41
Axel Branford frenó al corcel Boris a pocos metros del mar. Estaba oscuro y se escuchaban las olas al fondo, rompiendo de manera violenta. El olor que venía con la brisa que lamía el mar era salado y lo bastante frío para estremecer a un hombre común.
Pero no a un hombre como esos.
—¿Y ahora? —preguntó, a sabiendas de que el extraño no entendía su idioma.
En realidad, era un indio mohicano, como el viejo indio Dulan que un día conoció en el trayecto en dirección a las Siete Montañas. Los otros también los acompañaban y, aunque estaban lastimados, no manifestaban hostilidad contra Axel.
En realidad, parecían mostrar respeto.
El indio menos lastimado hizo movimientos con las manos que Axel reconoció; no exactamente los movimientos, sino el lenguaje detrás de ellos.
Erdim.
El mismo lenguaje del viejo mohicano. La lengua en que las palabras no hacían sentido a través de la armonía de las frases, sino de las sensaciones provocadas por las vibraciones energéticas que representaban.
«En este tipo de lenguaje las palabras tienen vibraciones, y esas vibraciones definen los significados».
Un idioma universal. Un idioma que debía ser escuchado sin pretensión y respondido sin preocupación.
«Probablemente escucharán la misma frase en formas diferentes, sus cerebros la recibirán en forma diferente, pero el sentido será único».
Un idioma basado en «intenciones».
—¿Entonces debemos ir hacia allá? —dijo Axel para sí mismo, comprendiendo lo que le era comunicado.
La cuestión era que «allá» era el mar.
No había pasajes y ninguno de aquellos mohicanos parecía capaz de dividir el mar en dos, como en la historia de fantasía de una de las novelas más famosas del mundo de Nueva Éter.
En la práctica, el idioma estaba lleno de expresiones tónicas, que recordaban dialectos antiguos. Y aunque Axel comprendiera la intención de lo que el mohicano quería explicarle, aquello no tenía sentido. Y habría seguido sin tenerlo si él no hubiera recordado el momento con el viejo Dulan hacía tiempo.
Momentos al lado del maestre Ira.
«¿Y qué responde cuando le preguntan sobre su lugar de origen?».
Momentos al lado del maldito maestre Ira.
«La primera a la derecha, siempre de frente, hasta el amanecer».
—¿Y cómo llegaremos allá? —preguntó, transformando la intención en erdim.
El hecho es que el príncipe sabía la respuesta. Sólo que últimamente no estaba en buenos términos con su Creador para aceptarla.
El indio respondió, e independientemente de lo que hubiera dicho de manera textual, Axel comprendió la intención de la respuesta.
—Con fe —susurró, contrariado—. Siempre con la maldita fe, ¿no?
Tuhanny gritó un ¡kiai! como si lo regañara.
—Como si ya no tuviera suficiente con un hermano mayor en piel leprosa de anfibio poniendo a prueba mi paciencia, ahora mi vida tiene también un águila que se da aires de ama.
Boris se puso en dos patas, preparado para aceptar y creer en lo que su jinete parecía ordenarle.
—¡Tienes razón, mohicano! Yo monté en un unicornio negro y fui lanzado a kilómetros de distancia por un viejo indio que afirmaba venir de allí, a donde ustedes pretenden llevarme —dijo Axel, con la expresión seria—. Y a pesar de que el Creador y yo estamos en un periodo de diferencia de opiniones, tendría que negar un encuentro con un hada para no creer en su existencia. Y no creer que hay más ocurriendo en este mundo de éter de lo que nuestros ojos pueden distinguir.
Los mohicanos parecieron entender y volvieron sus monturas hacia el mar. Los caballos bufaron. Trotaron un poco en la arena.
Y partieron.
—¡Confía en mí, luchador! —le dijo a su corcel—. ¡Reúne valor! ¡Y ve!
El corcel se levantó de nuevo en dos patas de manera mucho más agresiva que la anterior.
Y, sin dudar un segundo, partió alucinado hacia el mar.
Al fondo, olas poderosas seguían rompiendo con violencia. Y mientras más cerca del mar, más aterrador se volvía ese momento.
Tuhanny lanzó un ¡kiai! y se sumergió en un vuelo a la misma altura que el galope del corcel.
Las patas golpeaban el fondo y levantaban arena. Y ellos se aproximaban. Más cerca. Más cerca. Cada vez más cerca. El sonido de las olas al fondo era tan fuerte, pero tan fuerte, que más parecía salir de una caracola junto al oído. El caballo saltó hacia el mar, listo para hundirse en las aguas que lo llevaban hasta las olas.
Y en el segundo que antecedió a la brusca entrada en el agua oscura, aquello sucedió.