino competente como aquel maldito, era exactamente lo mismo.
Él se detuvo en medio de un corredor y provocó que algunos de sus seguidores se atropellaran por la brusca frenada.
—¡Aquí! —dijo con vigor.
—¿Qué?
—¿Ves esa reja de hierro?
En verdad había una reja de hierro. Varias a lo largo del suelo, dispuestas en varios cuadrados a lo largo del pasillo.
—Sí —concordó Liriel.
—¡Son sitios de ventilación para los presos en las celdas solitarias del subsuelo! ¡Son los únicos huecos por donde entra aire!
—Bien.
—¿Cuál es el decimotercero? A ver, ¿cuál es? —gritó, ansioso, obligando a muchos de sus chamacos a acercar las antorchas desde el inicio del corredor y contar juntos para comprobarlo.
Pusieron a Snail frente al decimotercer cuadrado.
—¡Vas tú! —le dijo a Liriel, con urgencia.
—¿Qué quieres que haga?
—¡Arráncalo! —gritó él.
Liriel, más irritada por el grito que por voluntad propia, lo forzó con violencia y la tapa de metal subió de manera brusca, rodando en dirección a Snail. Aunque se inclinó, la tapa lo golpeó en el brazo y le dejó algunos hematomas antes de caer en el suelo con un ruido estridente.
Él no protestó.
—¿Pero qué maldición de cuerda es esa? —preguntó Liriel cuando lo vio retirar un pedazo de soga muy fina y negra, que no parecía capaz de aguantar a un solo hombre. Lo peor es que la cuerda ni siquiera estaba en una bolsa, sino que parecía entrecruzada a lo largo de varios bolsos falsos del abrigo del ladino, como una cobra enroscada en la ropa.
—Es la «cuerda fría». No se fabrica, al menos no por los medios normales. En realidad no es exactamente una cuerda: se trata de un organismo inteligente, utilizado para amarrar… «criaturas». Es casi invisible a los ojos y resulta imposible partirla. Ni siquiera la sientes en la piel. A no ser, claro, que seas de origen feérico.
—¿Cómo que un «organismo inteligente»? ¿Me estás diciendo que esa cosa está viva?
—Sí, pero no como un animal, ¿sabes? Más como una planta.
—Ah. ¿Y los Cazadores de Brujas saben que les falta una de esas entre sus accesorios?
—Bueno.
La cuerda fría fue lanzada hacia algunos de los adolescentes presentes. Snail sujetó la punta y comenzó a amarrársela alrededor de la cintura. En realidad, «amarrar» no sería el término más apropiado; el hecho fue que, cuando la pasó alrededor de la cintura y apoyó la punta suelta en el cuerpo donde haría el nudo, el propio organismo inteligente comprendió lo que él intentaba y se convirtió en una sola cosa, sin principio ni fin.
En el otro extremo, cinco adolescentes se iban apartando y sujetando de distintos puntos de la cuerda, como un cable de fuerza. Otros buscaban algún punto de apoyo para asegurarse a cada uno de ellos y ayudar así a evitar la fricción, pues los cinco serían jalados en dirección contraria cuando tuvieran que soportar el peso de Snail. También podrían haberla enroscado en algún soporte, pero sólo el ladino sabía cómo destrabar lo que quiera que fuese aquel siniestro mecanismo.
Snail saltó como una araña descendiendo por su tela hacia el agujero oscuro. Cuando llegó al suelo, ordenó:
—¡Aviéntala!
Arriba, el adolescente Oliver dejó caer una antorcha como lo haría con una maceta con plantas, dejando apenas a la acción de gravedad el cuidado de que la parte de fuego no se volteara al revés.
El desgraciado de abajo tomó la antorcha que caía en la oscuridad sin quemarse, como si fuera la cosa más natural del mundo.
La prisión era húmeda y fétida. Había poco aire y mucha suciedad. Piedras alrededor y lodo. Orina y heces se mezclaban con la comida para animales. Y entre esa amalgama bizarra había un hombre de uñas inmensas, y barbas y cabellos blancos tan largos, que más recordaban la figura de los viejos profetas locos.
En realidad, tal vez en verdad él fuera un profeta. O simplemente un loco.
El hecho es que, en el momento que Snail aproximó la antorcha a su rostro, hubo una sonrisa.
—Hola, Jim —dijo el negro ladino—. Tú no me conoces, pero vine a sacarte de este calabozo. Existen hombres peores que tú para sufrir este destino.
«En tu caso, es hora de que tengas un mejor lugar para morir».
Fuera profeta o loco, el viejo del otro lado también sonrió.