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Había unos ciento cincuenta muchachos allí. Un joven diez años mayor. Y una chica. Los diecisiete elegidos creían que entrarían en una prisión de máxima seguridad y sacarían a un prisionero probablemente condenado a morir olvidado en aquella cárcel.

—Vamos por la parte de atrás —dijo Liriel Gabbiani, que había tomado el control de la acción. Snail Galford no sabía si hacía lo correcto al dejar que ella manejara la situación.

¿Pero qué hacer? Él mismo no tenía una idea mejor.

—Hay guardias atrás —advirtió uno de los adolescentes.

—Hay guardias en cualquier lugar de esta prisión.

—¡Hay candados en las rejas!

—Ustedes se encargan de los guardias. Yo de los candados.

Y así sucedió. La parte trasera de la prisión estaba formada por rejas de hierro con candados poderosos. Había varios niveles, compuestos de varias secuencias de rejas, en un siniestro corredor oscuro. Había un lecho en el suelo por donde corría un riachuelo estrecho, el cual provenía de una naciente desviada para la utilización de agua en la prisión.

En los días más fríos ese lecho se congelaba, pero aquella noche aún no hacía el frío suficiente para que ocurriera.

—¡Son ocho! —dijo Snail—. Ninguno de ellos espera un ataque de frente. ¡El más peligroso es el de la derecha!

—¿Por qué? —preguntó uno de los jóvenes.

—Es el que toca la alarma.

—Entonces lanza la mayor parte encima de él.

—No —dijo Snail—. ¡La mayor parte irá al frente!

—¡No entendí, padre! —dijo otro joven.

Aquel término siempre lo estremecía.

—La mayoría de ustedes irá al frente de la prisión a causar un alboroto. Finjan que protestan por la captura de alguien, insulten a los guardias y hagan lo que sea para llamar su atención hacia allá.

—¡Vaya, hasta que en verdad aportas algo cuando debes improvisar! —dijo Liriel.

—Uno de nosotros necesita aportar algo, ¿no?

Ella le sacó la lengua y sonrió.

—Son ocho guardias atrás —dijo uno de los jóvenes—. ¿Cuántos de nosotros van contigo?

—Veinte serán suficientes. Los otros cien seguirán cuando abramos los portones. ¡Los demás armen su alboroto al frente!

—¿Podemos matarlos? —preguntó uno de los más jóvenes, con una mirada rabiosa que asustaba.

—Procuren no hacerlo —dijo Snail—. Al ver compañeros muertos los demás se volverían más violentos.

Todos se mostraron de acuerdo.

Había llegado la hora de poner en práctica un plan que tenía todo para salir mal.