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Axel Branford descendió del corcel acompañado de algunos soldados y caminó pesadamente ante la lluvia. Sus pies andaban en el lodo y parecían formar círculos en las pisadas dejadas atrás. Había lágrimas que él limpiaba con insistencia. Vestía una camisa gruesa con capucha que recordaba las vestiduras de los pugilistas, pero esta vez sentía que el mundo le pesaba en las espaldas. Y le pesaba demasiado.

Le pesaba al punto de clavarlo en el suelo, como un árbol, hasta que dejaba de sentirse vivo.

—Alteza…

La voz del soldado despertó al príncipe. Él contemplaba el escenario de batalla. Era circular, como una arena de piedras. Diversos puntos estaban destruidos por choques con el suficiente poder para arrancar la cabeza de un hombre, pero apenas necesarios para el resultado final de aquello.

Y había sangre.

Podía ver aquella marca, la cual seguía manchando determinados puntos aunque la lluvia se esforzara por limpiarlos. Eran como medallas de guerra colgadas en paredes descascaradas como insignias enmarcadas para los hijos de los muertos condecorados; como un registro de colores de un pintor competente expuesto a la lluvia, con imágenes demasiado borrosas.

Axel Branford intentaba construir una imagen mental de lo que había acontecido en aquel círculo de piedra y, por más que la imaginación pensara en cosas malas, él aún no creía que fuera una representación fiel de lo que en realidad había ocurrido.

—Alteza…

Axel siguió la voz del soldado, como un zombi sin voluntad propia, o como una marioneta sujeta a sus cuerdas. Otros soldados abrían camino mientras su príncipe pasaba. Todos tenían la cabeza baja. Todos.

Axel Branford se colocó del lado derecho de aquel círculo de piedras, donde había un inmenso cuerpo cubierto con un lienzo. Un soldado lo esperaba en cuclillas, listo para retirar la tela gruesa y negra. Él también mantenía la cabeza baja. Y ahora el primer príncipe de Arzallum se detuvo delante de él y dijo:

—Soldado…

El lienzo fue retirado.

Y Axel Branford lo vio.