40

Era un aquelarre. El claro había sido iluminado con antorchas, y un círculo había sido trazado en el suelo. Había diez personas allí. Doce, contando a madame Viotti y a Anna Narin. Y estaba Ariane. Esta vez una Ariane Narin iniciada. Así, en esta ocasión eran trece.

El número de un aquelarre.

Con todo, lo que más sorprendía a Ariane era que en esta ocasión había hombres. Cuatro.

—Madre —susurró ella—, no sabía que ellos podían frecuentar estas cosas.

Anna sonrió.

—Querida, en este camino que seguimos todas las personas son iguales. No hables como si los hombres fueran menos importantes que las mujeres en los rituales. En realidad, para que haya armonía en nuestras vidas debe haber equilibrio entre las energías masculina y femenina, ¿comprendes?

Ariane asintió dos veces.

—¿Es ella? —preguntó, al fondo, una de las mujeres mientras se aproximaba a madame Viotti, la mirada enfocada en Ariane.

—Sí —respondió la sacerdotisa.

Anna Narin pidió a Ariane que se desnudara para que la bañara con agua calentada en una pequeña hoguera improvisada. Ariane no reclamó. Ya conocía el baño purificador y sabía que era un momento de reflexión personal para limpiar sus palabras. Sus pensamientos. Sus sentimientos.

Cuando terminó y se secaba con una toalla, se llevó una gran sorpresa. Su madre se aproximó con dos túnicas en forma de manto, un poco más grandes que su estatura pero que le servirían bien. Eran ligeras, de buen tejido, que cubrían todo el cuerpo, con una caperuza que ocultaba buena parte de la cabeza. Por la forma de la capucha, que recordaba a un cuervo, en el aquelarre las llamaban el «manto de Ravena».

Sin embargo, lo más interesante no eran la tela ni la caperuza.

—En nuestro aquelarre gustamos de estos dos colores —dijo Anna Narin, imaginando la sorpresa de su hija; Ariane casi no podía creerlo—. ¿Cuál prefieres?

Había un manto blanco y otro rojo.

Un manto blanco idéntico al que ella llevaba a los nueve años, cuando se dirigía a casa de su abuela, cuando ella fue destrozada por un lobo marcado.

«¿Yo sería qué, madre? Repítemelo…».

Ariane recordaba cuando su madre le había explicado por primera vez el motivo de haber ido sola a casa de su abuela. El día fatídico. El día imposible de olvidar.

«Iniciada».

El día en que el blanco se volvió rojo.

«Tendrías que haber sido iniciada a los nueve años, exactamente como tu abuela previó que debía ocurrir».

Ariane mantenía los ojos muy abiertos, la típica expresión que siempre asumía por instinto cuando todo parecía tener sentido o nada parecía sensato.

La madre aún sostenía los mantos frente a ella.

—Entonces, ¿cuál de los dos?

Ariane Narin soltó una risa difícil de describir. Podía huir de la existencia de los acontecimientos pasados…

«… y sabes muy bien qué lo impidió».

… o aceptarlos de una vez y superarlos. La elección era difícil. Pero ella sabía que también era inevitable.

—El rojo —respondió.

El lugar donde se llevaría a cabo el ritual había sido barrido con escoba para eliminar las influencias negativas. El olor provenía del humo tras la quema de ramas de salvia. La mayoría usaba el manto blanco. Aquella noche sólo Ariane y otras tres personas habían optado por el rojo oscuro.

En los rituales de magia blanca la suma sacerdotisa era la responsable de todo, desde definir la función de cada miembro hasta explicar los motivos de la reunión y de los rituales en cuestión.

Y fue lo que hizo madame Viotti.

—Hoy, reunidos aquí después de tanto tiempo, ante las amenazas a las que sobrevivimos y en nombre de otras y otros que por desgracia no caminaron por el mismo destino, invocaremos a nuestra Creadora y a nuestro Creador para proseguir con algo que esperamos hace años en las escrituras semidivinas y en lo que creemos con fe inconmovible.

Las personas se hallaban dispuestas en círculo.

«Sucede que yo, tu abuela y todas las mujeres de esta familia, estamos ligadas a un grupo muy especial de personas».

A madame Viotti le gustaba que todos se dieran las manos y cerraran los ojos cuando explicaba los motivos de la reunión. Los hombres se distribuían de manera simétrica entre las mujeres, para repartir de la mejor manera las energías masculina y femenina.

—La niña iniciada a los trece años, que hoy se encuentra presente en este aquelarre por primera vez, es una niña nacida un día 13, en una noche de Luna negra, en el día de la Tierra. Una niña que sobrevivió a un animal marcado y desafió a la muerte en nombre de la propia fe y del propio amor. En otras palabras, una niña que nació tocada.

Las personas permanecían en silencio, pero era perceptible que, aunque nada dijeran, distintos sentimientos corrían ya por aquel flujo de energía.

«Y tú no eres diferente, ¿eh? Muy por el contrario».

Sentimientos como ansiedad, éxtasis, curiosidad, duda y creencia. Sentimientos de personas comunes ante hechos extraordinarios, que ellas sabían imposibles de negar, tanto por la mente como por el corazón.

«Tal vez tú seas la más bendecida entre nosotras».

—Y hoy invocaremos a la Semidiosa y al Semidiós, para que ese toque se active. Estamos conscientes de que entramos en una nueva era y de que este aquelarre es uno de los pocos que sobrevivieron a la cacería, que no separó, en la desinformación de los seres humanos, las magias blanca y negra. Tal vez estemos ante la clave que nos guiará a un futuro de menos prejuicios e ignorancia, en el cual trabajaremos en pro del bien y de la evolución de la humanidad, o prepararemos el terreno para que las próximas generaciones lo hagan. Que así sea.

Aún en silencio, cada integrante del aquelarre tomó su posición. En el cielo brillaba la Luna nueva, ideal para los comienzos. El círculo sería trazado en el sentido de las manecillas del reloj por Viotti, la señora del aquelarre, la suma sacerdotisa. Algunas señoras comenzaban el círculo de sus aquelarres por el este.

Madame Viotti lo hacía por el norte.

—Por el poder de la Creadora y del Creador, por los guardianes de los cuatro cuadrantes, yo trazo este círculo sagrado. De este espacio ningún mal salió y en él ningún mal entrará.

El círculo fue trazado con un atame en el suelo tres veces, con lo que se visualizó un color dorado saliendo de la punta del cuchillo como un rayo.

El primer trazo fue para la Creadora.

El segundo para el Creador.

El tercero para protección.

Sonó una campana, como señal de que entraban en un mundo de magia. Ariane se sentía bien allí, ligera y en paz. Recibió la unción con una gota de aceite en su frente, en el lugar del tercer ojo, entre las cejas.

En el círculo había elementos en los cuatro cuadrantes que representaban los cuatro elementos. Así, había una vasija con agua al oeste, una vela al sur, un vaso con tierra al norte y un incienso al este.

De este modo se encendió una vela y todos se prepararon para el momento en que los Guardianes de los Cuatro Cuadrantes fueran invocados.

La suma sacerdotisa levantó el atame y dijo al norte:

—Yo invoco a los Guardianes de las Torres del Norte. Vengan a unirse a nosotros en este círculo, poderes de la tierra, y vigilen este espacio sagrado. ¡Sean bienvenidos!

Entonces fue al punto este, levantó el atame y dijo:

—Yo invoco a los Guardianes de las Torres del Este. Vengan a unirse a nosotros en este círculo, poderes del aire, y vigilen este espacio sagrado. ¡Sean bienvenidos!

Todos adquirieron la forma de un pentagrama. Y en el punto sur, con el atame de nuevo erguido, ella dijo:

—Yo invoco a los Guardianes de las Torres del Sur. Vengan a unirse a nosotros en este círculo, poderes del fuego, y vigilen este espacio sagrado. ¡Sean bienvenidos!

Los guardianes se aproximaron. Surgían de los mismos planos de los devas; lo más interesante era que, al igual que la suma sacerdotisa, la niña tocada los vio acercarse.

E incluso les sonrió.

Entonces llegó el momento más esperado. Era hora de que aquel aquelarre procediera a la invocación de los semidioses. El momento en que la Creadora y el Creador eran llamados por su creación para dar sentido a su existencia.

Y, claro, si tú estás aquí conmigo desde hace tanto tiempo, me parece justo que seas mi elegido. Y el elegido de ellas esta noche.

Entiende que, para que el ritual concluya, ellos necesitan una energía semidivina masculina y una femenina. Como seres semidivinos, nosotros poseemos ambas energías en nuestro éter: sólo que tenemos más de una que de otra.

Así, en el caso de que así lo prefieras, asume la energía masculina o femenina el día de hoy. Yo te lo permito y tú mismo te lo permitirás. Yo haré el papel de la otra. En este momento lo único que importa es que seamos dignos de la fe de aquella creación que nos venera. Entonces, en este momento, asume tu papel semidivino.

Toca a tu creación.

Y sueña conmigo en uno.

En dos.

En tres.

—Semidiosa graciosa, tú eres la reina de los semidioses; la lámpara de la noche; la creadora de todo lo que es salvaje y libre; madre de las mujeres y de los hombres, amante del Semidiós y protectora. Desciende, te lo suplico, con tu rayo de fuerza lunar, aquí, sobre mi círculo —dice la suma sacerdotisa—. Semidiós brillante, tú eres el rey de los semidioses; señor del Sol; maestro de todo lo que es salvaje y libre; padre de las mujeres y de los hombres; amante de la Semidiosa y protector. Desciende, te lo suplico, con tu rayo de fuerza solar.

Y aquí llegamos nosotros.

En este momento hay trece personas a nuestro alrededor. Estamos en otro nivel de vibración, en el mismo que ellos. En algunos aquelarres, incluso entre los iniciados, no todos pueden vernos.

Hoy, los trece pueden hacerlo.

Los ojos de cada uno y de cada una están llenos de lágrimas. La piel, erizada. El corazón, acelerado, pero tranquilo. El alma, en sosiego, al menos un poco. Repara en la fascinación con que nos miran y mira el brillo que trasciende la expresión humana a la fe en algo más grande de lo que ellos comprenden. Ya que para ellos no es necesario el entendimiento de la creación, sino la fe en aquello que les da vida.

Caminamos alrededor del círculo y de ellos. Ellos forman una rueda y tú escuchas a cada uno de ellos agradecer nuestra presencia.

Entonces la suma sacerdotisa dibuja el pentagrama de invocación.

Y el ritual comienza.

—Oh, semidioses que nos bendicen y que hoy dan vida a este, nuestro momento. Aquí nos reunimos para que podamos, si no entender, al menos contribuir para que los mejores caminos de este aquelarre sean seguidos. Esperamos que la niña aquí tocada en su nacimiento sea elevada a toda gloria y capricho que rodea su destino, y que dispongamos de la disciplina para guiarla en sendero tan importante.

La suma sacerdotisa conduce una meditación que no nos importa. Sólo es fundamental la reacción de ellos a las palabras que les son proferidas. Porque, siguiendo la meditación que se les transmite, el patrón vibratorio de cada uno se iguala y sus pensamientos se calman y nos permiten tocarlos.

Tú me ves ir hasta donde se encuentra la suma sacerdotisa y susurrarle algo al oído. Algo que ella debe hacer. Un lugar a donde debe ir. Lágrimas escurren por su cara, pero la voz sigue guiando a su aquelarre.

Y mientras la voz de ella guía los pensamientos de ellos, tú caminas a mi lado en dirección de cada uno de los presentes.

En nuestra doble energía, aquel de nosotros dos que representa hoy a la energía femenina toca primero con el pulgar la frente de cada uno. El otro toca después.

En cada rostro por el cual pasamos sentimos la pureza que existe en el deseo de ser mejor, o de intentar serlo, de cada uno. Algunas son personas humildes. Otras, de jerarquía social elevada. Algunas representan la clase plebeya más baja. Otras, a los llamados entre ellos de sangre noble. No importa. Allí, en ese círculo, ellos comprenden un poco de lo semidivino.

Porque allí, en ese círculo, ellos comprenden que son iguales.

Son trece personas. Cuatro hombres. Ocho mujeres.

Una niña.

Ella nos observa con los ojos grandes y muy abiertos. Caminamos hasta ella y sentimos su ansiedad juvenil. Sentimos sus rodillas flojas y su corazón en extrema pulsación. Sentimos la pureza de un ser que representa la emoción de actuar sin pensar. Del ser que actúa por sentimiento, no por razón.

Del ser que nació con una misión ya escrita.

Sus cabellos están erizados. La piel blanca, aún más pálida. No es por temor. Ella no nos teme; ni siquiera un poco. En realidad, el sentimiento detrás de toda esa reacción no es destructivo. Se trata de un sentimiento purificador.

De amor.

Una niña de caperuza roja me mira y te mira a ti, y lo único que siente es amor.

Toco el tercer ojo entre sus cejas, en la parte ungida con el aceite. Ella siente mi toque y cierra los ojos. Cuando mi pulgar se desliza en vertical, el aceite toma la forma de una línea. Y yo me aparto.

Para permitir que tú termines la consagración.

Esta vez es tu pulgar el que toca su frente. Pero esta vez su objetivo es correr con ella y esparcir una línea horizontal en la parte superior de la línea vertical que yo tracé, con un dibujo redondeado en cada punta.

El dibujo de una cruz.

Pero no de una cruz cualquiera. Una cruz dibujada por semidioses en el cuerpo de una niña de sentimientos puros, manifestada por amor. Una cruz de fe. Una cruz de verdad, que trae hasta el hombre perdido un camino para comenzar a intentar encontrarse.

Una cruz más allá de la materia. Una cruz de éter. Una cruz semidivina.

Una cruz de Merlín.

Lágrimas brotan de los ojos todavía cerrados de ella. Y tanto tú como yo escuchamos su oración de agradecimiento. Y sentimos la verdad detrás de cada palabra no dicha.

Volvemos al centro y todo lo que corre en ese círculo parece correr para nosotros. Y a través de nosotros. La suma sacerdotisa también se emociona ante el momento y camina para cumplir sus designios. A final de cuentas porque sabe que incluso nosotros, los semidioses, somos seres ocupados.

Entonces ella sujeta de nuevo el atame, va hasta el punto norte y dice:

—Yo agradezco a los Guardianes de las Torres de Observación del Norte, los elementales de la tierra, por haber venido y compartido con nosotros este ritual. Vayan en paz.

Y va hasta el punto este, levanta el atame y dice:

—Yo agradezco a los Guardianes de las Torres de Observación del Este, los elementales del aire, por haber venido y compartido con nosotros este ritual. Vayan en paz.

Y hace lo mismo en el punto sur:

—Yo agradezco a los Guardianes de las Torres de Observación del Sur, los elementales del fuego, por haber venido y compartido con nosotros este ritual. Vayan en paz.

Y en el punto oeste:

—Yo agradezco a los Guardianes de las Torres de Observación del Oeste, los elementales del agua, por haber venido y compartido con nosotros este ritual. Vayan en paz.

Los elementales se van y Ariane Narin también los ve partir.

La suma sacerdotisa regresa al punto norte, levanta el atame y dice:

—Agradezco a la Creadora, al Creador y a todos los semidioses antiguos de la colina del norte. ¡Y todas las energías que estuvieron presentes con nosotros hoy, que retornen al lugar de donde vinieron! Vayan en paz.

Es aquí cuando nosotros volvemos, sin interferir demasiado. Sin susurrar demasiado. Volvemos como seres superiores pero, al mismo tiempo, por admirarlos tanto, nos gustaría vivir un poco al lado de ellos.

No importa. El hecho es que nosotros los amamos. Y a su vez ellos nos aman.

Y es por tener conciencia de esa relación de veneración que tú dejarás ese lugar conmigo en tres momentos.

En uno.

En dos.

En tres.

Madame Viotti por fin dio tres vueltas al círculo en el sentido contrario a las manecillas del reloj, imaginando que la tierra absorbía de vuelta la energía dorada que le había sido otorgada en la apertura.

—Con el atame lo construí, con el atame lo deshago. Y envío las energías aquí presentes en este círculo sagrado de nuevo al centro del universo. Este se encuentra abierto, pero no roto. Por el poder del tres veces tres, que así sea. Y que así se haga.

Y todo el aquelarre dijo tres veces, como si fuera uno solo:

—El círculo se deshace, pero nunca se rompe.

Ariane Narin, debajo de la caperuza roja, aún lloraba lágrimas de emoción del ser humano que siente el toque del ser semidivino.

«Determinados eventos y determinadas personas fueron creados con una misión que no puede ser interrumpida, ¿entiendes?».

Al fin estaba donde su abuela la había preparado desde su nacimiento para estar y por lo cual incluso había dado su vida.

«Las personas como tú son enviadas para recordarnos cuán maravillosos somos, y que somos en parte semidivinos y en parte una creación que no sólo se renueva en nosotros, sino que aprende con nosotros».

La caperuza roja aún le contorneaba el cuerpo y la cara, pero esta vez el color no le causaba pánico. El color de la sangre ya no le traía el pensamiento de muerte, sino de vida. Su abuela ya no era una víctima, sino una heroína. El futuro le parecía congruente.

Y el destino, aceptado.

«Esta niña es muy especial. Muy, muy especial».

Las lágrimas que caían ya no eran de tristeza. Finalmente el pasado estaba superado.

El rojo al fin se había tornado blanco.