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El rey Anisio Branford estaba sentado en su inmensa cama real, pensativo. Su reina entró en el cuarto y acomodó las almohadas para acostarse a su lado.

—Estoy preocupada, Anisio —dijo, mientras golpeaba su almohada para quitarle el polvo.

—¿Por qué, Blanca?

—¿Sabes? Sé que todo lo que nos es mostrado por Rumpelstiltskin resulta en extremo fascinante, pero me preocupa lo que tendremos que darle a cambio.

La reina Corazón de Nieve no tenía la menor idea de las decisiones mucho peores y grandiosas que su marido debía tomar en aquel momento, y Anisio podría haberla enterado, de haber querido. Pero aún no tenía ganas de hacerlo.

—Necesitaremos darle lo que todo hombre en su posición espera: ¡dinero para el proyecto!

—Un dinero con el que Arzallum no cuenta.

Anisio calló, inquieto. Blanca se sentó en la cama y estiró las piernas. Vestía una ropa ligera, casi transparente bajo determinados ángulos de luz, pero Anisio se hallaba tan lejos que no parecía notar si su mujer lucía bella o no con esos atuendos.

—¿Cómo puedes hablar con tanta seguridad de algo que no conoces?

—Consulté las finanzas del Tesoro Real.

Anisio se levantó de la cama, exaltado de la pura sorpresa.

—¿Y con qué maldito derecho hiciste eso?

—¡Con el de una reina! ¿Acaso ahora algún siervo real debería negar tal exigencia a su soberana? ¿O debo actuar como una reina-títere y aguardar a que algo te ocurra para comenzar a descubrir cómo gobernar esta nación?

Anisio suspiró. Y se sentó de nuevo.

—Perdóname —se hizo un silencio incómodo; ella no dijo nada a la espera de que él continuara—. Es que aún no me acostumbro a esa situación.

—¿La de estar casado?

—La de compartir mis responsabilidades.

La reina se aproximó y le tocó la mano que reposaba sobre la cama.

—¿Me amas?

—Más de lo que un bardo sería capaz de narrar.

—¿Cuánto?

—Al grado de vivir una vida en piel de anfibio. O de partir una piel de vidrio.

—Si puedes hacer eso, entonces sabes que soy el alma que te complementa. Y que estaré a tu lado en los mejores momentos, pero mucho más en los peores.

Anisio tomó su mano. Era como si ella supiera. Como si ella siempre supiera cuando él la necesitaba más.

—Confía en mí. Encontraré una forma de financiar la revolución de la nueva era.

—No tengo duda de eso, amado. Lo que no sé es si ese proceso será benéfico o destructivo para ti.

Anisio era inteligente y lo bastante experimentado para saber a dónde quería llegar la reina.

«La cuestión, Axel, es que si harás eso, me gustaría que sea por los motivos correctos».

—Explícame.

—Quiero decir, Anisio, que me gustaría tener la seguridad de que pretendes hacerlo porque consideras que es lo que se espera del rey de Arzallum y no porque la obsesión por no decepcionar a tu padre aún te persigue, al grado de querer estar a la altura que tú crees que él esperaría de ti.

Anisio se acostó a su lado. Miró al techo. Y suspiró.

—Tomo mis decisiones por mí mismo, si eso es lo que temes. No hay ninguna creencia menos peligrosa que desear ser tan bueno como él.

—¿Nunca mejor que él?

Anisio siguió mirando el techo. Cerca de ambos había un espejo, que Blanca evitaba, al lado de una curiosa llave con punta de estrella, sujeta por un pesado llavero compuesto de monedas antiguas soldadas, sacadas del fondo del mar. Una llave que sería importante, pero no allí.

Junto a todo eso había un gran cuadro con el busto de Primo Branford y la reina-hada Terra.

—Eso no sería posible.

—¿Y si lo fuera? —insistió ella.

—¿Qué tiene?

—¿Y si fuera posible ser mejor que él? ¿Te gustaría?

Anisio pensó. Y cerró los ojos.

—Eso no sería posible.

Blanca Corazón de Nieve habría jurado que los ojos de aquel cuadro estaban siempre vueltos hacia ellos.