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Un hombre había llegado a Andreanne montado en un burro cansado. Vestía ropas que recordaban casi harapos, de tan desgastadas. Tenía piojos y la barba crecida. Sudaba en exceso y su cuerpo estaba flaco y agotado. El sol le castigaba la piel. Había enormes ojeras alrededor de los ojos, de quien ha dormido poco. Y de quien ha llorado mucho.

Llegó a la entrada del Gran Palacio, se presentó como Gildrig Spriggins y sintió una punzada de esperanza en el corazón, de que todo acabaría bien, por más difícil que resultara imaginarse cómo. Esa punzada se volvió dolor cuando advirtió que los soldados reales no lo dejarían entran tan fácilmente en un sitio como aquel.

Sin embargo, no era nada que no esperara.

—Yo… Necesito hablar con el rey Branford —dijo el cansado viajero.

—Todos lo necesitan —respondió el soldado a cargo del turno.

—El rey Branford es un buen monarca. Él…

—Y también un rey ocupado.

—Tú no entiendes, hijo.

—No, usted es el que no entiende. ¿Se imagina si cada ciudadano de Nueva Éter que llega a estas puertas con la misma intención fuera recibido por el rey? No le quedaría tiempo para gobernar la nación —el soldado miraba las ropas y el aspecto del extraño y se sentía mal.

El olor a sudor del desharrapado era fuerte y el soldado se sentía ansioso por librarse de la situación.

El desharrapado advirtió la insignia del soldado.

—Vine de muy lejos, sargento. Usted usa un cordón de alianza en el cuello. Imagino que tendrá a un hijo esperándolo en los brazos de una joven.

—Una hija, señor Spriggins.

—Mi hijo fue secuestrado. Usted, como padre, ¿puede comprender mi desesperación, sargento?

El soldado real abrió mucho los ojos. Intentaba entender si aquello era verdad o un simple alardeo.

—¿Por qué no buscó a la Guardia Real?

El desharrapado vaciló. Era el tipo de cosas que le gustaría decirle al rey, no a un subordinado. Pero como nadie llega a un monarca sin pasar por otros en el camino, aquello debía ser dicho antes a muchas personas.

—Porque se lo llevaron a los reinos mayores, sargento.

El soldado abrió aún más los ojos. Aquello debía ser un alarde. Tenía que serlo.

—Señor —una pausa temerosa—, ¿me está diciendo que un niño arzallino está, en este momento, contrariando el Pacto de Swift, y que es mantenido como rehén en Brobdingnag?

El desharrapado asintió. Casi era posible ver las lágrimas naciendo de sus ojos enrojecidos.

—Que el Creador tenga piedad —susurró el soldado y se volvió a su subalterno más cercano—. Soldado, ve a llamar a la capitana. Si este hombre la convence de que dice la verdad, nuestro soberano deberá tomar hoy una de sus decisiones más sombrías.

Lo peor era que el sargento tenía razón.