21

María Hanson terminó de hacer sus compras y llevaba una canasta abarrotada de frutas, legumbres y determinadas provisiones que siempre le habían parecido demasiado caras para escoger, como pimienta, vinagre y especias a base de aceites vegetales. A su lado Ariane Narin, además de que no paraba de hablar —obvio—, excitada con el futuro almuerzo y encuentro con su novio, destilaba simpatía entre las personas, orgullosa de ser la «novia prometida» —¿escucharon bien?— de un «futuro caballero» —¿en verdad escucharon bien o quieren que lo escriba?

Aunque llevaran vidas simples, ambas ya eran verdaderas celebridades en Andreanne y por donde pasaran llamaban la atención del pueblo como fruto de su fama tras los episodios macabros del pasado y, claro, del hecho de que, aunque las malas lenguas lo tergiversaran o no, María Hanson sería por siempre «la plebeya que conquistó el corazón del príncipe».

Pasó el tiempo y ambas se acostumbraron a eso. No por completo, pero sí lo suficiente para no perder la naturalidad. María era tímida y educada; Ariane, inquieta y sincera. Y las dos representaban ambos extremos de la simpatía. Con excepción de las ya mencionadas malas lenguas, les gustaban a la gente. Y los apellidos de sus familias ganaban cada vez más un estatus que nunca antes poseyeron.

Aquel día en particular había comenzado como un gran día, hasta que Ariane Narin vio aproximarse a Héctor Farmer y a Paulo Costard, los dos mayores enemigos de João Hanson.

—Es curioso cómo una familia que el día anterior pasaba hambre, al día siguiente incluso adquiere condimentos —susurró Héctor Farmer, que aquel año se veía aún más obeso.

—Esta debe ser la tierra de las oportunidades —se burló Paulo Costard.

Ambos habían aprendido aquel término, «tierra de las oportunidades», en las clases de la propia María Hanson.

Ariane, como siempre, mantuvo una expresión hermética, frunció la frente, levantó la nariz y apretó los ojos. Pero María tomó la palabra:

—Farmer, tenga más respeto por las personas. Ya le advertí una vez que no soy una de sus amigas. Ahora soy una profesora de la Escuela Real.

—No me refería a usted, señora… Digo… «señorita». Hanson —continuó Farmer, burlón—. Me refería a la «señorita». Narin.

—Eh, Farmer —aportó Costard—, en breve la señorita Narin también se volverá una señorita Hanson. Tal vez por eso has ofendido a la otra señorita Hanson.

—Oh, es verdad. Discúlpenme, «señoritas». Hanson. Había olvidado que ambas están por convertirse en sangre del mismo frasco.

Las dos se controlaron aún más. Aquel término, «sangre del mismo frasco», era una expresión peyorativa utilizada por los cazadores para las brujas de la peor especie, las cuales formaban parte de un mismo clan sombrío. Ariane quería decir algo entre dientes, pero sólo acumulaba rabia, como una olla de presión.

María continuó:

—Farmer, tendré que repetir que…

—¡Que «no es mi amiga», sino «mi profesora», y el «bla, bla, bla» de siempre! ¡Y yo repetiré que no hablo con usted! ¡Además, usted ya no es mi profesora!

—¡Es lo que sucede cuando a uno lo expulsan de la escuela! —dijo Ariane, con los dientes apretados.

—¡Eh, mosquito catarriento, quítate de aquí! —dijo Farmer—. Ve a buscar un caballo para picarlo.

—Es verdad. ¿Saben qué tuve que escuchar de mi padre por haber sido expulsado de la Escuela Real? —se quejó Costard—. ¡Me llevé varios azotes! ¡Nunca me habían azotado y me ocurrió por culpa de ustedes!

—¿No crees que fue eso poco para quien puso tres vidas en riesgo de muerte por una venganza sin límite? —elevó la voz María.

—Además, ya te habían azotado antes, cuando João te rompió la cara —dijo Ariane con desdén, como si hiciera el comentario más obvio del mundo.

Fue el turno de Paulo Costard de apretar los dientes. Entonces Héctor Farmer enmendó:

—Eh, vete con calma, ¿sí? ¡Nosotros no sabíamos que todo eso sucedería! ¡Sólo queríamos devolverle a Hanson lo que hizo! Nosotros no sabíamos que querían matarlo.

Paulo Costard, que casi no había escuchado lo que Héctor Farmer dijo, se concentró aún más en su rabia contraída:

—Hablando de eso, ¿cómo está él? ¿Todavía se lamenta por saber que la primera lengua que conociste en la vida fue la mía?

Ariane se llevó las manos a la cintura y elevó la nariz:

—No, él no está preocupado por eso. ¿Sabes por qué? ¡Porque ya me enseñó cómo es un beso de lengua de verdad! ¡Ahí me di cuenta de que antes yo estaba en las tinieblas de la ignorancia! —esto hirió a Paulo Costard; para empeorar las cosas, Ariane agregó en un tono dócil—: Y puedes estar seguro de que ya esparcí entre las niñas de la ciudad entera —mira que, si hablamos de Ariane, eso no era muy exagerado— lo malo que eres en eso, para que ninguna de ellas pase por el mismo infortunio que yo.

Paulo Costard abrió la boca, ofendido y conmocionado. Todo hombre sabe que un chisme sobre niños en boca de un grupo de niñas corre como el viento y lo marcará para toda la vida.

—Tú… tú… —el maxilar de Costard temblaba.

—¡Eh, no necesitas agradecérmelo! —sonrió la joven Narin—. Adoro la caridad.

María no aguantó —juro que lo intentó, pero no hubo manera de evitarlo— y sonrió. Y la sonrisa irritó todavía más a aquellos dos. Pero cuando Farmer estaba por decir algo, Ariane se volvió hacia él y finalizó:

—En cuanto a ti, Farmer, ¡ni siquiera me tomé la molestia! Finalmente, tu fama de Mariquita Cute-Cute ya es conocida más allá de Arzallum.

Héctor Farmer apretó el brazo de Ariane, ciego por el odio que dañaba su ego por el maldito apodo. La ceguera ante la furia era tanta, que llegó a preparar un golpe.

Aquí entre nos, tal vez aquello fuera sólo demencia temporal, que recuperaría al segundo siguiente. Tal vez Héctor Farmer fingió aquella pose sólo como una forma de asustar y parecer grande en algo, en vista de que era una persona sin atractivos físicos o intelectuales que le permitieran amedrentar sin violencia a otros más chicos. Pero el hecho es que preparó aquel golpe, ya fuera que, hipotéticamente, pretendiera llegar hasta el final o no.

Y eso cambió todo.

—Tú… tú… ¡maldita!

Héctor Farmer sintió que tres dedos se le doblaban con violencia hacia atrás, hasta obligarlo a torcer el puño y arrodillarse para evitar mayores daños.

Incluso gritó.

Todo ocurrió tan rápido que hasta las personas alrededor y los propios involucrados tardaron en entender lo que ocurría. Un muchacho moreno de no más de diecinueve años, fuerte y con una máscara que le cubría los ojos, además de un noble sombrero, inmenso para su cabeza, ponía a Farmer de rodillas con una sola mano.

—¡Eh! —dijo Paulo Costard, que fingió amenazar con lanzarse sobre el muchacho.

De un segundo para el otro una espada ya le apuntaba a la garganta.

Era un acero fino, de esos floretes creados en el reino de Mosquete y utilizados por los guardias de allá. Así se congeló la escena: un muchacho que parecía haber salido de un cuadro, montando a otro, con una mano manteniendo a Héctor Farmer de rodillas, llorando de dolor, y con la otra, empuñando un florete para apuntar a la garganta de Paulo Costard.

—Tú —dijo en dirección a Paulo Costard, paralizado de un miedo que le impedía moverse—, presenta tus disculpas.

Paulo seguía conmocionado. El muchacho enmascarado pegó en su rostro un lado de la lámina para traerlo de vuelta a Nueva Éter.

—Tus disculpas…

—Yo… —entonces Paulo Costard parpadeó varias veces, se dio cuenta de la situación y dijo—: Señoras… Quiero decir, señoritas Hanson —¿te diste cuenta de que esta vez no hubo un tono de burla?—. Les pido sinceras disculpas por mi comportamiento y por el de mi amigo, aquí presente.

Alrededor, la gente comenzó a reír. Sin embargo, el muchacho no parecía satisfecho.

—¡Bien! ¡Ahora habla en voz muy alta para que todo el mundo escuche!

—¿Qué? —el chico preguntó en voz alta.

—Di muy alto «¡Soy un idiota!» para que todo mundo escuche —aquel término era muy poco utilizado por la nobleza, de donde aquel muchacho parecía provenir—. «¡Soy un estúpido y peor que un ogro, pues no sé tratar a una dama!». Vamos, dilo alto.

María y Ariane se miraron. Al principio estaban un poco aturdidas por la violencia inicial de la escena, pero en ese momento, ¿quieres saberlo?, comenzaban a adorar aquello.

—¡Yo… yo… Yo no diré eso!

—¡Si no lo dices, la primera vez doblaré los dedos de tu amigo tan fuerte que comenzará a llorar de dolor! ¡La segunda, te haré un tajo en la cara que tardará en cicatrizar y te hará recordar por mucho tiempo lo que ganaste por no haber dicho lo que debías!

—¿Y quién te piensas que eres para…?

Los dedos de Héctor Farmer se doblaron aún más y el chico ¡gritó! al borde del llanto, humillado.

Paulo Costard se puso más blanco de lo que ya era cuando la lámina de aquella espada tembló. Y comenzó a gritar con voz de corneta y las piernas flojas:

—¡Soy un idiota! ¡Soy un idiota!

—¿Y qué más?

—Y… y…

—Recuerda: estúpido… ogro…

—¡Y soy estúpido y… peor que un ogro porque no sé tratar a una mujer!

Es innecesario decir que el pueblo alrededor no sólo comenzó a reír, sino a carcajearse con la escena más ridícula de la semana. El muchacho todavía se volvió a las dos damas y dijo:

—Señoritas, ¿hay algo que se haya olvidado decir?

María ya estaba moviendo la cabeza negativamente, con la intención de acabar con todo eso y liberarlos a los dos, cuando Ariane se adelantó:

—Y puede ir diciendo también: «¡Beso peor que un sapo!». Y también…

Los ojos de Paulo Costard se desorbitaron. La lámina del florete se volteó de lado y comenzó a cortarle la piel, hasta que él gritó:

—¡Yo… yo… beso peor…

—El sapo… el sapo… —dijo Ariane, moviendo un dedo.

—… que un sapo!

—¡Y yo muevo la boca… —y Ariane comenzó a hacer reír a la gente a su alrededor, abriendo y cerrando la boca con los labios estirados en una escena del todo surrealista—… haciendo un montón de gestos extraños, igual que un pez!

—¡Y… —el estómago de Paulo Costard estaba hirviendo— muevo la boca como un pez!

—Ariane. —María tocó el hombro de la niña con la intención de terminar con aquel espectáculo.

Ariane le quitó la mano sin mirar atrás y dijo:

—¡Espera, que ya estoy acabando! —el muchacho de los ojos azules era todo sonrisas. Ariane finalizó—. Di también: ¡Soy peor que el Mariquita Cute-Cute! ¡Porque soy el amigo del Mariquita Cute-Cute!

Héctor intentó decir algo, pero volvió a gritar de dolor con los dedos atrapados. Paulo Costard cambió la expresión, esta vez sin importarle la lámina en su rostro:

—No diré eso, tú, enana de jardín, sangre de una…

¡La lámina hizo un corte y el muchacho gritó!

Hasta las dos chicas se asustaron. El pueblo alrededor también, aunque nadie condenó la actitud. Los dedos de Héctor fueron liberados y él se levantó con dificultad, sujetándose la mano lastimada.

Paulo Costard se tocó la cara, y cuando vio su propia sangre en la mano, provocada por un tajo encima de la mandíbula, abrió los ojos como si estuviera ante el fin del mundo.

—Tú… tú… Eres hombre muerto, ¿me escuchaste? ¡Muerto! ¿Sabes quién es mi padre? Yo soy…

—¿Y tú sabes quién es el mío?

El muchacho se quitó el sombrero. Después se retiró la máscara y reveló unos ojos azules tan límpidos, que era posible para una persona cepillarse los cabellos mirándose en ellos.

Paulo Costard abrió aún más los ojos. Sólo entonces Ariane y María, y todo el pueblo alrededor, se dieron cuenta de quién era aquel joven.

—Ustedes dos, fuera de aquí.

Héctor Farmer y Paulo Costard, entre silencios y miradas asesinas, se retiraron, como siempre, diciendo mucho más en las expresiones de rencor que en las palabras que no eran dichas.

Cuando se volvió hacia las dos, el joven escuchó a Ariane que decía:

—Tú eres el más chico, ¿no? El más joven de la familia.

—¡Sí, soy el hijo de don Antonio Garibaldi!

—Usted es Juan de Marco —dijo María a punto de quedarse sin voz.

—Y usted es María Hanson —respondió él, para detener de una vez el corazón de ella.

Ariane miró al muchacho moreno de estatura mediana, fuerte, espadachín, y de ojos azules tan brillantes, y comentó muy bajo para sí:

—¡No, espera! Esto ya se pasó.

Como María no decía nada, João intercedió:

—¿Algún problema, señorita Hanson?

—¡No, no! Nada, claro que no. Sólo pensaba.

—Diga, por favor.

—Es que, ¿sabe?, no es nada importante.

—¡Entonces no tendrá problema en decirlo! —la voz de él era baja, melodiosa, un poco ronca, el tipo de voz que una mujer adora escuchar al oído.

—Es que, ¿sabe?, usted no tenía que hacer eso.

—¿La defensa de la honra de dos damas?

—El corte en el rostro.

—Sí, era obvio que debía hacerlo —dijo el joven De Marco, con una expresión de quien habla en serio—. No me gustó hacerlo, es verdad, pero era necesario.

—¿Por qué?

—Porque ya le había dicho que lo haría si se rehusaba por segunda vez. Y lo hizo. Si yo no cumplía, sería un hombre sin palabra. Y la palabra de un hombre es lo más valioso que tiene. ¿No está de acuerdo, señorita?

Mientras Ariane se abanicaba con expresiones graciosas («Ay, hace un calor horrible aquí hoy, ¿no?»), María se acordaba de algunas de sus palabras, lanzadas al viento tiempo atrás.

«¿Pues entonces qué hacemos aquí parados? Yo leí que esta sería la noche más agradable que nos puedes ofrecer y me parece que un príncipe siempre cumple su palabra».

María Hanson comenzó a creer que los rumbos que tomaba aquella conversación se volvían muy interesantes.