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–Ella le puso John al bebé, en homenaje a un tío mío ya fallecido. John Gulliver.
—¿Y por qué te lo ofreció a ti? —preguntó el rey Branford.
—Porque él debía ser criado en el mundo de los hombres. Y quizá yo no sea el jefe de familia más dedicado del mundo, pero tampoco me gustaría ver a un hijo de mi sangre criado por otra raza.
—Aún así, disculpa la franqueza, capitán —el general Sabino eligió con cuidado las palabras—. Tú no eres una persona con apego a la familia. Podrías, por ejemplo, haber entregado el bebé a las monjas para visitarlo cada vez que regresaras de tus viajes. Algún motivo te habrá llevado a abandonar la vida en el mar para convertirte en padre de tiempo completo.
El capitán guardó silencio. Como todos esperaban su respuesta, dijo, en tono de lamento:
—Mereces todos tus nombramientos. Tienes razón: esa sería mi naturaleza. Si no la más noble, al menos una decisión creíble, al tratarse de mí.
—Entonces…
—Entonces descubrí que mi hijo John, a pesar de ser aún un bebé, ya era tratado como un «nuevo mesías» en Brobdingnag. Todos ustedes saben que ya estamos en los tiempos que los estudiosos definieron para el regreso de Merlín Ambrosius, por lo que todos están ávidos del niño santo.
—Pensé que Merlín regresaría por medio de una virgen —dijo la capitana.
—Es una metáfora —corrigió Sabino—. La virgen, en este caso, es en el sentido de alma pura, no de… Bueno, eso debería ser obvio, ¿no? De lo contrario cómo… Bueno…
—No importa —cortó el capitán—. Lo que interesa aquí es que el rey Blunderbore comenzó a creer en la historia de Mary respecto de que John sería ese niño. Por eso me llamaron allá.
—Y acordaron que lo trajeras contigo —concluyó Sabino.
—Porque sólo entre los humanos sería posible saber si es el verdadero avatar —aportó el rey Anisio.
Todos se quedaron quietos, mientras el capitán Gulliver bajaba la cabeza. Esta vez, el rey Anisio Branford no esperó a que continuara y afirmó:
—Y es por eso que, aun contrariando a tu naturaleza, lo trajiste al reino humano —se pasó la mano por la barba una vez más—. Porque tú también dudaste.
El capitán continuó con la cabeza baja.
—¿Y por qué entonces no buscaste a Primo Branford, capitán? ¿Por qué no me buscaste a mí?
—Ellos me hicieron creer que un día mandarían gigantes a buscarlo. ¿Saben? Ninguno de ustedes tiene idea de lo que es al menos imaginar la posibilidad de ser el padre del avatar. Es una sensación de incómodo conflicto entre el éxtasis y el miedo, en sus límites extremos. Yo tenía miedo. En verdad lo tenía.
La capitana tomó la palabra:
—¿Fue entonces cuando te cambiaste el nombre? ¿Y comenzaste a vivir en una aldea de pescadores?
—Sí, adopté el nombre de Gildrig, como me llamaban en aquellas tierras, y el apellido Spriggins. A John lo llamé Jack. Y por nueve años lo vi crecer, temiendo exponerme al punto que un día los gigantes, o los espías de aquella raza, nos encontraran —una pausa—. Al menos antes de que yo tuviera la certeza.
Sabino von Fígaro se rascó la nuca, comprendiendo a dónde llegaría aquello. Y fue así, preocupado, como escuchó al rey Anisio preguntar:
—¿Pero los gigantes nunca vinieron?
El capitán Gulliver negó con la cabeza. Y dijo:
—Tenía miedo de que eso provocara un conflicto entre hombres y gigantes. Una guerra que arrastraría muchas vidas con ella, que me quitaría a mi hijo —la voz quedó presa en la garganta—. Porque… —la voz seguía atrapada— era la primera vez, en toda mi vida… ¿Cómo decirlo? Entiendan: era la primera vez que me sentía como padre. Estaba cansado… de vivir solo… y John me enseñó qué era sentirse completo en familia… Y bueno.
Todos lo observaron y vieron sus esfuerzos para impedir que se le salieran las lágrimas. Era un hecho: el capitán sabía lo que estaba en juego. Nunca había tenido lazos fuertes con ninguna familia, pero había adquirido justamente una cuando se sospechaba que su hijo podía ser el niño más importante del mundo.
Al mismo tiempo, ¿quién podría juzgar el amor tardío de un padre arrepentido?
—Fui engañado. Y eso me avergonzó. Hace tiempo John comenzó a soñar con su madre. Y a escuchar su voz que lo llamaba. Yo me preocupé, pero creo que no lo suficiente. Tal vez si hubiera… Bueno, de nada sirve que me lamente ahora, a estas alturas, ¿no es verdad?
—¿Piensas que esos sueños fueron inducidos? —preguntó Sabino.
—Sí. Tengo motivos para creer que Mary Burton se convirtió en discípula de Iddian-Si, la Madre Gorda.
—¿Mary Burton se estaría involucrando en la brujería? —preguntó el rey, con expresión de disgusto.
—Por desgracia creo que sí, su majestad —dijo el capitán, con voz débil.
—Eso explicaría el sueño. Incluso el llamado —comentó Sabino, más para sí que para los demás.
—¿Cómo es eso, general? —preguntó el rey.
—Las brujas son capaces de llamar a las personas, rey Anisio. Aun más cuando existen lazos afectivos.
Todos se quedaron en silencio, analizando las informaciones. Principalmente las peores.
—Cuéntales lo último que sucedió, capitán —insistió la capitana Bradamante para retomar el asunto—. Diles lo que me contaste.
—Desperté y de repente John no estaba en el cuarto. Era de madrugada y no estaba allí. Sentí una punzada, la cual no venía del pecho, por lo que habría ocurrido. Y corrí. Corrí como un poseído por el villorrio, rezándole al Creador para que mi temor no fuera verdad. Pero lo era. Al fondo vi a John subiendo el maldito árbol. ¡Lo vi escalando hacia Brobdingnag!
El rey Anisio y el general Sabino se miraron boquiabiertos, preocupados en extremo.
—¿Y por qué, por los mil demonios de Aramis, te fuiste a refugiar en el villorrio cercano a ese árbol? —preguntó el rey Anisio, explosivo.
—¿Acaso no debía ser allí un lugar seguro? —Lemuel Gulliver extendió los brazos—. ¿Cómo sería posible imaginar que los dragones de Éter permitirían que una criatura de nueve años escalara ese tronco?
—¡Explícate mejor, capitán!
—Su majestad, una de las serpientes guardianas condujo a John por el agua hasta el tronco. Las otras le permitieron subir.
—¡Que alguien, por favor, me explique cómo es eso posible! —exclamó la capitana, nerviosa.
—Ahí está el problema: ¡no hay explicación! —profirió el capitán—. ¿Por qué ellas matarían a cualquier persona que intentara escalar el tronco, pero permitirían que un niño de nueve años lo hiciera?
Todos se miraron y respiraron con dificultad. Era claro lo que Lemuel Gulliver estaba insinuando. La posibilidad. Resultaba difícil negar que en verdad existía la posibilidad de que ese niño fuera especial.
—¡Su majestad, el hecho de que un humano, niño o no, suba al reino gigante sin ser invitado, sigue constituyendo una ruptura del Pacto de Swift! —dijo la capitana, temerosa.
—Curiosamente —aportó Sabino—, una infracción cometida no mucho tiempo después de la instauración de la nueva era de Arzallum y de que el rey Anisio, al tomar posesión, estableciera alianzas y desavenencias políticas.
El rey Anisio Branford se removió en su trono, pensativo, con una expresión que haría que incluso una mascota temiera acercarse a su dueño.
—Entonces, consejero —nota el término que usó para Sabino: el asunto era realmente en serio—, ¿consideras que Brobdingnag preparó todo esto?
—El mundo nunca estuvo tan cerca de una guerra mundial, rey Branford —dijo Sabino—. Y si Brobdingnag reconoció a Ferrabrás como emperador y tomó a Minotaurus como aliada, ¿habría un momento más propicio para hacer estallar un conflicto de ese tamaño?
—Un conflicto que tomara naciones, destituyera reyes del poder y colocara a Mary Burton como reina en una de ellas —concluyó Lemuel Gulliver, con pesar.
El rey Anisio Branford bufó y dijo:
—Aún así, Arzallum tendría el derecho de argumentar y poner esa situación en tela de juicio.
—Arzallum podría «correr el riesgo», en verdad —dijo Sabino—, porque ante el mundo ellos hicieron parecer que nosotros, los humanos, rompimos el pacto. No lo opuesto.
—Y así —concluyó el rey—, exigir la devolución de ese niño que ellos tienen en sus manos, en este momento, se volvería algo que definiría el respeto de Arzallum ante el mundo. A la postre, permitir que se queden con él significaría que Arzallum bajó la cabeza ante Brobdingnag y perdió su calidad moral como reino de los reinos.
—Enfrentarlos sería iniciar la Primera Guerra Mundial de Nueva Éter.
De nuevo se hizo el silencio.
—Ferrabrás debe estar sonriendo —se lamentó la capitana.
El rey Anisio se puso las dos manos en la nuca, inclinó el cuerpo y se quedó mirando hacia lo alto, pensativo.
—Su majestad —dijo el capitán Gulliver—. Sé que su decisión no será fácil. Y que cualquier resolución que tome afectará todo. Sólo como padre, yo…
El rey lo miró.
—¿Como el padre que apenas recientemente descubriste ser pretendes que dé inicio a una guerra de proporciones épicas y que matará a millones, sólo a causa de tu único hijo?
El capitán bajó la cabeza. El ambiente era cada vez más pesado. El silencio, aun sepulcral. Hasta que el propio rey Anisio volvió a preguntar:
—¿Y la tuviste?
—¿Qué, su majestad? —preguntó un capitán angustiado y con la voz débil.
—La certeza. ¿En algún momento tuviste la completa certeza de que el niño en posesión de Brobdingnag sería él?
Una vez más el capitán Lemuel Gulliver bajó la cabeza. Las lágrimas brotaron y él intentó contenerlas una vez más.
Pero no lo consiguió.
—No.
«Ferrabrás debe estar sonriendo».
La capitana de la Guardia Real no imaginaba cuánto.